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Authors: Anne Rice

Tags: #Terror

La hora del ángel (5 page)

BOOK: La hora del ángel
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El plástico era el arma que podía utilizar con más facilidad si tropezaba con alguna dificultad, pero nunca se presentó la ocasión. Temía la sangre, y también la crueldad que implica. Detestaba la crueldad en cualquiera de sus formas. Me gustaba que todo fuera perfecto. En los dossiers me llamaban el Perfeccionista, el Hombre Invisible y el Ladrón de la Noche.

Confiaba por completo en la jeringuilla para este trabajo. Obviamente, puesto que el efecto deseado era un ataque al corazón.

La jeringuilla podía adquirirse en cualquier farmacia y era del tipo que usan los diabéticos, con una microaguja que algunas personas ni siquiera notarían. Y además del veneno había un segundo componente de acción rápida procedente de un medicamento también accesible para cualquiera, que privaría casi inmediatamente de sentido al sujeto, de modo que estuviera en coma cuando el veneno llegara al corazón. Todo rastro de ambas drogas desaparecería en el torrente sanguíneo en menos de una hora. La autopsia no revelaría nada.

Prácticamente todas las combinaciones químicas que yo utilizaba podían comprarse en cualquier establecimiento público del país. Es asombroso lo que puedes aprender sobre venenos cuando de verdad quieres hacer daño a la gente y no te preocupa lo que pueda ocurrirte a ti, tanto si te queda algún residuo de corazón o de alma, como si no. Tenía a mi disposición por lo menos veinte venenos distintos. Compraba las drogas en farmacias suburbanas, en pequeñas cantidades. De vez en cuando utilizaba las hojas de la adelfa, y en toda California crecen adelfas. Sabía cómo utilizar el veneno de las semillas del ricino.

Todo pasó como lo había planeado.

Eran aproximadamente las nueve y media. Cabello negro, gafas de montura negra. Olor a tabaco en los guantes manchados.

Tomé el pequeño ascensor rechinante hasta el último piso con otras dos personas que no me dirigieron ni una sola mirada, seguí los laberínticos pasillos, salí al jardín de hierba y lo crucé hasta la barandilla verde que daba al patio interior. Me recosté en la barandilla y observé el reloj.

Todo esto era mío. A la izquierda se extendía la larga galería cubierta por un tejado rojo, la fuente rectangular con sus chorros burbujeantes en forma de cestillo, la habitación al extremo, y la mesa y las sillas de hierro bajo la sombrilla verde, justo delante de la puerta de doble hoja.

Maldición. Cómo me habría gustado sentarme al sol, a la brisa fresca de California, en aquella misma mesa. Experimenté la intensa tentación de olvidarme de aquel trabajo y sentarme a la mesa hasta que mi corazón se apaciguara, y luego sencillamente irme, dejando allí la maceta con las flores para quienquiera que la encontrara.

Paseé perezosamente arriba y abajo por la galería, e incluso di la vuelta a la rotonda con sus empinadas escaleras de caracol, como si estuviera comprobando los números de las puertas, o sencillamente deteniéndome a mirarlo todo al pasar, por capricho. ¿Quién dice que el chico de las entregas no puede pararse a curiosear?

Por fin la dama salió de la suite Amistad y cerró la puerta de golpe. Bolso grande de cuero rojo de marca, taconeo apresurado con los zapatos adornados con oro y lentejuelas, falda estrecha, mangas recogidas, cabello rubio flotante. Hermosa y carísima, sin la menor duda.

Caminaba deprisa como si estuviera furiosa, y probablemente lo estaba. Me coloqué más cerca de la habitación.

Por la ventana del comedor de la suite vi la silueta borrosa del banquero, al otro lado de las cortinas blancas, inclinado sobre el ordenador del escritorio, sin advertir siquiera que yo lo estaba mirando, descuidado probablemente por el hecho de que durante toda la mañana los turistas se paraban a mirar.

Hablaba por un pequeño teléfono provisto de un auricular, y al mismo tiempo tecleaba.

Me dirigí a la doble puerta y llamé.

Al principio no contestó. Luego se acercó a regañadientes a la puerta, la abrió de par en par, me miró y dijo:

—¡Qué!

—De la gerencia, señor, con sus mejores deseos —dije, con el habitual susurro ronco porque la placa me dificultaba la pronunciación de las palabras. Levanté los lirios. Eran lirios muy hermosos.

Entonces pasé delante de él hacia el cuarto de baño, murmurando algo sobre el agua, que necesitaban agua, y con un encogimiento de espaldas el hombre volvió a su escritorio.

El cuarto de baño estaba abierto y vacío.

Podía haber alguien en el minúsculo compartimiento de los aseos, pero lo dudaba, y no oí un solo sonido revelador.

Sólo para asegurarme, entré en él por el agua, y la tomé del grifo de la bañera.

No, él era el único presente en la suite.

La puerta de la galería había quedado abierta de par en par.

Hablaba por teléfono y golpeaba el teclado del ordenador. Pude ver una cascada de números que titilaban.

