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Authors: Anne Rice

Tags: #Terror

La hora del ángel (29 page)

BOOK: La hora del ángel
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Escuchaba absorto lo que yo le decía. Me di cuenta de que estaba sopesando todos los aspectos. Las niñas, por su condición de conversas, podrían ser expulsadas de la comunidad judía y perder su fortuna. Fluria me había hablado de eso. Pero yo me aferraba a la idea de una Rosa apasionada pretendiendo ser una indignada Lea para rechazar a las fuerzas que amenazaban a la judería, y sin duda nadie en Norwich reclamaría que la otra gemela se presentara también allí.

—¿No lo ves? —dije—. Es una historia que se ajusta a todos los puntos importantes.

—Sí, muy bien pensada —contestó, pero seguía ensimismado.

—Explica por qué se fue Lea. La influencia de lady Margaret le hizo aceptar la fe cristiana. Y le entró el deseo de reunirse con su hermana cristiana. El Señor sabe bien que todo el mundo en Inglaterra y en Francia arde en deseos de convertir a la tribu de los judíos en cristianos. Y resulta sencillo explicar que Meir y Fluria han hecho tanto misterio del asunto porque para ellos se trataba de una doble desgracia. En cuanto a ti y a tu hermano, sois los tutores de las gemelas conversas. Todo está muy claro en mi mente.

—Lo veo —dijo despacio.

—¿Crees que Rosa podrá representar el papel de su hermana Lea? —pregunté—. ¿La crees capaz de una cosa así? ¿Nos ayudará tu hermano? ¿Te parece que Rosa estará dispuesta a intentarlo?

Pensó en esas cosas largo rato, y luego dijo sencillamente que teníamos que ir a ver a Rosa de inmediato, aunque era tarde y, como era evidente, ya oscurecía.

Cuando miré por la pequeña ventana de la celda, sólo vi oscuridad, aunque podía ser debido al espesor de la nieve que caía.

De nuevo tomó asiento y se dedicó a escribir una carta. Y me la iba leyendo en voz alta mientras escribía.

—Querido Nigel, tengo gran necesidad de ti, porque Fluria y Meir, mis queridos amigos y amigos de mis hijas, se encuentran en un grave peligro debido a sucesos recientes que no puedo explicarte, pero que te confiaré en cuanto nos encontremos. Te pido que vayas de inmediato a la ciudad de Norwich y allí me esperes, porque esta misma noche emprenderé viaje hacia allí. Preséntate al lord sheriff, que guarda a muchos judíos en la torre del castillo para protegerlos, y hazle saber que conoces bien a los judíos en cuestión, y que eres el tutor de sus dos hijas —Lea y Rosa—, que se han hecho cristianas y viven ahora en París, bajo la guía del hermano Godwin, su padrino y su devoto amigo. Ten en cuenta, por favor, que los habitantes de Norwich no saben que Meir y Fluria tienen dos hijas, y están muy extrañados por el hecho de que la única niña que conocen se haya marchado de la ciudad.

»Insiste en que el lord sheriff mantenga en secreto estas noticias hasta que yo pueda verte y te explique con más detalle por qué hemos de emprender estas acciones ahora.

—Espléndido —dije—. ¿Crees que tu hermano hará lo que le pides?

—Mi hermano hará cualquier cosa por mí —contestó—. Es un hombre amable y cariñoso. Le diría más cosas de estar seguro de que no hay peligro de que la carta caiga en malas manos.

De nuevo secó sus muchas frases y su firma, plegó la carta, la cerró con lacre y luego se levantó, me rogó que esperara un momento y salió de la habitación.

Estuvo algún tiempo ausente.

Al mirar a mi alrededor la habitación, con su olor a tinta y a pergamino viejo, a piel de encuadernar y a brasas, se me ocurrió la idea de que yo podría pasar aquí feliz mi vida entera, y que de hecho estaba viviendo una nueva vida tan superior a nada de lo que hubiera conocido antes, que casi me entraban ganas de llorar.

