La hora de las sombras (7 page)

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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

BOOK: La hora de las sombras
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Éste dirige la mirada mucho más allá, a la línea del horizonte. El sol ha encontrado huecos por donde colarse en el cielo cubierto a lo lejos; el mar destella como si se tratara de un suelo de plata.

Ahora se siente bien, a pesar del dolor en la mano izquierda. Les ha enseñado a todos quién es el amo de Stenvik. Dentro de poco será dueño de todo el norte de Öland, y lo defenderá con su vida si llegan los alemanes.

La barca roza el fondo; Nils levanta el remo de babor y salta. Está alerta, pero nadie le ataca.

En el muelle, a lo lejos, los estibadores esperan petrificados, las mujeres, los hombres y los niños. Le miran en silencio con ojos asustados. Maja Nyman está a punto de romper a llorar.

—¡Idos al infierno! —les espeta Nils Kant a todos, y tira el remo al suelo.

Después se da la vuelta para correr hacia el pueblo, a casa de Vera, su madre, a la gran finca amarilla.

Pero ni ella ni nadie conoce lo que Nils sabe: está destinado a realizar grandes cosas, mayores que Stenvik, tan grandes como la guerra. Un día será famoso y se hablará de él en toda Öland. Lo presiente.

4

Gerlof Davidsson esperaba a su hija en la habitación de la residencia de ancianos.

En el periódico local de ese día, el
Ölands-Posten
, que tenía ante él sobre la mesa, leyó que un hombre de ochenta y un años con demencia senil había desaparecido en Kastlösa, al sur de Öland. El anciano había salido de su cabaña el día anterior y había desaparecido sin dejar rastro, y ahora la policía y un grupo de voluntarios lo buscaban por el lapiaz; hasta había un helicóptero rastreando la zona. Pero la noche había sido muy fría y no estaban seguros de encontrarlo con vida.

Demencia senil a los ochenta y un años. Gerlof apenas tenía un año menos; su octogésimo cumpleaños se aproximaba; aun así era más comprensible que los ancianos desaparecieran sin dejar rastro que los niños. Cerró el periódico y miró el reloj. Las tres y cuarto.

«Me alegro de que hayas venido —se dijo a sí mismo. Hizo una pausa, tosió y continuó—: Eres tan guapa como te recordaba, Julia. Ahora que estás aquí, tenemos unas cuantas cosas que hacer. Tú deberás ocuparte de algunas por tu cuenta. Y podremos hablar… Sé que no siempre he sido un buen padre; cuando eras pequeña yo estaba siempre en el mar y tu hermana y tú os quedabais solas con Ella en Borgholm. Como capitán de barco debía transportar mercancías por el Báltico, lejos de la familia… Pero ahora estoy aquí, y ya no viajo a ninguna parte.»

Guardó silencio y miró fijamente el escritorio. Había anotado su alocución a Julia en la libreta. Desde que ella había confirmado el día de su llegada a la isla había intentado practicar, pero aún sonaba como si no lo hubiera hecho.

Tenía que conseguir que pareciera una conversación cotidiana entre padre e hija.

«Me alegro de que hayas venido —repitió Gerlof de nuevo—. Eres tan guapa como te recordaba.»

¿O bonita? Bonita era sin duda la mejor descripción para una hija añorada.

Por fin, poco antes de las cuatro, cuando sólo quedaba una hora para la cena, oyó que alguien llamaba con los nudillos a la puerta de su habitación.

—Pase —dijo, y la puerta se abrió.

Boel asomó la cabeza.

—Sí, está aquí —le dijo en voz baja a alguien a su espalda, y después en voz alta—: Gerlof, tienes visita.

—Gracias —contestó él, y Boel sonrió y dio un paso atrás.

Apareció otra mujer, que entró en el recibidor, y Gerlof tomó aliento antes de continuar:

—Me alegro de que hayas venido… —comenzó, y a continuación enmudeció.

