La hora del ángel (13 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Terror

BOOK: La hora del ángel
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Un grupo pequeño de ellos fue directamente a la casa en la que Toby había tocado para los jugadores de cartas y las damas. Mataron a tiros a los hombres presentes y a cuatro mujeres, y echaron a las restantes, y colocaron a sus propias chicas en el lugar de ellas.

—Nunca había visto esa clase de maldad —dijo Alonso—. Mis amigos no aguantarán a mi lado. ¿Con qué amigos cuento? Creo que mis amigos los apoyan en esto. Creo que mis amigos me han vendido. ¿Por qué si no han dejado que me hagan esto? No sé qué hacer. Mis amigos me echan la culpa a mí de lo ocurrido.

Toby miraba el arma. Alonso retiró el seguro, y luego volvió a ponerlo.

—¿Sabes lo que es esto? Esto dispara más balas de las que te puedes imaginar.

—¿Han matado a Elsbeth? —preguntó Toby.

—Le dispararon en la cabeza —dijo Alonso—. ¡Le dispararon en la cabeza!

Alonso empezó a gritar. Elsbeth era la razón por la que habían venido esos hombres, y los amigos de Alonso le dijeron lo tontos que habían sido Violet y él al darle refugio.

—¿Han matado a Violet? —preguntó Toby, y Alonso empezó a sollozar.

—Sí, han matado a Violet. —Lloró sin retenerse—. Mataron a Violet la primera, una anciana como ella. ¿Por qué lo han hecho?

Toby se puso a pensar. No pensó en todos los dramas policíacos que había visto por la televisión, ni en las historias de crímenes reales que había leído. Daba vueltas a sus propios pensamientos, sobre los que sobreviven en este mundo y los que no, los que son fuertes y resolutivos, y los débiles.

Se daba cuenta de que Alonso se estaba emborrachando. Era algo que detestaba.

Toby pensó mucho rato, y luego dijo:

—Tienes que hacerles a ellos lo que están intentando hacerte a ti.

Alonso lo miró y luego se echó a reír.

—Soy un viejo —dijo—. Y esos hombres se han propuesto matarme. ¡No puedo enfrentarme a ellos! Nunca he disparado un arma como ésa en mi vida.

Siguió hablando y bebiendo vino, cada vez más borracho y más furioso, y explicó que siempre se había cuidado de ofrecer las «cosas básicas», un buen restaurante, una casa o dos donde los hombres pudieran relajarse, jugar un poco a las cartas, tener un poco de compañía amistosa.

—Es el negocio inmobiliario —suspiró Alonso—. Si quieres saberlo, eso es lo que buscan. Tendría que haberme ido al infierno, lo más lejos posible de Manhattan. Y ahora es demasiado tarde. Estoy acabado.

Toby escuchó todo lo que dijo.

Esos criminales rusos se habían apoderado de su casa, y le habían llevado al restaurante una escritura de venta de la casa. También tenían otra escritura para el restaurante. Alonso, al que habían abordado a la hora del almuerzo con el restaurante abarrotado, se había negado a firmar nada.

Lo amenazaron con los abogados que llevaban sus negocios y los hombres del banco que trabajaba para ellos.

Pretendían que Alonso firmara la venta de sus negocios. Le prometieron que si firmaba las escrituras de venta y desalojaba el local, le darían una participación y no le harían daño.

—¿Darme una participación en mi propia casa? —aulló Alonso—. La casa no les basta. Quieren el restaurante que abrió mi abuelo. Eso es lo que de verdad quieren. Y entrarán en este hotel tan pronto como lo descubran. Han dicho que, si yo no firmaba los papeles, dejarían que su abogado se encargara de todo, y nadie encontraría nunca mi cadáver. Han dicho que harían en el restaurante las mismas cosas que hicieron en la casa. Lo harán de forma que a la policía le parezca un robo. Eso es lo que me han dicho. «Matarás a tu propia gente si no firmas.» Esos rusos son monstruos.

