Ahora el gentío había disminuido mucho, y más y más personas se unían a la procesión.
El sheriff se dirigió a dos de sus hombres montados.
—Escoltad a Isaac, hijo de Salomón, hasta su casa —dijo—. Y vosotros, todos, marchaos e id con los sacerdotes a rezar a la catedral.
—No hay que apiadarse de ninguno de ellos —insistió lady Margaret, aunque no alzó la voz para dirigirse a los rezagados—. Son culpables de una multitud de pecados, y leen libros de magia negra que tienen en más aprecio que la Santa Biblia. Oh, yo he causado todo esto por apiadarme de esa niña. Y cuánto dolor siento al encontrarme deudora de la misma gente que la asesinó.
Los soldados dieron escolta al anciano, y sus caballos acabaron de dispersar a los últimos mirones. Pude darme cuenta entonces con más claridad de que muchos habían ido detrás de las linternas de la procesión.
Tendí entonces mi mano a lady Margaret.
—Señora —dije—, dejadme entrar y hablar con ellos. No soy de esta ciudad. No pertenezco a ninguno de los dos bandos en este conflicto. Dejad que vea si puedo descubrir la verdad. Y estad segura de que este misterio podrá quedar resuelto con la luz del día.
Ella me dirigió una mirada casi tierna, y luego asintió con un gesto cansado. Se volvió, y de la mano de su hija se unió a la cola de la procesión que se dirigía a la capilla del pequeño san Guillermo. Alguien puso en sus manos un cirio encendido cuando miró hacia atrás, y ella lo tomó agradecida y siguió su camino.
Los soldados montados dispersaron a todo el resto. Sólo siguieron allí los dominicos, que me miraban como si yo fuera un traidor. O peor aún, un impostor.
—Perdonadme, fray Antonio —dije—. Si encuentro alguna prueba de que esa gente es culpable, os lo comunicaré al instante.
El hombre no supo qué contestar.
—Vosotros los estudiantes pensáis que lo sabéis todo —dijo fray Antonio—. Yo también he hecho mis estudios, aunque no en Bolonia ni en París. Pero sé distinguir el pecado cuando lo veo.
—Sí, y yo os prometo un informe completo —respondí.
Finalmente, él y los demás dominicos se dieron la vuelta y se alejaron. La oscuridad se los tragó.
El sheriff y yo seguimos junto a la puerta de la casa de piedra, con lo que ahora parecía un exceso de soldados a caballo en las proximidades.
La nieve caía aún con mucha suavidad, como lo había hecho durante todo el alboroto. De pronto lo vi todo limpio y blanco a pesar del gentío que se había apiñado en aquel mismo lugar, y también me di cuenta de que me estaba helando.
En aquella calle estrecha los caballos de los soldados parecían nerviosos. Pero llegaban más hombres montados, algunos de ellos provistos de linternas, y pude oír el eco de los cascos en las vías vecinas. Ignoraba si el barrio de la judería era muy grande, pero estaba seguro de que ellos sí lo sabían. Sólo ahora me di cuenta de que todas las ventanas de esta parte de la ciudad estaban a oscuras, a excepción de las del piso alto de la casa de Meir y Fluria.
El sheriff golpeó la puerta.
—Meir y Fluria, salid —pidió—. Por vuestra propia seguridad, venid conmigo ahora. —Se volvió a mí y habló entre dientes—. Si es necesario me los llevaré de aquí y los tendré a buen recaudo hasta que acabe esta locura, porque si no, esa gente es capaz de prender fuego a todo Norwich sólo para quemar la judería.
Me recosté de nuevo contra la pesada puerta de madera, y dije en voz suave pero audible:
—Meir y Fluria, estoy aquí para ayudaros. Soy un hermano que cree en vuestra inocencia. Por favor, dejadnos entrar.
El sheriff se limitó a mirarme.
Pero un instante después oímos que levantaban la tranca de la puerta, y ésta se abrió.