Una mujer de mediana edad con un abrigo arrugado le miraba desde el recibidor; tenía los ojos cansados y arrugas en la frente. Tras unos segundos ella retiró la mirada y se abrazó a su bolso marrón como si éste fuera un escudo que necesitara para dar un par de pasos más y entrar en la habitación.

Gerlof reconoció lentamente a su hija en el rostro arrugado y serio de la mujer, pero Julia parecía mucho más cansada de lo que había imaginado. Cansada y muy delgada. Sintió amargura y lástima de sí mismo.

Su hija había envejecido. ¿Cuántos años tenía él mismo?

—Hola, Gerlof —saludó Julia, y guardó silencio durante unos segundos antes de añadir—: Bueno, ya estoy aquí.

Gerlof asintió con la cabeza y comprendió que ella aún no pensaba llamarle papá, ni siquiera estando cara a cara. Decía «Gerlof» con el tono que utilizaría si hablara con un pariente lejano.

—¿Qué tal ha ido el viaje? —preguntó.

—Bien.

Se desabrochó el abrigo, lo colgó de una percha del recibidor y dejó el bolso en el suelo. A Gerlof le pareció que se movía despacio, sin energía. Deseaba preguntarle cómo se encontraba, pero quizá fuera demasiado pronto.

—Bueno. —De nuevo silencio—. Hacía mucho tiempo.

—Cuatro años, creo —dijo Julia—. Más de cuatro años.

—Sí. Pero hemos hablado bastante por teléfono.

—Sí. Pensé en venir y echarte una mano cuando te mudaste de Stenvik aquí, pero no era…

Julia guardó silencio y Gerlof asintió.

—Todo fue bien —dijo él—. Recibí mucha ayuda.

—Bien —respondió Julia.

Se encontraba en el centro de la habitación. Luego se dio la vuelta y se sentó en la cama.

Gerlof recordó de pronto el pequeño discurso que había preparado.

—Ahora que estás aquí —manifestó—, tenemos unas cuantas cosas que…

—¿Dónde está? —lo interrumpió Julia.

—¿El qué?

—Ya lo sabes —replicó Julia—. La sandalia.

—¡Ah, sí! La tengo aquí, en la mesa. —Gerlof la miró—. Pero había pensado que primero podríamos…

—¿Puedo verla? —le interrumpió Julia—. Me gustaría verla.

—Puedes llevarte una desilusión —señaló Gerlof—. Es sólo un zapato. No nos dará… ninguna respuesta.

—Quiero verla, Gerlof.

Julia se levantó de la cama. Hasta ese momento ni siquiera había esbozado una sonrisa, y ahora miraba a su padre de una forma tan intensa que Gerlof empezó a temer que todo había sido un error. Quizá no debería haberla llamado. Pero había puesto en marcha un mecanismo y ahora ya no podía detenerlo.

No obstante, intentaba retrasarlo lo máximo posible.

—¿Has venido sola? —preguntó.

—¿Con quién podría venir?

—Quizá con el padre de Jens —respondió Gerlof—. Mats, ¿no se llama así?

—Michael —dijo Julia—. No, vive en Malmö. Apenas tenemos contacto.

—Vaya —dijo Gerlof.

De nuevo se hizo el silencio. Julia se acercó un par de pasos, pero a Gerlof se le ocurrió otra cosa que decir.

—¿Has hecho lo que te pedí por teléfono? —preguntó.

—¿Qué?

—¿Has pensado en lo espesa que era la niebla ese día?

—Sí… quizá. —Julia asintió—. ¿Qué pasa con la niebla?

—Creo que… —Gerlof sopesó las palabras—. Creo que nada hubiera pasado… que las cosas no se habrían torcido de ese modo si no hubiera habido niebla. ¿Es frecuente la niebla en Öland?

—No mucho —dijo Julia.

—Una niebla espesa como la de aquel día se da quizá tres o cuatro veces al año. Y mucha gente sabía que habría niebla, lo habían anunciado en el parte meteorológico.