Pero no era momento para pensar en mí mismo.

Cuando Godwin volvió, estaba sin aliento y parecía algo más tranquilo.

—La carta partirá mañana por la mañana, y viajará con mucha más rapidez que nosotros camino de Inglaterra, porque la he enviado a la atención del obispo que rige la sede de St. Aldate y la mansión solariega de mi hermano, y él entregará la carta en propia mano a Nigel. —Me miró y de nuevo asomaron las lágrimas a sus ojos—. Yo no podría haber hecho esto solo —me dijo, agradecido.

Tomó su manto del clavo del que colgaba, y el mío también, y nos abrigamos para afrontar la nieve que caía fuera. Empezó a envolverse las manos en los trapos que había dejado a un lado, pero yo metí la mano en mi bolso al tiempo que murmuraba una oración, y saqué un par de guantes.

«¡Gracias, Malaquías!»

Él miró los guantes y, con un gesto de asentimiento, tomó los que le ofrecía y se los puso. Vi que no le gustaban la piel fina ni el adorno del ribete, pero había una tarea que teníamos que llevar a cabo.

—Ahora, vamos a ver a Rosa —dijo—, para contarle lo que ya sabe y preguntarle qué quiere hacer. Si no quiere hacer lo que le pedimos, o piensa que no va a ser capaz, iremos nosotros a testificar a Norwich por nuestra cuenta.

Hizo una pausa y murmuró «testificar», y supe que le asustaba la cantidad de mentiras que implicaba.

—No pienses en ello —dije—. Habrá un baño de sangre si no lo hacemos. Y esas dos buenas personas, que no han hecho nada malo, morirán.

Asintió, y salimos al exterior.

Un chico con una linterna, y con el aspecto de un bulto de ropas de lana, nos esperaba fuera, y Godwin le dijo que íbamos al convento donde vivía Rosa.

Pronto caminábamos apresurados por las calles oscuras; pasamos más de una vez delante de la puerta de una taberna ruidosa, pero en general avanzamos a tientas detrás del chico que alzaba en alto la linterna, bajo la nieve espesa que volvía a caer.

___14___

Rosa

El convento de Nuestra Señora de los Ángeles era grande, macizo y lujosamente dispuesto. La inmensa sala en la que nos recibió Rosa contaba con el mobiliario más hermoso y lujoso que yo había visto nunca. El fuego del hogar fue de inmediato alimentado y atizado para nosotros, y dos jóvenes monjas, con gruesos hábitos de lana y algodón, nos sirvieron pan y vino en la larga mesa. Había muchos taburetes con almohadones y los tapices más espectaculares que nunca haya visto en ninguna parte. Los suelos brillantes de mármol estaban cubiertos por alfombras.

En los candelabros de las paredes ardían los velones, y era fascinador ver cómo los gruesos vidrios coloreados y emplomados en forma de rombo de los ventanales captaban el reflejo de las luces.

La abadesa, una mujer impresionante de cuya mera presencia emanaba un halo de autoridad, era sin duda buena amiga de Godwin, y se retiró tan pronto como anunciamos el motivo de nuestra visita.

En cuanto a Rosa, vestida con un hábito blanco superpuesto a una gruesa túnica que podía haber sido un camisón, era la imagen de su madre, a excepción de sus sorprendentes ojos azules.

Por un momento me asombré al ver fundidos en su rostro el color de la tez de la madre y la vibración del padre. Los ojos eran parecidos a los de Godwin hasta un punto desconcertante.

El cabello negro, espeso y rizado, caía suelto sobre sus hombros y su espalda.

A los catorce años era ya plenamente una mujer, tanto por sus formas como por el porte.

En su persona se habían reunido y fundido todas las cualidades de sus padres.

—Has venido a decirme que Lea ha muerto, ¿verdad? —dijo de inmediato a su padre, después de que él la besó en ambas mejillas y en la frente.