___7___
Meir y Fluria
Una brillante rendija de luz reveló a un hombre alto, de cabello oscuro, con ojos hundidos que nos atisbaban desde un rostro muy pálido. Llevaba un manto de seda castaña y la acostumbrada etiqueta amarilla en el pecho. Sus pómulos salientes parecían haber sido bruñidos, tan tensa estaba la piel.
—Se han ido por el momento —dijo el sheriff en tono familiar—. Déjanos entrar. Y preparaos tú y tu mujer para venir conmigo.
El hombre desapareció, y el sheriff y yo nos deslizamos en el interior de la casa.
Seguí al sheriff por una escalera estrecha muy iluminada y alfombrada hasta una hermosa sala, donde una mujer esbelta y elegante estaba sentada junto a una gran chimenea.
Dos sirvientas aguardaban entre las sombras.
El suelo estaba cubierto por ricas alfombras turcas, y de todas las paredes colgaban tapices, aunque éstos tenían sólo dibujos geométricos. Pero el mayor ornato de la sala era la mujer.
Era más joven que lady Margaret. Su cofia blanca y su tocado ocultaban sus cabellos por completo, y ponían de relieve una tez morena y unos hermosos ojos de un color castaño oscuro. Vestía un brial de un color rosa vivo, con mangas abotonadas, y debajo una camisa con bordados de hilo de oro. Calzaba zapatos fuertes, y vi su manto colgado del respaldo de la silla. Se había vestido y preparado para salir de la casa.
Había un gran estante para libros adosado a una de las paredes, abarrotado de volúmenes encuadernados en piel, y un amplio escritorio de madera sobre el que se amontonaban lo que parecía ser libros de cuentas y hojas de pergamino cubiertas de escritura. Unos pocos volúmenes de lomos oscuros estaban colocados a un lado. Y en otra pared vi lo que podía ser un mapa, pero quedaba demasiado lejos de la luz del fuego para que pudiera estar seguro.
El hogar era alto y el fuego muy vivo, y había sillas dispersas a su alrededor, de gruesa madera oscura tallada y con almohadones en el asiento. También se veían en la zona de sombra bancos dispuestos en filas, como si de vez en cuando vinieran aquí estudiantes.
La mujer se puso en pie de inmediato, y recogió su manto con capucha del respaldo de la silla. Habló en tono suave y tranquilo.
—¿Puedo ofreceros un poco de vino especiado caliente antes de marcharnos, señor sheriff?
El hombre parecía paralizado a la vista de los acontecimientos, como si no pudiera resolverse a actuar en un sentido u otro, y aquello le avergonzara. Era bien parecido desde cualquier punto de vista, y tenía unas manos finas y elegantes, y una profundidad soñadora en la mirada. Parecía infeliz. Casi desesperado. Me pareció imposible animarlo.
—Sé que es lo que se ha de hacer —dijo la mujer—. Me llevaréis al castillo por mi propia seguridad.
Me recordó a alguien que había conocido antes, pero no identifiqué a quién ni por qué razón, y tampoco tuve tiempo para hacerlo. Ella decía:
—Hemos hablado con los ancianos, con el Magister de la sinagoga. Hemos hablado con Isaac, y con sus hijos. Todos estamos de acuerdo. Meir escribirá a París, a sus primos de allí. Así conseguirá una carta de mi hija que verifique que está viva...
—No bastará —la interrumpió el sheriff—. Y es peligroso que Meir se quede aquí.
—¿Por qué decís eso? —preguntó ella—. Todo el mundo sabe que no se irá de Norwich sin mí.
—Es verdad —reflexionó el sheriff—. Muy bien.
—Y suscribirá la entrega de mil marcos de oro para el priorato de los dominicos.
El sheriff alzó las manos en señal de que lamentaba la situación, y asintió.
—Dejad que me quede aquí —dijo Meir con voz tranquila—. Debo escribir esas cartas y también hablar más de estas cosas con los demás.