—¿Cómo te has enterado?

—He llamado al Instituto Nacional de Meteorología —repuso Gerlof—. Guardan los partes.

—¿Tan importante era la niebla?

—Sí, creo que sí… que alguien se aprovechó de la niebla —añadió—. Alguien que no quería ser visto en la zona.

—No quería ser visto aquel día, ¿te refieres a eso?

—No quería ser visto en absoluto —repuso él.

—¿Así que alguien utilizó la niebla, para… llevarse a Jens? —quiso saber Julia.

—No sé —reconoció Gerlof—. Pero me pregunto si ésa fue la razón. ¿Quién sabía que él saldría ese día? Nadie, ¿verdad? Ni el propio Jens lo sabía, simplemente… aprovechó la ocasión. —Gerlof advirtió que Julia apretaba los labios cuando abordaban el tema de la desaparición del hijo, y continuó, apresurado—: Pero la niebla de ese día… estaba prevista.

Julia no dijo nada. Ahora sólo miraba la mesa.

—Tendremos que pensar en ello —añadió Gerlof—. Tendremos que pensar en quién podría haberse beneficiado de la niebla de aquel día.

—¿Me dejas verla ahora? —preguntó Julia.

Gerlof supo que no podía posponerlo más. Asintió con la cabeza y, sin levantarse de la silla, se dio la vuelta hacia la mesa.

—Aquí está —dijo.

A continuación abrió el primer cajón del escritorio, introdujo la mano y sacó con cuidado un objeto pequeño. Parecía muy ligero y estaba envuelto en papel de seda blanco.

5

Julia se acercó lentamente a Gerlof, que desenvolvió el pequeño paquete encima de la mesa. Ella le miró las manos, llenas de arrugas, manchas marrones y venas azul oscuro. Le temblaban los dedos al tantear el papel de seda. El crujido de éste al abrirse a Julia le pareció ensordecedor.

—¿Necesitas ayuda? —preguntó.

—No hace falta.

Tardó varios minutos en abrirlo; o quizá sólo lo pareció. Al fin desplegó la última capa de papel y Julia pudo ver lo que había ocultado. El zapato se encontraba dentro de una bolsa de plástico transparente: en cuanto lo vio, no pudo apartar la vista de él.

«No voy a llorar —pensó—, es sólo un zapato.» Luego notó que sus ojos se llenaban de una intensa calidez y tuvo que parpadear para poder ver a través de las lágrimas. Observó la suela negra de goma y las tirillas de cuero marrón, resecas y agrietadas por el paso del tiempo.

Una sencilla sandalia, una pequeña y desgastada sandalia de niño.

—No sé si es el zapato auténtico —dijo Gerlof—. No es bueno estar demasiado seguro, ¿verdad?

Julia no respondió. Estaba segura. Se enjugó las lágrimas de las mejillas con la mano y luego levantó la bolsa de plástico con cuidado.

—La metí en la bolsa tan pronto como llegó —explicó Gerlof—. Puede haber huellas dactilares…

—Lo sé —dijo Julia.

Era tan ligera, tan ligera. Cuando una madre tiene que ponerle a su hijo pequeño una sandalia como ésta, la recoge del suelo junto a la puerta de la calle sin pensar en su peso. Luego se acerca a él y se agacha, siente su calor corporal y toma su pie mientras él se sujeta con la mano al jersey de ella y permanece en silencio o suelta cualquier cosa, el típico parloteo infantil que la madre sólo escucha a medias pues está pensando en otra cosa. En los recibos que hay que pagar. En la lista de la compra. En hombres ausentes.

—Yo le enseñé a Jens a ponerse las sandalias solo —dijo Julia—. Tardé todo un verano, pero cuando comencé a estudiar en otoño él ya sabía hacerlo. —Aún sujetaba el zapatito—. Por eso pudo salir solo ese día, escaparse… Se puso los zapatos él solo. Si no le hubiera enseñado él no habría…

—No lo pienses.