Él empezó a llorar. Se sentaron el uno junto a la otra, frente al fuego.

Ella sostuvo las manos de él entre las suyas, y asintió más de una vez como si hablara consigo misma sobre aquello. Y luego, dijo de nuevo en voz alta:

—Si te dijera que Lea se me ha aparecido en sueños, mentiría. Pero cuando me he despertado esta mañana, no sólo he sabido de cierto que ella había muerto, sino que mi madre me necesitaba. Ahora vienes con este monje y sé que no estarías aquí a estas horas si por alguna razón no se me necesitara con urgencia.

Godwin se apresuró a acercar un taburete para mí, y me pidió que le explicara el plan.

Con toda la brevedad posible, le expuse lo que había ocurrido y ella empezó a tragar saliva al darse cuenta del peligro en que se encontraban su madre y todos los judíos de la ciudad de Norwich, donde nunca había estado.

Me contó muy por encima que había estado en Londres cuando muchos judíos de Lincoln fueron juzgados y ejecutados por la muerte del pequeño san Hugo, un crimen totalmente inventado.

—¿Crees que podrás representar el papel de tu hermana?

—¡Quiero hacerlo! —exclamó—. Quiero presentarme delante de esas personas que se atreven a decir que mi madre dio muerte a su hija. Quiero reñirles por esas acusaciones insensatas. Puedo hacerlo. Puedo insistir en que yo soy Lea, porque en mi corazón soy Lea tanto como soy Rosa, y Rosa tanto como Lea. Y no será una mentira decir que estoy impaciente por marcharme de Norwich y volver con Rosa, mi propio yo, otra vez a París.

—No tienes que exagerar —dijo Godwin—. Recuerda que, por muy grande que sea la rabia y el disgusto con esos acusadores, has de hablar con la misma dulzura con que hablaba Lea, e insistir con tanta suavidad como la que Lea habría empleado.

Ella asintió.

—Mi rabia y mi indignación son para ti y para el hermano Tobías —dijo—. Podéis confiar en que sabré qué es lo que he de decir.

—Has de darte cuenta de que, si esto sale mal, estarás en peligro —dijo Godwin—, y nosotros también. ¿Qué clase de padre dejaría a su propia hija acercarse demasiado a un fuego voraz?

—Un padre que sabe que una hija tiene obligaciones para con su madre —respondió ella de inmediato—. ¿No ha perdido ella ya a mi hermana? ¿No ha perdido el amor de su padre? No tengo dudas, y creo que la admisión sincera de que somos dos gemelas será una gran ventaja, y sin ella el engaño sin duda no funcionaría.

Nos dejó entonces, diciendo que iba a prepararse para el viaje.

Godwin y yo conseguimos un coche que nos había de llevar a Dieppe, desde donde navegaríamos hasta Inglaterra cruzando de nuevo el traicionero Canal, esta vez en un barco alquilado.

Cuando salimos de París apenas había amanecido, y yo estaba lleno de dudas, tal vez porque veía a Rosa demasiado furiosa y confiada, y a Godwin demasiado inocente, incluso en la forma en que repartió el dinero de su hermano entre los criados al despedirse.

Ningún bien material significaba nada para Godwin. Ardía en deseos de soportar cualquier cosa a que lo forzaran la naturaleza, o el Señor, o las circunstancias. Y algo me hizo pensar que ese saludable deseo de sobrevivir que se encuentra en nuestro interior podría serle un poco más útil que su candorosa manera de aceptar lo que el hado pudiera depararle.

Estaba absolutamente comprometido con el engaño que planteábamos llevar a cabo. Pero en último término aquello le resultaba innatural.

Había sido él mismo en todos sus libertinajes, me dijo cuando su hija dormía aparte de nosotros, y en su conversión y su compromiso con Dios tampoco había habido otra cosa que su propio yo.

—No sé fingir —dijo—, y me temo que no conseguiré hacerlo bien.