Toby sopesó lo que sucedería si los criminales entraban en el restaurante de noche, cerraban las cortinas metálicas que daban a la calle y mataban a todos los empleados. Sintió un escalofrío al darse cuenta de que la muerte rondaba muy cerca de él.

Sin palabras, imaginó los cuerpos de Jacob y Emily. Emily con los ojos cerrados bajo el agua.

Alonso bebió otro vaso de vino. Gracias a Dios, pensó Toby, había comprado dos botellas del mejor cabernet.

—Cuando yo esté muerto —dijo Alonso—, ¿qué pasará si encuentran a mi madre? —Cayó en un silencio hosco.

Pude ver a su ángel de la guarda a su lado, impasible al parecer pero esforzándose en consolarlo. Pude ver a otros ángeles en la habitación. Ésos no desprendían luz.

Alonso meditaba, y Toby hizo lo mismo.

—En cuanto firme esas escrituras —dijo Alonso—, en cuanto sean los propietarios legales del restaurante, me matarán.

Buscó en su chaquetón y sacó de allí otra arma larga. Explicó que era automática y podía disparar a ráfagas más munición incluso que la primera.

—Juro que me los llevaré por delante.

Toby no le preguntó por qué no iba a la policía. Conocía la respuesta a esa pregunta, y nadie en Nueva Orleans había confiado nunca en la policía para esa clase de asuntos. Después de todo, el padre de Toby había sido un policía borracho y corrupto. Una pregunta así no formaba parte de la naturaleza de Toby.

—Esas chicas que traen —dijo Alonso—. Son niñas, esclavas, sólo niñas. —Y añadió—: Nadie va a ayudarme. Mi madre se quedará sola. Nadie puede ayudarme.

Alonso comprobó el seguro de la segunda arma. Dijo que los mataría a todos si podía, pero no creía poder hacerlo. Estaba muy borracho ahora.

—No, no puedo hacerlo. Tengo que escapar, pero no hay escapatoria. Quieren las escrituras, que todo se haga de forma legal. Tienen hombres suyos en el banco, y puede que también en las oficinas del registro.

Rebuscó en la mochila y sacó todas las escrituras, y las desplegó sobre la mesa. Sacó también las dos tarjetas comerciales que le habían dado aquellos hombres. Ésos eran los papeles que Alonso aún no había firmado: su garantía contra la muerte.

Alonso se puso en pie, entró tambaleándose en el dormitorio, que era la única otra habitación de aquel lugar, y se tumbó en la cama. Empezó a roncar.

Toby examinó todos los papeles. Conocía la casa muy bien, la puerta trasera, las escaleras de incendios. Conocía la dirección del abogado cuyo nombre figuraba en la tarjeta, o por lo menos dónde se encontraba el edificio; conocía la dirección del banco, aunque como era lógico los nombres de aquellas personas no significaban nada para él.

Una visión gloriosa inundó a Toby, o mejor dicho a Vincenzo. ¿O debería llamarlo Lucky? Siempre había poseído una imaginación asombrosa y una gran capacidad para las imágenes visuales, y ahora vislumbró un plan y un gran salto adelante respecto de la vida que llevaba.

Pero era un salto hacia la oscuridad más absoluta.

Fue al dormitorio. Sacudió el hombro del viejo.

—¿Mataron a Elsbeth?

—Sí, la mataron —dijo el viejo con un suspiro—. Las demás chicas se escondieron debajo de las camas. Dos de ellas escaparon. Ellas vieron a esos hombres matar a Elsbeth. —Simuló una pistola con la mano e imitó el ruido de las detonaciones con los labios—. Soy hombre muerto.

—¿De verdad lo crees?

—Lo sé de cierto. Quiero que cuides de mi madre. Si aparecen por aquí mis hijos, no hables con ellos. Mi madre guarda todo el dinero que tengo. No hables con ellos.

—Lo haré —dijo Toby. Pero no era una respuesta a la súplica de Alonso. Era una simple confirmación privada.

