Con la mirada fija en Fluria, se echó atrás la capucha cubierta de nieve.
Fluria se precipitó en sus brazos abiertos.
El sheriff estaba de pésimo humor, como era de esperar.
—Hermano Tobías —dijo—, vuestro consejo a los fieles de que fueran a rezar al pequeño san Guillermo ha tenido consecuencias imprevistas. La multitud ha forzado la entrada en la casa de Meir y Fluria en busca de reliquias de Lea, y se ha llevado todos sus vestidos.
»Fluria, querida, habría sido más prudente que empaquetaras toda esa ropa y te la trajeras contigo al venir aquí. —Suspiró otra vez y miró a su alrededor como buscando alguna superficie que golpear con el puño—. Ya se están proclamando milagros en el nombre de tu hija. El sentimiento de culpa de lady Margaret la ha impulsado a organizar una pequeña cruzada.
—¡Cómo no supe prever una cosa así! —dije, apenado—. Sólo quise quitarlos de en medio.
Meir abrazó más estrechamente a Fluria, como si quisiera protegerla de todas aquellas palabras. La cara de aquel hombre mostraba una resignación admirable.
El sheriff esperó hasta que los criados se hubieron ido y la puerta estuvo cerrada, y entonces habló directamente a la pareja.
—La judería está protegida por una guardia nutrida, y los pequeños fuegos que se han producido están ya apagados —dijo—. Gracias al cielo, vuestras casas son de piedra. Y gracias al cielo, las cartas de Meir para reunir dinero han sido ya despachadas. Y gracias al cielo, los ancianos han hecho generosos regalos en forma de marcos de oro a los frailes y al priorato. —Se detuvo y suspiró. Me dirigió por un instante una mirada de impotencia, y luego volvió su atención a ellos—: Pero os digo desde ahora mismo, que nada podrá impedir una matanza si vuestra hija no vuelve en persona a acabar con esta carrera enloquecida para convertirla en santa.
—Muy bien, pues eso es lo que vamos a hacer —dije antes de que ninguno de los dos pudiera hablar—. Parto para París ahora mismo. Supongo que encontraré al hermano Godwin en el convento capitular de los dominicos, junto a la universidad, ¿no es así? Saldré de viaje esta noche.
El sheriff parecía dudar. Miró a Fluria.
—¿Tu hija puede volver aquí?
—Sí —contesté yo—. Y sin duda vendrá con ella el hermano Godwin, que es un hábil abogado. Tenéis que resistir como podáis hasta ese momento.
Meir y Fluria se habían quedado sin habla. Me miraban como si dependieran por completo de mí.
—Y mientras tanto —añadí—, ¿permitiréis a los ancianos entrar en el castillo para consultar con Meir y con Fluria?
—Isaac, hijo de Salomón, el físico, está ya aquí por su seguridad —dijo el sheriff—. Y traeremos a los demás si es necesario. —Se pasó la mano enguantada por el blanco cabello húmedo—. Fluria y Meir, si no es posible que traigan aquí a vuestra hija, os pido que me lo digáis ahora mismo.
—Vendrá —dije—. Tenéis mi palabra. Y vosotros dos, rezad para que tenga un buen viaje. Iré tan deprisa como me sea posible.
Me acerqué a la pareja y puse mis manos sobre sus hombros.
—Confiad en el cielo, y confiad en Godwin. Me reuniré con él tan pronto como pueda.
___13___
París
Cuando por fin llegamos a París, yo ya tenía bastante viaje del siglo xiii para cubrir con creces cuatro vidas, y aunque me cautivaron en el camino mil paisajes inesperados, desde el torbellino de las casas apiñadas de Londres, construidas en parte de madera, hasta el espectáculo de los castillos normandos coronando las cimas de los riscos, y la nieve inacabable que caía sobre las aldeas y ciudades por las que pasaba, nuestro único afán era presentarnos ante Godwin y exponerle el caso.
Digo «nos y nuestro» porque Malaquías se me apareció de vez en cuando a lo largo del viaje e incluso hizo parte del camino en el carro que me llevó a la capital, pero no me dio ningún consejo, salvo el de recordarme que las vidas de Fluria y Meir dependían de lo que yo hiciera.
Cuando apareció, lo hizo vestido con hábito de dominico, y cada vez que los medios de transporte parecían fallar sin remedio, se manifestaba de nuevo y me recordaba que llevaba oro en mi bolsillo, y que yo era una persona fuerte y capaz de hacer lo que se me pedía. Entonces, de pronto aparecía un carro, o una carreta, con un cochero amable dispuesto a llevarme con los bultos, o la leña, o lo que fuera que transportaba. Y así pude dormir en muchos vehículos distintos.
Si hubo una etapa especialmente penosa, fue el cruce del Canal con un tiempo que me tuvo continuamente mareado en la cubierta del pequeño barco. Hubo ocasiones en las que creí que todos íbamos a ahogarnos sin remedio, tan fuerte era la tormenta en aquel océano invernal, y más de una vez pregunté a Malaquías, sin tener respuesta, si era posible que yo muriera en el curso de mi misión.