—Lo que quiero decir es… que yo se lo enseñé para ahorrar tiempo —dijo Julia—. Para mí.

—No te eches la culpa, Julia —insistió Gerlof.

—Gracias por el consejo —replicó ella sin mirarle—, pero llevo veinte años culpándome.

Guardaron silencio y Julia comprendió que su recuerdo ya no eran pequeños huesos en la playa de Stenvik. Vio a su hijo vivo, cuando se agachaba para ponerse las sandalias muy concentrado, con sus torpes deditos.

—¿Quién la encontró? —preguntó al fin, y miró a Gerlof.

—No lo sé. Llegó por correo.

—¿Quién la envió?

—No tenía remitente —informó Gerlof—. Llegó en un sobre marrón con un matasellos borroso. Pero creo que la enviaron desde Öland.

—¿No había carta?

—Nada —respondió Gerlof.

—¿Y no sabes quién la envió?

—No —dijo Gerlof sin más, pero ahora ya no miraba a Julia a los ojos; tenía la vista clavada en la mesa.

Quizás intuyera más de lo que deseaba contar. Pero no lo dijo. Julia suspiró.

—Pero podemos hacer otras cosas —sugirió Gerlof de pronto.

Después guardó silencio.

—¿Como qué?

—Bueno…

Gerlof parpadeó en silencio y la miró como si hubiera olvidado por qué la había invitado a venir.

Pero Julia tampoco tenía ni idea de lo que debían hacer, y permaneció callada. Cayó en la cuenta de que, obsesionada con ver la sandalia y poder sostenerla en la mano, no se había fijado en el cuarto de su padre.

Miró alrededor. En su condición de enfermera localizó rápidamente dónde se encontraban los timbres de alarma en las paredes, y como hija descubrió que Gerlof había traído de casa sus recuerdos marineros. Las tres placas de madera lacada de sus tres barcos, el
Vågryttaren,
el
Vind
y el
Nore,
colgaban encima de las fotografías en blanco y negro, enmarcadas, de los navíos. De otra pared colgaban también enmarcados los permisos de navegación con sus pólizas y timbres. En la librería junto al escritorio se alineaban sus cuadernos de bitácora forrados de cuero; junto a ellos había un par de maquetas de barco que habían navegado al interior de sendas botellas.

Todo estaba tan pulcramente ordenado como en un museo marítimo, limpio como una patena, y Julia descubrió que envidiaba a su padre; el anciano podía quedarse en su habitación entre sus recuerdos; no tenía que salir al mundo real, donde uno estaba obligado a lograr objetivos y fingirse joven y agudo intentado demostrar su valía constantemente.

Sobre la mesilla de noche de Gerlof había una Biblia y media docena de botes de pastillas. Julia dirigió la vista de nuevo al escritorio.

—Todavía no me has preguntado cómo estoy, Gerlof —observó en voz baja.

Gerlof asintió.

—Y tú no me has llamado papá —contestó él.

Silencio.

—¿Cómo estás? —preguntó él.

—Bien —dijo Julia, lacónica.

—¿Todavía trabajas en el hospital?

—Sí —respondió ella, sin mencionar que llevaba mucho tiempo de baja por enfermedad. En cambio, añadió—: Pasé por Stenvik antes de venir aquí. Le eché un vistazo a la casa.

—¡Ah, sí! ¿Cómo estaba?

—Como siempre. Cerrada.

—¿Se ha roto alguna ventana?

—No —dijo Julia—, pero había un hombre por allí. O, mejor dicho, llegó mientras yo estaba allí.

—Seguro que era John —dijo Gerlof—. O Ernst.

—Se llamaba Ernst Adolfsson. ¿Os conocéis?

Gerlof asintió.

—Es escultor. Un viejo cantero. Es de Småland, pero…

—Pero es buena persona, ¿verdad? —interrumpió Julia con rapidez.

—Lleva viviendo aquí mucho tiempo —añadió Gerlof.

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