Toby fue a la otra habitación, recogió las dos armas y salió por la puerta trasera del edificio. El callejón era estrecho, y había cinco pisos de pared a cada lado. Las ventanas, hasta donde podía ver, estaban todas cerradas. Examinó cada arma. Las probó. Las balas volaron a tal velocidad que le sobresaltaron.

Alguien abrió una ventana y le gritó que dejara de hacer ruido.

Volvió a entrar en su apartamento y metió las armas en la mochila.

El viejo estaba preparando el desayuno en la cocina. Puso un plato de huevos delante de Toby. Luego tomó asiento él mismo y empezó a untar una tostada en su huevo.

—Puedo hacerlo —dijo Toby—. Puedo matarlos.

Su patrón lo miró. Sus ojos estaban tan muertos como solían estarlo los de su madre. El viejo bebió medio vaso de vino y volvió a tropezones al dormitorio.

Toby se acercó a observarlo. El olor le hizo recordar a su padre y a su madre. La mirada muerta y vidriosa de su patrón cuando levantó la vista hacia Toby le hizo pensar en su madre.

—Estoy a salvo aquí —dijo el viejo—. Nadie conoce esta dirección. No está escrita en ningún lugar del restaurante.

—Bien —dijo Toby. Se sintió aliviado al oírlo, había tenido miedo de preguntarlo.

En la madrugada, mientras oía el tictac del reloj nuevo colocado en el estante de la cocinita, Toby estudió las escrituras y las dos tarjetas comerciales, y luego se guardó las tarjetas en el bolsillo.

Despertó otra vez a Alonso e insistió en que le describiera a los hombres que había visto, y Alonso intentó hacerlo, pero finalmente Toby se dio cuenta de que estaba demasiado borracho.

Alonso bebió más vino. Comió un mendrugo de pan seco. Pidió más pan, mantequilla y vino, y Toby le llevó todas esas cosas.

—Quédate aquí, y no pienses en nada hasta que yo vuelva —dijo Toby.

—Sólo eres un chico —dijo Alonso—. No puedes hacer nada en este asunto. Avisa a mi madre. Es todo lo que te pido. Dile que no llame a mis hijos de la Costa Oeste. Díselo...

—Quédate aquí y haz lo que te he dicho —dijo Toby, que se sentía poderosamente estimulado. Estaba haciendo planes. Tenía sueños muy específicos. Se sentía superior a todas las fuerzas reunidas en contra de él y de Alonso.

Toby estaba furioso, además. Lo estaba por el hecho de que alguien en el mundo creyera que él era un niño incapaz de hacer nada en este asunto. Pensó en Elsbeth. Pensó en Violet con su cigarrillo colgando del labio, repartiendo las cartas sobre el tapete verde de la mesa de la casa. Pensó en las chicas hablando entre ellas en susurros, sentadas en el sofá. Pensó en Elsbeth, una y otra vez.

Alonso lo observaba.

—Soy demasiado viejo para que me derroten de esta manera —dijo.

—Yo también —dijo Toby.

—Tú tienes dieciocho años —dijo Alonso.

—No —dijo Toby. Sacudió la cabeza—. No es cierto.

El ángel de la guarda de Alonso estaba a su lado, mirándolo con expresión apenada. Había llegado al límite de lo que podía hacer. El ángel de Toby estaba horrorizado.

Ninguno de los dos ángeles podía hacer nada. Pero no dejaron de intentarlo. Sugirieron a Toby y a Alonso que podían huir, sacar a la madre de Brooklyn y tomar un avión a Miami. Dejar que los violentos se apoderaran de lo que deseaban.

—Tienes razón al decir que te matarán tan pronto como hayas firmado esos papeles —dijo Toby.

—No tengo ningún sitio adonde ir. ¿Cómo puedo contarle esto a mi madre? —preguntó el viejo—. Debería matar a mi madre, para que no sufra. Debería matarla a ella y luego matarme yo, y así acabar con todo.