Pero yo pensé para mí, más de una vez, que no sentía suficiente miedo. Casi parecía que, en su inveterada bondad se hubiera convertido en un simplón, un buenazo inocente, como a veces ocurre, creo, a quienes se entregan por completo a Dios. Una y otra vez repetía que confiaba en que Dios acabara por arreglarlo todo.

Es imposible relatar aquí todas las otras cosas de que hablamos durante el largo viaje hasta la costa; o las continuas conversaciones que tuvimos mientras el barco afrontaba las aguas embravecidas del Canal, y mientras nuestro carro recién alquilado avanzaba por los caminos helados y embarrados que conducen a Norwich desde Londres.

Lo más importante para mí es señalar que llegué a conocer a Rosa y a Godwin mejor de lo que había conocido a Fluria, y por muy tentado que estuve de asaetear a Godwin a preguntas sobre Tomás de Aquino y Alberto Magno (a quien ya llamaban por ese honroso sobrenombre), hablamos más de la vida de Godwin con los dominicos, de su entusiasmo por los estudiantes brillantes, y de su dedicación al estudio en hebreo de Maimónides y Rashi.

—No soy un gran experto en lo que se refiere a la escritura —dijo—, excepto tal vez en mis cartas informales a Fluria, pero espero que lo que soy y lo que hago sobrevivirán en las mentes de mis estudiantes.

En cuanto a Rosa, había sentido remordimientos por la vida de que gozaba entre los gentiles, y en no pequeña parte la causa había sido el placer vivísimo que había sentido al ver las representaciones navideñas delante de la catedral, hasta que sintió que Lea, a tantas leguas de distancia de ella, sufría atroces dolores.

Una vez me dijo, mientras Godwin dormía en el carro delante de nosotros:

—Siempre tendré presente que no abandoné la fe de mis antepasados por miedo ni porque ninguna persona malvada me incitara a hacerlo, sino debido a mi padre y al entusiasmo que vi en él. Sin duda adora al mismo Señor del Universo al que adoro yo. ¿Y cómo puede ser errónea una fe que lo ha hecho tan sencillo y tan feliz? Creo que sus ojos y sus gestos hicieron más para convertirme que nada de lo que me dijo. Y siempre encuentro en él un ejemplo brillante de lo que yo misma querría ser. Pero el pasado pesa mucho en mí.

»No puedo soportar pensar en el pasado, y ahora que mi madre ha perdido a Lea, sólo puedo rezar de todo corazón para que, como aún es joven, tenga muchos hijos con Meir; y por esa razón, por su vida los dos juntos, hago este viaje y me he decidido, quizá con demasiada facilidad, a hacer lo que es necesario hacer.

Parecía consciente de pronto de mil dificultades que antes ni siquiera se le habían ocurrido.

Lo primero y principal, ¿dónde nos alojaríamos al llegar a Norwich? ¿Iríamos de inmediato al castillo, y cómo representaría ella el papel de Lea ante el sheriff, cuando ni siquiera sabía si Lea había conocido a aquel hombre en persona?

Es más, ¿cómo podríamos siquiera acercarnos a la judería y buscar refugio junto al Magister de la sinagoga, porque para los mil judíos de Norwich no había más que una sinagoga, con una «Lea» que no conocía ni el aspecto que tenía el Magister ni su nombre?

Me sumergí en una plegaria silenciosa al pensar en esas cosas. «¡Malaquías, tienes que guiarnos!», insistí. El peligro de una confianza excesiva era muy real.

El hecho de que Malaquías me hubiera traído aquí no significaba que me ahorrara esfuerzos y sufrimientos en mi misión. Pensé de nuevo en la idea que me había asaltado en la catedral sobre la mezcla del bien y el mal. Sólo el Señor sabe a ciencia cierta lo que es en realidad bueno y malo, y nosotros sólo debemos esforzarnos en seguir cada palabra suya que Él nos ha revelado como buena.

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