—Correrás peligro —dijo el sheriff—. Cuanto antes consigas algo de dinero, incluso entre los judíos de la ciudad, mejor será para ti. Pero a veces el dinero no basta para detener estas cosas. Yo propongo que vayas a buscar a vuestra hija y vuelvas a traerla a casa.
Meir sacudió la cabeza.
—No quiero obligarla a viajar de nuevo con este tiempo —dijo, pero su voz era insegura y supe que no decía la verdad y se avergonzaba de ello—. Mil marcos de oro y cuantas deudas podamos condonar. Yo carezco de la habilidad de mi pueblo para comerciar con dinero —siguió diciendo—. Soy un hombre de estudios, como bien sabéis vos y saben vuestros hijos, señor sheriff. Pero puedo volver a hablar con todos los de aquí, y sin duda podremos llegar a una suma...
—Es probable —dijo el sheriff—. Pero hay algo que te pido antes de seguir protegiéndoos. Vuestro libro sagrado, ¿cuál es?
Meir, de piel ya de por sí clara, palideció aún más. Se acercó despacio al escritorio y tomó de allí un gran volumen encuadernado en cuero. Tenía unas letras hebreas profundamente grabadas en oro.
—La Torá —susurró. Miraba desolado al sheriff.
—Pon la mano en él y júrame que sois inocentes de toda culpa en este asunto.
Pareció que el hombre iba a perder el conocimiento. En sus ojos vi una luz remota, como si soñara y su sueño fuera una pesadilla. Pero no perdió el conocimiento, por supuesto.
Yo deseaba desesperadamente intervenir, pero ¿qué podía hacer? «Malaquías, ayúdalo.»
Por fin, sosteniendo el pesado libro en su mano izquierda, Meir puso la derecha sobre la cubierta y, en voz baja y temblorosa, dijo:
—Juro que nunca en mi vida he hecho daño a ningún ser humano, y nunca lo haría a la hija de Fluria, Lea. Juro que no la he perjudicado en ningún aspecto, de ninguna manera, y que siempre la he tratado con el amor y la ternura que cabe esperar de un padrastro, y que ella está..., se ha ido de aquí.
Miró al sheriff.
Ahora el sheriff sabía que la niña había muerto.
Pero el sheriff hizo sólo una pequeña pausa, y luego asintió.
—Vamos, Fluria —dijo el sheriff. Se volvió a Meir—. Cuidaré de tu seguridad y de que tengas toda clase de comodidades. Haré que los soldados lo comenten por la ciudad. Yo mismo hablaré con los dominicos. ¡Hacedlo vos también! —Me miró a mí. Luego se dirigió de nuevo a Meir—. Consigue el dinero tan pronto como te sea posible. Condona las deudas en la medida de vuestras posibilidades. Será un duro esfuerzo para toda la comunidad, pero no ruinoso.
Las sirvientas y la mujer bajaron la escalera, y el sheriff las siguió. Abajo, oí que alguien atrancaba la puerta detrás del grupo.
Ahora el hombre me miraba en silencio.
—¿Por qué queréis ayudarme? —preguntó. Parecía tan abatido y desanimado como un mortal puede estarlo.
—Porque has rezado pidiendo ayuda —respondí—, y si puedo ser la respuesta a esa petición, lo haré.
—¿Os burláis de mí, hermano? —preguntó.
—Nunca —dije—. Pero la muchacha, Lea, está muerta, ¿no es así?
Se limitó a mirarme largo rato sin decir nada. Luego tomó asiento en la silla que estaba detrás del escritorio.
Yo me senté en la silla oscura de respaldo alto situada delante de él. Quedamos los dos frente a frente.
—Ignoro de dónde venís —dijo Meir entre dientes—. No sé por qué confío en vos. Sabéis tan bien como yo que son vuestros compañeros los frailes dominicos los que atizan la persecución contra nosotros.
