Ella siguió examinándome, pensativa. ¿Me aceptaría?
—Dices que has perdido a dos hijas. Cuéntame lo que ocurrió. Y háblame de ese hombre. Sea lo que sea lo que me digas, no será utilizado en perjuicio de nadie, sino sólo para ayudaros a encontrar una solución.
—Muy bien —dijo—. Os contaré toda la historia, y tal vez en el relato encontremos la decisión, porque no nos enfrentamos a una tragedia común..., y ésta tampoco es una historia común.
___9___
La confesión de Fluria
—Hace catorce años, yo era muy joven y muy imprudente, y una traidora a mi fe y a todo lo que me es querido. Estábamos en Oxford entonces, y mi padre daba clases allí a algunos estudiantes. Visitábamos Oxford con frecuencia porque él tenía alumnos allí, estudiantes que querían aprender el hebreo y le pagaban bien las clases.
»Por primera vez, a lo que parece, había personas que deseaban aprender la antigua lengua. Y salían a la luz más y más documentos de tiempos remotos. Mi padre estaba muy solicitado como profesor, y era respetado tanto por los judíos como por los gentiles.
»Él pensaba que era bueno para los cristianos aprender el hebreo. Discutía con ellos cuestiones de fe, pero siempre en términos amistosos.
»Lo que no podía saber es que yo había entregado mi corazón sin reservas a un joven que por entonces estaba terminando sus estudios de Artes en Oxford.
»Él tenía casi veintiún años, y yo sólo catorce. Sentía por él una pasión tan grande como para abandonar mi fe, el amor de mi padre y cualquier herencia que pudiera recibir. Y aquel joven también me amaba tanto como para abandonar su propia fe si era necesario.
»Fue ese joven quien vino a avisarnos antes de los disturbios de Oxford, y nosotros pasamos el aviso a tantos judíos como pudimos, y así escaparon. De no haber sido por aquel joven, habrían desaparecido muchos más libros de los que perdimos, y también muchos objetos de valor que poseíamos. Mi padre sentía un gran cariño por ese joven, por agradecimiento pero también en general porque le agradaba su aguda inteligencia.
»Mi padre no tenía hijos varones. Mi madre había muerto al dar a luz a unos gemelos, ninguno de los cuales sobrevivió.
»Aquel joven se llamaba Godwin, y todo lo que necesitáis saber de su padre es que era un conde poderoso, rico, y furioso cuando se enteró de que su hijo se había enamorado de una judía, furioso cuando supo que sus estudios le habían puesto en contacto con una muchacha judía por la que estaba dispuesto a abandonarlo todo.
»Se había creado un lazo muy profundo entre el conde y Godwin. Godwin no era el primogénito, pero sí el favorito de su padre, y el tío de Godwin, que había muerto sin descendencia, legó a Godwin una fortuna en Francia tan grande por lo menos como la que había de heredar el hermano mayor, Nigel, de su padre.
»Entonces el padre se vengó de su decepción en la persona de Godwin.
»Lo envió a Roma para apartarlo de mí y educarlo en el seno de la Iglesia. Amenazó con denunciar la seducción, como él la llamaba, a menos que yo no volviera a pronunciar el nombre de Godwin y que Godwin partiera de inmediato y jamás volviera a mencionar mi nombre tampoco. Lo cierto es que el conde temía la desgracia que sobrevendría si se llegaba a conocer que Godwin sentía una gran pasión por mí, o si intentábamos contraer un matrimonio secreto.
»Podéis imaginar el desastre que habría supuesto para todos el que Godwin ingresara realmente en nuestra comunidad. Ha habido conversos a nuestra fe, sí, pero Godwin era hijo de un padre orgulloso y lleno de poder. ¡Imaginad las persecuciones! Ha habido tumultos por mucho menos que el hecho de que el hijo de un noble abrazara nuestra fe, en estos tiempos azarosos en que nos vemos constantemente perseguidos.
»En cuanto a mi padre, no sabía de qué se nos podía acusar, pero estaba tan harto como furioso. Que yo me convirtiera era impensable para él, y pronto consiguió que también fuera impensable para mí.
»Se sintió traicionado por Godwin. Había acogido a Godwin bajo su techo, para estudiar hebreo, para hablar de filosofía, para sentarse a los pies de mi padre y, sin embargo, el alumno había cometido la fechoría de seducir a la hija del gran maestro.
»Era un hombre con un corazón que rebosaba cariño hacia mí, porque yo era todo lo que tenía, pero se puso furioso con Godwin.
»Godwin y yo nos dimos cuenta pronto de que no había esperanza para nuestro amor. Atraeríamos tumultos y desastres, no importaba lo que hiciéramos. Si me convertía al cristianismo, sería expulsada de mi comunidad, la herencia que recibiría de mi madre sería confiscada, y mi padre se vería solo en su vejez, una idea que me resultaba insoportable. Las desgracias no serían menores para Godwin si se convertía al judaísmo.
»De modo que decidimos que Godwin iría a Roma.