Parecía alemán, y sólo conseguí entender que estaba irritado con alguien, y furioso, en general, con el mundo entero.

A veces los banqueros son los objetivos más fáciles, pensé. Creen que sus enormes riquezas les protegen. Casi nunca utilizan los guardaespaldas que necesitarían.

Me acerqué a él y coloqué las flores en el centro de la mesa del comedor, sin hacer caso del revoltijo de platos del desayuno. Él no se dio cuenta de que me había colocado a su espalda.

Por un instante me aparté de él y levanté la vista a la cúpula, que me era tan familiar. Miré los pinos pintados a lo largo de la base, sobre el fondo beige. Miré las palomas que ascendían a través de la neblina hacia el cielo azul. Me incliné sobre las flores. Me gustaba su fragancia. La aspiré y volvió a mi mente algún débil recuerdo de un lugar tranquilo y hermoso donde el aire estaba cargado del perfume de las flores. ¿Dónde había sido? ¿Era importante?

Y mientras, la puerta de la galería seguía abierta, y la brisa fresca entraba por ella. Cualquiera que paseara por allí vería la cama y la cúpula pero no a él, y tampoco a mí.

Me coloqué detrás de su silla y le inyecté en el cuello treinta unidades de la droga letal.

Sin levantar la vista se llevó la mano a la nuca como para ahuyentar un insecto, que casi siempre es lo que hacen, y entonces le dije, al tiempo que me guardaba la jeringuilla en el bolsillo:

—Señor, ¿no tiene una propina para un pobre mensajero?

Se volvió. Yo estaba encima de él, oliendo a tierra abonada y a tabaco.

Sus ojos fríos como el hielo me miraron furiosos. Y en ese momento, de pronto su cara empezó a cambiar. Su mano izquierda resbaló sobre el teclado del ordenador, y con la derecha se arrancó el auricular, que cayó al suelo. La mano cayó inerte, también. El teléfono cayó sobre el escritorio, y su mano izquierda sobre la rodilla.

Los rasgos de la cara se aflojaron y toda su irritación desapareció. Aspiró el aire e intentó sostenerse erguido con la mano derecha, pero no pudo encontrar el borde del escritorio. Entonces intentó levantar la mano hacia mí.

Rápidamente me quité los guantes de jardinero. Él no se dio cuenta. Ya no podía darse cuenta de casi nada.

Intentó ponerse en pie pero no pudo.

—Ayúdeme —susurró.

—Sí, señor —dije—. Quédese sentado hasta que se le pase.

Entonces, con los guantes de látex en las manos, apagué el ordenador y di la vuelta a la silla de modo que el hombre se desplomara sin ruido sobre el escritorio.

—Sí —dijo en inglés—. Sí.

—No se encuentra bien, señor —dije—. ¿Quiere que llame a un médico?

Levanté la vista a la galería desierta. Estábamos exactamente detrás de la mesa negra de hierro, y por primera vez me di cuenta de que en los tiestos toscanos rebosantes de geranios de pensamiento también había hibiscos. Las flores lucían muy hermosas, al sol.

Él se esforzaba en respirar.

Como he dicho, detesto la crueldad. Descolgué el teléfono interior que estaba a su lado, y sin marcar ningún número hablé al auricular apagado. Necesitamos un médico con urgencia.

Su cabeza se inclinó a un lado. Vi cerrarse sus ojos. Me parece que intentó hablar de nuevo, pero no consiguió decir una sola palabra.

—Ya vienen, señor —le dije.

A esas alturas, él no podía ver nada con claridad. Tal vez no veía nada en absoluto. Pero recordé la información que siempre te dan en el hospital, de que «el oído es lo último que se apaga».

Me lo dijeron cuando mi abuela agonizaba y yo quise encender el televisor en la habitación, y mi madre se echó a llorar.

Finalmente, el hombre cerró los ojos. Me sorprendió que pudiera hacerlo. Primero estaban entrecerrados, luego cerrados del todo. El cuello era una masa arrugada. No advertí el menor signo de respiración, ni la más mínima subida o bajada de su tórax.

Miré más allá de él, a través de las cortinas blancas, de nuevo a la galería. A la mesa negra, entre los tiestos toscanos, se había sentado un hombre que parecía mirarnos.

Yo sabía que no podía ver a través de las cortinas a esa distancia. Lo único que distinguiría era la blancura, y tal vez una silueta vaga. No me preocupé.

Necesitaba sólo unos instantes más, y luego podría marcharme a salvo, con la convicción de que el trabajo estaba concluido.

No toqué los teléfonos ni los ordenadores, pero hice un inventario mental de lo que había allí. Dos teléfonos móviles sobre el escritorio, tal como había señalado el jefe. Un teléfono descolgado en el suelo. Había más teléfonos en el cuarto de baño. Y otro ordenador, tal vez el de la mujer, sin abrir en la mesa colocada delante de la chimenea, entre los sillones de orejas.

Sólo estaba dando tiempo al hombre para morir mientras anotaba mentalmente todo aquello, pero cuanto más tiempo seguía en la habitación, peor me sentía. No estaba inquieto, sólo deprimido.