Quise hablar con él de todo lo que estaba ocurriendo, pero se negó, recordándome que no era visible para otras personas y que yo parecería un loco si hablaba en voz alta a solas. En cuanto a hablar con él sólo mentalmente, insistió en que era algo demasiado impreciso.
Sus argumentos me parecieron evasivas. Supuse que quería que cumpliera mi misión con mis solos medios.
Por fin cruzamos las puertas de París sin contratiempos, y Malaquías, después de recordarme que encontraría a Godwin en el barrio de la universidad, me dejó con la áspera recomendación de que no me entretuviera yendo a ver la gran catedral de Notre Dame ni vagabundeara por los patios del castillo del Louvre, sino que buscara a Godwin sin tardanza.
El frío era tan crudo en París como lo había sido en Inglaterra, pero la simple proximidad de los seres humanos que se apretujaban en las calles de la capital proporcionaba cierto calor. También había pequeñas fogatas encendidas en todas partes, a las que se arrimaba la gente para calentarse, y muchos hablaban de aquel tiempo horrible y de lo poco habitual que era.
Yo sabía, por mis anteriores lecturas sobre la Europa de la época, que entrábamos en un período de frío muy pronunciado que iba a durar varios siglos, y de nuevo agradecí que a los dominicos se les permitiera llevar medias de lana y zapatos de piel.
A pesar de las recomendaciones de Malaquías, fui de inmediato a la Place de Grève y pasé un buen rato delante de la recién terminada fachada de Notre Dame. Me asombraron, igual que me había ocurrido en mi propia época, sus dimensiones y su magnificencia, y no me pasó por alto que el edificio empezaba apenas su andadura en el tiempo como una de las mayores catedrales que nadie haya contemplado nunca.
Pude ver andamios y obreros en torno a un sector del edificio más lejano, pero la construcción estaba casi completada.
Pasé al interior y lo encontré abarrotado de personas en las sombras, algunas recogidas en oración, otras paseando entre las capillas, y yo hinqué las rodillas sobre las losas desnudas, junto a una de las inmensas columnas, y recé para pedir valor y fortaleza. Al hacerlo, sin embargo, tuve la extraña sensación de que de alguna forma estaba dejando de lado a Malaquías.
Me recordé a mí mismo que eso no tenía sentido, que los dos trabajábamos para el mismo Señor, y de nuevo vino a mis labios la oración que había pronunciado antes, mucho antes: «Dios querido, perdóname por haberme apartado de Ti.»
Borré de mi mente todas las palabras, para atender sólo a la guía de Dios. El hecho mismo de estar arrodillado en ese enorme y magnífico monumento de la fe en la época misma en la que había sido construido, me llenó de una gratitud inexpresable. Pero por encima de todo, hice aquello para lo que fue concebida la inmensa catedral: me dispuse a escuchar la voz del Creador, e incliné la cabeza.
De súbito me asaltó la conciencia de que, a pesar de mis temores de fracasar en lo que tenía que hacer, y de la angustia que sentía por Fluria y Meir y toda la judería de Norwich, era más feliz de lo que nunca había sido. Tuve la fuerte sensación de que con esta misión había recibido un regalo tan inestimable que nunca podría agradecer bastante a Dios lo que me estaba ocurriendo, y la responsabilidad que había colocado en mis manos.
Aquello no me hizo sentir orgullo, sino más bien asombro. Y mientras pensaba en todo ello, sentí que hablaba a Dios sin palabras.
Cuanto más tiempo seguía allí, más honda era la conciencia de estar viviendo ahora de un modo como nunca había vivido en mi propio tiempo. Había vuelto de forma tan rotunda la espalda a mi propio tiempo que no conocía a una sola persona tanto como conocía a Meir y a Fluria, y no sentía por nadie el profundo apego que ahora sentía por Fluria. Y comprendí en toda su fuerza la locura que eso significaba, la desesperación deliberada y el vacío lleno de resentimiento de mi propia vida.
Dirigí la vista, a través de aquella penumbra polvorienta, hacia el lejano coro de la gran catedral, e imploré perdón. Qué instrumento tan despreciable era yo. Pero si mi falta de escrúpulos y mi astucia podían verse eclipsados en esta misión, si mi ingenio cruel y mi talento resultaban útiles aquí, lo único que yo podía hacer era maravillarme de la majestad de Dios.
Me asaltó una idea más profunda, que no pude acabar de precisar. Algo tenía que ver con la trama en que se entretejen el bien y el mal, con la forma cómo el Señor puede extraer gloria de los desastres que provocan los seres humanos. Pero era una idea demasiado compleja para mí. Me di cuenta de que yo no podía abarcar el significado de esa intuición (sólo Dios sabe en qué formas y medidas se funden o se distinguen la oscuridad y la luz), y sólo me restaba dar voz de nuevo a mi contrición y rezar para tener valor, para tener éxito. De hecho, percibí que había un peligro en meditar acerca de la razón por la que Dios permite el mal, y de las formas como lo utiliza. Sentí que únicamente Él lo comprende, y no nos corresponde a nosotros justificar el mal ni definir, mediante lecturas dudosas de lo que el mal ha significado cada día y en cada época, la función que desempeña. Me alegró no poder entender el misterio del funcionamiento del mal en el mundo. Y de pronto sentí algo sorprendente: fuera lo que fuese lo que estaba sucediendo, el mal no tenía ninguna relación con la gran bondad de Fluria y de Meir, que yo había podido comprobar de primera mano.