—¡No! —dijo Toby—. Quédate aquí como te he dicho.

Toby puso un disco de Tosca y Alonso se puso a tararear al compás de la música, y al poco roncaba otra vez.

Toby caminó varias manzanas hasta un drugstore, compró un tinte negro para el pelo y unas gafas oscuras con montura negra, poco favorecedoras pero a la moda. A un vendedor callejero de la calle Cincuenta y seis Oeste le compró un maletín de aspecto lujoso, y a otro, un falso reloj Rolex.

Entró en otro drugstore y compró una serie de objetos, cosas pequeñas en las que nadie se fijaría, como esas piezas de plástico que la gente se pone entre los dientes para dormir, y muchas bolsas de goma y de plástico como las que se usan para guardar los zapatos. Compró unas tijeras, un frasco de esmalte de uñas transparente y una lima de esmeril para pulir las uñas. Se detuvo de nuevo en un puesto callejero de la Quinta Avenida y compró varios pares de guantes ligeros de piel. Guantes bonitos. También compró un fular de casimir amarillo. Hacía frío y anudárselo al cuello le proporcionó una sensación de bienestar.

Se sintió poderoso mientras caminaba por la calle, se sintió invencible.

Cuando volvió al apartamento, Alonso seguía allí sentado, nervioso, y la voz que sonaba era la de Callas cantando Carmen.

—¿Sabes? —dijo Alonso—. Me da miedo salir.

—Haces bien —dijo Toby. Empezó a limarse las uñas y a igualarlas.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Alonso.

—Aún no estoy seguro —dijo Toby—, pero me he fijado en que si en el restaurante entran hombres con las uñas arregladas, la gente se da cuenta, sobre todo las mujeres.

Alonso se encogió de hombros.

Toby salió a comprar comida y varias botellas de un vino excelente, para ayudarles a pasar otro día.

—Puede que estén matando gente en el restaurante ahora —dijo Alonso—. Debería haber avisado a todos de que no vayan. —Suspiró y se sostuvo la voluminosa cabeza entre las manos—. No eché el cierre al restaurante. ¿Y si van allí y ametrallan a todo el mundo?

Toby se limitó a asentir con un gesto.

Luego salió, se alejó un par de manzanas y llamó al restaurante. Nadie contestó. Era una señal pésima. El restaurante debería de estar hasta los topes para el almuerzo, con gente colgada del teléfono anotando las reservas para la cena.

Toby reflexionó que había sido prudente al mantener en secreto su apartamento, al no hacer amistad con nadie más que con Alonso, al no fiarse de nadie del mismo modo que no se había fiado de nadie de adolescente.

Llegó el amanecer.

Toby se duchó y se tiñó de negro el pelo.

Su patrón dormía vestido en la cama de Toby.

Toby se puso un elegante traje italiano que Alonso le había comprado, y luego añadió otros detalles que lo hacían por completo irreconocible.

La pieza bucal de plástico cambiaba la forma de la boca. El grueso marco de las gafas de sol daba a su rostro una expresión distinta. Los guantes de color gris perla eran hermosos. Se envolvió el cuello en el fular amarillo. Se puso su único abrigo de casimir negro.

Rellenó los zapatos de forma que parecía un poco más alto de lo que era en realidad. Colocó las dos armas automáticas en su maletín, y la pistola pequeña en el bolsillo.

Examinó la mochila de su patrón. Era de piel negra, muy elegante. De modo que se la echó al hombro.

Llegó a la casa antes del amanecer. Una mujer que nunca había visto antes abrió la puerta principal. Le sonrió y lo invitó a entrar. No había nadie más a la vista.

Sacó el arma automática del maletín y disparó sobre ella, y disparó a los hombres que venían corriendo hacia él por el vestíbulo. Disparó a la gente que bajaba las escaleras a la carrera. Disparó a las personas que parecían correr directamente hacia el cañón de su arma, como si no creyeran en lo que estaba ocurriendo.

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