El extraño de la galería no me preocupaba. Que mirara todo lo que quisiera. Que mirara directamente el interior de la habitación.

Me aseguré de que los lirios estuvieran bien colocados, sequé unas gotas de agua que habían salpicado la superficie de la mesa.

A estas alturas, el hombre estaba muerto casi con toda seguridad. Sentí crecer en mi interior una desesperación intensa, una sensación de vacío total, ¿por qué no?

Me acerqué a comprobar su pulso. No lo encontré. Pero aún estaba vivo. Lo supe cuando toqué su muñeca.

Me incliné para oír si respiraba, y para mi incómoda sorpresa, escuché el débil suspiro de alguna otra persona.

«Algún otro...»

No podía ser el tipo de la galería, por más que seguía mirando hacia el interior de la habitación. Pasó una pareja. Luego apareció un hombre solo, mirando al cielo y a los lados, y se dirigió hacia las escaleras de la rotonda.

Atribuí a los nervios aquel suspiro. Había sonado junto a mi oído, como si alguien me susurrara. Era sólo la habitación lo que me ponía nervioso, pensé, por lo mucho que me gustaba, y porque la absoluta fealdad del crimen desgarraba mi alma.

Puede que fuera la habitación la que suspiraba de pena. Desde luego, yo deseaba hacerlo. Y quería irme.

Y entonces mi malestar interior se agravó, como solía ocurrirme en los últimos tiempos. Sólo que en esta ocasión era más fuerte, mucho más fuerte, y hablaba dentro de mi cabeza de un modo inesperado para mí.

«¿Por qué no te reúnes con él? Sabes que deberías ir a donde va él. Deberías tomar ese pequeño revólver que llevas debajo del sobaco derecho y colocarte el cañón debajo de la barbilla. Dispara hacia arriba. Tus sesos volarán tal vez hacia el techo, pero tú habrás muerto por fin y todo estará oscuro, más oscuro incluso de como está ahora, y te habrás separado para siempre de todos ellos, todos ellos: mamá, Emily, Jacob, tu padre, tu innombrable padre, y todos los que son como él, como el que acabas de asesinar con tus manos y sin piedad. Hazlo. No esperes más. Hazlo.»

No había nada nuevo en aquella depresión profunda, me recordé a mí mismo, en ese deseo acuciante de acabar de una vez, esa aguda y paralizante obsesión por alzar el revólver y hacer exactamente lo que la voz decía. Lo inusual era la claridad de la voz. La sentía como si estuviera a mi lado, en lugar de dentro de mí. Lucky le hablaba a Lucky, como tantas otras veces.

Fuera, el extraño se levantó de la mesa, y vi con frío asombro que entraba por la puerta abierta. Se detuvo en medio de la habitación, debajo de la cúpula, mirándome mientras yo seguía en pie detrás del moribundo.

El extraño tenía una figura bastante notable: alto y esbelto, con una mata de cabello negro suave y ondulado y ojos azules de una expresión extrañamente amistosa.

—Este hombre está enfermo, señor —dije de inmediato, apretando lo más que pude la lengua contra la placa—. Creo que necesita un médico.

—Está muerto, Lucky —dijo el extraño—. Y no escuches la voz que suena dentro de tu cabeza.

Aquello me resultó tan absolutamente inesperado que no supe qué hacer ni qué decir. Pero tan pronto como hubo pronunciado esas palabras, la voz de mi cabeza insistió:

«Acaba con todo. Olvida el revólver y las inevitables salpicaduras. Tienes otra jeringuilla en el bolsillo. ¿Vas a dejar que te atrapen? Tu vida es ya un infierno. Piensa lo que será cuando estés en prisión. La jeringuilla. Hazlo ahora.»

—No le hagas caso, Lucky —dijo el extraño. Parecía emanar de él una inmensa generosidad. Me miró con tanta intensidad que era casi devoción, y tuve la sensación inexplicable de que me amaba.

La luz varió. Una nube debía de haber destapado el sol porque la habitación se iluminó y lo vi a él con una claridad rara, aunque estaba muy acostumbrado a fijarme en la gente y memorizar sus rasgos. Tenía mi misma estatura, y me miraba con evidente ternura e incluso preocupación.

Imposible.

Cuando sabes que algo es desde todo punto imposible, ¿qué haces? ¿Qué había de hacer yo ahora?

Metí la mano en el bolsillo y palpé la jeringuilla.

«Eso es. No desperdicies los últimos preciosos minutos de tu odiosa existencia en entender a este tipo. ¿No ves que el Hombre Justo ha hecho un doble juego?»

»No es eso —dijo el extraño. Miró al hombre muerto y su rostro cambió hasta adoptar una expresión de pena perfecta, y entonces se dirigió de nuevo a mí.

»Es hora de que salgas de aquí conmigo, Lucky. Hora de que escuches lo que tengo que decirte.

No pude pensar de forma coherente. El pulso me atronaba los oídos, y con el dedo empujé, aunque sólo un poco, la caperuza de plástico de la jeringuilla.

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