»Su padre dio a entender que todavía albergaba sueños de grandeza para su hijo, una mitra de obispo sin duda, si no un capelo de cardenal.
»Godwin contaba con parientes en el poderoso clero de París y en Roma. Sin embargo, para él era un duro castigo verse forzado a pronunciar sus votos, porque no creía en el Dios de una ni de la otra religión, y se comportaba como un joven en extremo mundano.
»Mientras yo amaba su inteligencia, su humor y su pasión, otros admiraban la cantidad de vino que era capaz de beber en una velada y su habilidad como espadachín, como jinete o en el baile. De hecho, su alegría y su encanto, que a mí me sedujeron, iban acompañados de una gran elocuencia y afición a la poesía y al canto. Había escrito mucha música para laúd, y a menudo tocaba ese instrumento y me cantaba cuando mi padre se había acostado ya y no podía oírnos en las habitaciones de la planta baja.
»Una vida de eclesiástico era algo enteramente desabrido para Godwin. De hecho, habría preferido tomar la cruz e ir a guerrear a Tierra Santa, al encuentro de aventuras allí y en el camino.
»Pero su padre no se lo permitió, y dispuso las cosas de forma que lo envió a la más estricta y más ambiciosa de sus relaciones clericales en la Ciudad Santa, y le dijo que o bien se ordenaba o sería desheredado.
»Godwin y yo nos vimos una última vez, y fue entonces cuando me dijo que nunca debíamos volver a vernos. No le importaba lo más mínimo su carrera en la Iglesia. Dijo que su tío de Roma, el cardenal, tenía dos queridas. A sus otros primos también los consideraba unos hipócritas consumados, y hablaba de ellos con desprecio.
»“Toda Roma está llena de clérigos malvados y licenciosos —me dijo—, y de malos obispos, y yo seré uno más. Con un poco de suerte algún día me uniré a los cruzados, y lo tendré todo. Pero no te tendré a ti. No tendré a mi amada Fluria.”
»Por mi parte, me había dado cuenta de que no podía abandonar a mi padre, y me sentía muy desgraciada. No me parecía que pudiera seguir viviendo sin el amor de Godwin.
»Cuanto más nos repetíamos que no nos tendríamos el uno al otro, más nos indignábamos. Y creo que aquella noche estuvimos a punto de fugarnos juntos, pero no lo hicimos.
»Godwin ideó un plan.
»Nos escribiríamos. Sí, eso supondría por mi parte desobedecer a mi padre, sin la menor duda, y lo mismo ocurría con Godwin, pero las cartas nos parecían el medio a través del cual acumularíamos más fuerzas para obedecer a nuestros padres. Nuestras cartas, ignoradas por nuestros progenitores, nos ayudarían a aceptar sus exigencias.
»“Si pensara que no íbamos a tener ni siquiera eso —dijo Godwin—, la expansión de nuestros corazones por escrito, me faltaría valor para partir de aquí ahora.”
»Godwin fue a Roma. Su padre hizo más o menos las paces con él, porque no podía soportar seguir enfadado. Y así fue como Godwin se marchó un día, muy temprano, sin más despedidas.
»Ahora bien, mi padre, a pesar de que era, y es, un gran estudioso, casi no veía, lo que da mayor valor aún a la buena educación que recibí, aunque creo que de no haber sido él casi ciego, mi educación habría sido la misma.
»Lo que quiero decir es que me resultó fácil mantener en secreto nuestras cartas, aunque lo cierto es que pensé que Godwin me olvidaría muy pronto y se vería arrastrado por la atmósfera licenciosa en la que sin duda se iba a sumergir.
»Mientras tanto, mi padre me sorprendió. Me dijo que sabía que Godwin me escribiría, y añadió: “No voy a prohibirte esas cartas, pero no creo que haya muchas, y con ellas no harás otra cosa que hipotecar tu corazón.”
»Los dos estábamos del todo equivocados. Godwin escribió cartas desde cada una de las ciudades por las que pasó en su viaje. Las cartas fueron llegando, a veces al ritmo de dos por día, traídas por mensajeros tanto gentiles como judíos, y yo me encerraba en mi habitación siempre que podía y exprimía mi corazón en tinta. Lo cierto es que nuestro amor parecía crecer más aún en las cartas, y nos convertimos en dos seres profundamente unidos el uno al otro sin que nada, nada en absoluto, pudiera separarnos.
»No importa. Pronto tuve una preocupación mayor que las que había previsto. Pasados dos meses, la medida de mi amor por Godwin quedó perfectamente patente, y hube de decírselo a mi padre. Estaba embarazada.
»Otro padre me habría abandonado, o algo peor. Pero el mío siempre me había adorado. Era la única superviviente de sus hijos. Y creo que había en él un genuino deseo de tener un nieto, aunque nunca lo expresó en palabras. Después de todo, ¿qué le importaba a él que el padre fuera gentil, si la madre era judía? De modo que mi padre se trazó un plan.
»Empaquetó todas nuestras pertenencias y nos marchamos a una pequeña ciudad de Renania, donde había estudiosos que conocían a mi padre, pero no había familiares nuestros.