Para terminar recé una breve oración a la Madre de Dios para que intercediera por mí, me puse en pie y, caminando tan despacio como pude para saborear aquella dulce penumbra alumbrada por las velas, salí a la fría luz invernal.
No vale la pena describir con detalles la suciedad de París, con sus regueros encharcados en el centro de las calles, o el apiñamiento de las muchas viviendas precarias de hasta tres y cuatro pisos, o el hedor de los muertos en el enorme cementerio de los Inocentes, en el que la gente mercadeaba toda clase de objetos mientras caía la nieve sobre las tumbas. No vale la pena intentar capturar el aliento de una ciudad donde la gente (lisiados, jorobados, enanos o altos y escuálidos, apoyados en muletas, cargados con bultos enormes sobre los hombros, o con muestras de grandes prisas por alguna razón) seguía su camino atareada, y unos vendían, otros compraban, unos cargaban y otros escapaban, unos eran ricos y avanzaban llevados en volandas en sus literas o caminaban con denuedo en medio del barro con sus botas enjoyadas, la mayoría lucía atuendos sencillos y túnicas provistas de capucha, y todos se envolvían hasta los dientes en lana, o terciopelo o pieles de diferentes calidades, para defenderse del frío.
Una y otra vez los mendigos me asaltaron para pedirme una caridad, y fui sacando de mi bolsillo monedas que ponía en sus manos con un gesto de asentimiento a sus muestras de gratitud, porque al parecer llevaba conmigo un suministro inagotable de plata y de oro.
Mil veces me sedujo el espectáculo que se desplegaba ante mi vista, pero hube de resistirme. No había venido, como me dijo Malaquías, para curiosear por el palacio real, no, ni para ver los teatrillos de marionetas en los cruces de las calles, ni para maravillarme de cómo seguía la vida en medio de un tiempo infame, con las puertas de las tabernas abiertas, o cómo se vivía en aquel tiempo tan remoto y sin embargo familiar.
Me llevó menos de una hora abrirme paso por las calles abarrotadas y sinuosas hasta el barrio de los estudiantes, donde de pronto me vi rodeado por hombres y muchachos de todas las edades, vestidos como clérigos, con hábitos o sotanas.
Casi todos llevaban capucha, debido al crudo invierno, y algunos una especie de manta gruesa, y los ricos se distinguían de los pobres por la cantidad de piel visible en el forro de sus prendas de abrigo e incluso como adorno en el borde de las botas.
Hombres y muchachos iban y venían de muchas pequeñas iglesias y claustros, las calles eran estrechas y torcidas, y había linternas colgadas en alto para ahuyentar las lóbregas tinieblas.
Pero pude encontrar fácilmente el priorato de los dominicos, con las puertas de su pequeña iglesia abiertas, y encontré a Godwin, a quien los estudiantes me señalaron rápidamente en la persona de un hermano alto, encapuchado, de penetrantes ojos azules y piel pálida, subido a un banco y obviamente dictando una lección en el claustro al aire libre, ante un gentío nutrido y atento.
Hablaba con energía y sin esfuerzo aparente, en un latín hermoso y fluido, y era una pura delicia oír cómo hablaban en esa lengua, con tanta facilidad, él y los estudiantes que le replicaban y preguntaban.
La nieve había amainado. Aquí y allá había encendidos fuegos para calentar a los estudiantes, pero el frío era intenso y pronto supe, por algunas frases que me susurró alguien desde las últimas filas, que Godwin era tan popular ahora, en ausencia de Tomás y Alberto que se habían ido a enseñar a Italia, que sus oyentes sencillamente no cabían en ninguna sala cerrada.
Godwin se acompañaba con gestos elocuentes al dirigirse a aquel mar de rostros atentos; algunos estudiantes estaban sentados en bancos y escribían frenéticamente mientras él hablaba, y otros se sentaban en cojines de cuero o de lana sucia, o incluso en el suelo de piedra.
Que Godwin fuera una figura impresionante, no me sorprendió, pero no pude sino maravillarme de hasta qué punto impresionaba su presencia en la realidad.
Su estatura era de por sí notable, pero tenía además la irradiación que Fluria había intentado tan agudamente describirme. Las mejillas estaban coloreadas por el frío, y en los ojos ardía una pasión intensa por los conceptos y las ideas que expresaba. Parecía enteramente volcado en lo que decía y en lo que hacía. Una risa cordial puntuaba sus frases, y se volvía a derecha e izquierda con naturalidad para incluir a todos sus oyentes en el razonamiento que desarrollaba.