»Hacer campaña para un nuevo santo, ésa es su misión. Como si Norwich no tuviera bastante para siempre con la obsesión del pequeño san Guillermo.
—Conozco la historia del pequeño san Guillermo —dije—. La he oído a menudo. Un niño crucificado por la Pascua judía. Un montón de mentiras. Y unas reliquias para atraer peregrinos a Norwich.
—No digáis esas cosas fuera de esta casa —dijo Meir—. Os despedazarían miembro a miembro.
—No estoy aquí para discutir con ellos sobre ese tema. Estoy aquí para ayudarte a resolver el problema con el que te enfrentas. Dime lo que ha ocurrido, y por qué razón no habéis huido.
—¿Huido? —exclamó—. Si huyéramos seríamos culpables, condenados y perseguidos, y esta locura se tragaría no sólo Norwich sino cualquier judería en la que buscáramos refugio. Creedme, en este país un motín en Oxford puede prender la chispa de otro motín en Londres.
—Sí, me consta que tienes razón. ¿Qué ha ocurrido?
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Murió —dijo en un susurro—. De la pasión ilíaca. Al final el dolor desapareció, como sucede con frecuencia. Estaba serena. Pero sólo estaba fría al tacto porque la habíamos cubierto de paños fríos. Y cuando recibió a sus amigas lady Margaret y Nell, la bajada de la fiebre era sólo aparente. Al día siguiente de madrugada murió en los brazos de Fluria, y Fluria... pero no puedo contároslo todo.
—¿Está enterrada bajo el gran roble?
—Claro que no —dijo, despectivo—, y esos borrachos nunca nos vieron sacarla de aquí. Nadie nos vio. Yo la llevé en brazos, apretada contra mi pecho, con la ternura con que se lleva a una novia. Y caminamos durante horas por el bosque hasta llegar a la ribera de un arroyo, y allí la restituimos a la tierra en una tumba poco profunda, envuelta tan sólo en una sábana, y rezamos juntos mientras colocábamos unas piedras sobre la tumba. Es todo lo que pudimos hacer por ella.
—¿Hay alguien en París que pueda escribir una carta que sea creída aquí? —pregunté.
Alzó la vista como si despertara de un sueño y pareció maravillarse de mi disposición a colaborar en un engaño.
—Sin duda habrá allí una comunidad judía...
—Oh, por supuesto —dijo—. Vinimos aquí de París, los tres, hace poco, porque yo heredé esta casa y otros bienes que me dejó mi tío al morir. Sí, hay una comunidad en París, y hay un dominico en esa ciudad que muy bien podría ayudarnos, y no tendría escrúpulos en escribir una carta simulando que la niña está viva. Lo haría porque es amigo nuestro, y se pondría de nuestro lado en este asunto, y nos creería, y abogaría por nosotros.
—Eso podría ser todo lo que necesitáramos. Ese dominico ¿es hombre de estudios?
—Brillante, y discípulo de los mayores maestros de allí. Doctor en leyes además de estudiante de teología. Y muy agradecido a nosotros por un favor muy poco corriente. —Se detuvo un instante—. Pero ¿y si me equivoco? ¿Y si me equivoco por completo y se vuelve contra nosotros? También tiene motivos para eso, el cielo lo sabe.
—¿Puedes explicármelo?
—No, no puedo.
—¿Cómo podrás decidir si va a ayudarte o va a volverse en tu contra?
—Fluria lo sabrá. Fluria sabrá a la perfección qué hemos de hacer, y sólo Fluria podrá explicároslo. Si Fluria dice que es conveniente que yo escriba a ese hombre...
De nuevo hizo una pausa. No confiaba en ninguna de sus propias decisiones. Ni siquiera se les podía llamar decisiones.
—Pero yo no puedo escribirle. Me vuelvo loco sólo de pensarlo. ¿Y si se presenta aquí y nos señala con el dedo?