»Un rabino anciano, que admiraba mucho los escritos de mi padre sobre el gran maestro judío Rashi, accedió a casarse conmigo y presentar como suyo el hijo que yo esperaba. El suyo fue en verdad un gesto de una gran generosidad. Dijo: “¡He visto tanto sufrimiento en este mundo! Seré un padre para ese niño si así lo quieres, y nunca reclamaré los privilegios de un esposo, cosa para la que además me encuentro ya demasiado viejo.”
»No tuve un hijo de Godwin sino dos, dos preciosas gemelas, tan exactamente iguales que ni yo misma podía distinguir siempre a la una de la otra y hube de atar una cinta azul al tobillo de Rosa para diferenciarla de Lea.
»Sé que me interrumpiríais ahora si pudierais, y sé también lo que estáis pensando, pero dejadme continuar.
»El anciano rabino murió antes de que las niñas cumplieran un año. En cuanto a mi padre, amaba a las dos pequeñas y daba las gracias al cielo por haberle concedido aún algo de vista para contemplar sus preciosas caras antes de quedarse completamente ciego.
»Sólo cuando regresamos a Oxford me confesó que había hecho gestiones para colocar a las niñas con una matrona de edad madura en Renania, y luego la había decepcionado debido a su amor por mí y por las pequeñas.
»Durante todo el tiempo que viví en Renania escribí a Godwin, pero no le dije una sola palabra de las niñas. Le había dado razones vagas para el viaje: que tenía relación con la adquisición de libros difíciles de encontrar tanto en Francia como en Inglaterra, y que mi padre me dictaba muchos trabajos y necesitaba esos libros para los tratados que ocupaban todos sus pensamientos.
»Esos tratados en los que trabajaba continuamente, y los libros, todo era verdad pura y simple.
»Nos instalamos en nuestra antigua casa de la judería de Oxford, en la parroquia de St. Aldate, y mi padre empezó de nuevo a aceptar discípulos.
»Como el secreto de mi amor por Godwin había sido crucial para ambas partes, nadie estaba enterado de él, y se aceptó sin más que mi anciano marido había muerto en el extranjero.
»Mientras viajé no recibí cartas de Godwin, de modo que había muchas esperándome cuando volví a Oxford. Me puse a abrirlas y leerlas mientras las niñas estaban con sus amas, y empecé a discutir frenéticamente conmigo misma sobre si debía hablar a Godwin de sus hijas, o no.
»¿Iba a decir a un cristiano que tenía dos hijas que serían criadas como judías? ¿Cuál sería su respuesta? Por supuesto, él podía tener cantidad de bastardos en la Roma que me describía y con las compañías mundanas que frecuentaba y de las que no hablaba sino con un desprecio nada disimulado.
»Lo cierto es que no quise causarle un disgusto ni confesarle los sufrimientos que había padecido por mi parte. Nuestras cartas estaban llenas de poesía y de pensamientos tan profundos que se despegaban tal vez de la realidad, y yo deseaba mantener así las cosas porque, en verdad, aquella relación era para mí más real que la vida de todos los días. Ni siquiera el milagro de aquellas dos niñas hizo disminuir mi creencia en el mundo que edificábamos con nuestras cartas. Nada podía conseguirlo.
»Pero justo en el momento en que tomé la decisión de guardar un escrupuloso silencio sobre ese tema, llegó una carta muy sorprendente de Godwin, que quiero recitaros de memoria tan bien como pueda. De hecho conservo la carta en mi poder, pero escondida en un lugar seguro entre mis cosas, y Meir nunca la ha visto, y no puedo soportar la idea de sacarla para darle lectura, de modo que os contaré su contenido con mis propias palabras.
»De todos modos, creo que mis palabras son las mismas que utilizó Godwin. Dejad que os lo explique.
»Empezaba como en otras ocasiones con sus descripciones de la vida en la Ciudad Santa.
»“De haberme convertido a tu fe —escribía—, y si nosotros dos fuéramos un hombre honrado y su esposa, pobres y felices con toda probabilidad, eso sería preferible a los ojos del Señor, si el Señor existe, que una vida como la que llevan aquí unos hombres para quienes la Iglesia no es otra cosa que una fuente de poder y de codicia.”
»Pero luego explicaba un suceso extraño.
»Al parecer, había ido muchas veces a visitar una tranquila pequeña iglesia, y allí, sentado en el suelo de piedra con la espalda apoyada en el muro frío, hablaba con desprecio al Señor de las ingratas perspectivas que veía para sí mismo como sacerdote u obispo mujeriego y bebedor. “¿Cómo puedes haberme enviado aquí —preguntaba a Dios—, a vivir entre seminaristas al lado de los cuales mis amigos de francachelas de Oxford parecen unos santos?” Rechinaba los dientes mientras murmuraba estas frases, e incluso insultaba al Creador de todas las cosas recordándole que él, Godwin, no creía en Él y consideraba su Iglesia como un edificio construido sobre las mentiras más ignominiosas.