—Anochece en la ciudad de Norwich —dijo Malaquías, y su voz íntima y perfecta no se vio alterada por nuestro descenso ni por los rezos que llegaban a mis oídos—. Las representaciones navideñas han concluido hace unos instantes, y empieza un tiempo de dificultades para la judería.
No tuve que pedirle más explicaciones. Conocía la voz «judería», que en este caso designaba a los habitantes judíos de Norwich y el pequeño barrio separado donde vivía la mayor parte de ellos.
Nuestro descenso se había hecho más rápido. Vi el río, y por un momento me pareció ver los rezos mismos que se elevaban, pero el cielo se oscurecía, los techos de las casas se alzaban como fantasmas debajo de mí, y de nuevo sentí la caricia húmeda de la nieve que caía.
Nos encontrábamos ahora en el interior de la ciudad misma, y mis pies entraron suavemente en contacto con tierra firme. Estábamos rodeados de casas construidas en parte de madera, peligrosamente inclinadas, que parecían a punto de derrumbarse sobre nosotros en cualquier momento. En algunas ventanas estrechas y gruesas se veía la débil claridad de una luz encendida.
Sólo pequeños copos de nieve revoloteaban en el aire frío.
Me miré a mí mismo a aquella luz mortecina y vi que iba vestido de monje, y reconocí el hábito de inmediato. Llevaba la túnica blanca, el largo escapulario también blanco y el manto negro con la capucha de un dominico. Ceñía mi cintura la familiar soga nudosa, pero la tira de tela blanca del escapulario la ocultaba. De mi hombro izquierdo colgaba una bolsa de piel para libros. Yo estaba atónito.
Me llevé las manos a la cabeza, inquieto, y descubrí que había sido tonsurada, y llevaba el área circular rasurada y el borde anular de cabellos cortos característicos de los monjes de aquella época.
—Has hecho de mí lo que siempre quise ser —dije—. Un fraile dominico.
Sentía tal excitación que apenas podía contenerme. Quise saber lo que llevaba en la bolsa de piel.
—Ahora escucha —dijo, y aunque no pude verlo, su voz despertó ecos en las paredes. Parecíamos perdidos entre las sombras. De hecho, él no era visible en absoluto. Yo estaba solo.
Pude oír voces airadas en la noche, no muy lejos. Y el coro de plegarias se había extinguido.
—Estoy a tu lado —dijo. Durante un instante el pánico me dominó, pero entonces sentí la presión de su mano en la mía—. Escúchame. Lo que oyes es un tumulto en la calle vecina, y el tiempo apremia. El rey Enrique de Winchester se sienta en el trono inglés —explicó—. Y tú mismo te darás cuenta de que estamos en el año 1257, pero ninguno de esos datos te será de interés aquí. Conoces la época como tal vez ningún humano de tu propio siglo, y la conoces como ella misma no puede conocerse. Meir y Fluria quedan a tu cargo, y toda la judería está rezando porque Meir y Fluria corren grave peligro, y como puedes comprender por ti mismo, ese peligro podría extenderse a toda la pequeña comunidad judía de esta ciudad. El peligro podría llegar incluso a Londres.
Yo estaba totalmente fascinado, y sentía una excitación desconocida para mí en mi vida natural. Y sí que conocía aquella época y el peligro que había acechado a los judíos de Inglaterra en todas partes.
También me estaba quedando helado.
Miré hacia abajo y vi que llevaba zapatos con hebillas. Mis piernas estaban cubiertas por medias de lana. Gracias a Dios no era un franciscano, obligado a llevar sandalias en los pies desnudos, pensé, y entonces me sentí avergonzado de mi frivolidad. Tenía que dejar de desbarrar, y concentrarme en lo que debía hacer.
—Exactamente —oí la voz íntima de Malaquías—. Pero ¿te dará satisfacción lo que has venido a hacer aquí? Sí, te la dará. No hay ningún ángel de Dios que no sienta alegría cuando ayuda a los humanos. Y ahora tú trabajas para nosotros. Eres nuestro hijo.
—¿Puede verme esa gente?
—Con toda claridad. Te verán y te escucharán, y tú los comprenderás y ellos te comprenderán a ti. Sabrás cuándo estás hablando en francés o inglés o hebreo, y cuándo ellos te hablan en esas lenguas. Cosas así resultan fáciles para nosotros.
—Pero ¿y tú?
—Yo estaré siempre contigo, ya te lo he dicho —dijo—. Pero sólo tú me verás y me oirás. No intentes hablar conmigo con los labios. Y no me llames a menos que te veas obligado a hacerlo.
»Ahora ve a ese tumulto, y métete en medio de todos, porque está degenerando en algo que no debería ser. Eres un monje viajero y has venido desde Italia, cruzando Francia, hasta Inglaterra. Eres el hermano Tobías, lo cual te será bastante fácil de recordar.
Yo estaba más impaciente por hacerlo de lo que podía expresar.
—¿Qué más necesito saber?
—Confía en tus dones —dijo—. Los dones por los que te he elegido. Hablas bien, incluso con elocuencia, y tienes una gran confianza cuando desempeñas un papel con un propósito determinado. Confía en el Creador y confía en mí.
Oí que las voces subían de tono en la calle vecina. Sonó una campana.
—Debe de ser el toque de queda —dije rápidamente. Mis pensamientos se agolpaban. Lo que sabía de aquel siglo acudía a mi mente de forma espontánea, y de nuevo sentí aprensión, casi miedo.
—Es el toque de queda —dijo Malaquías—. E irritará a los que están provocando el alboroto, porque están impacientes por llegar a un desenlace. Ahora ve.
___6___
El misterio de Lea
Era un tumulto grave, y atemorizador en apariencia, porque no todos los que participaban en él eran chusma ni mucho menos. Unos llevaban linternas y otros antorchas, y unos pocos cirios, y muchos llevaban ricas vestiduras de terciopelo y de piel.
Las casas a ambos lados de la calle eran de piedra, y recordé que los judíos habían construido las primeras casas de piedra de Inglaterra, por buenas razones.
Mientras me acercaba, oía la voz íntima de Malaquías.
—Los canónigos vestidos de blanco pertenecen al priorato de la catedral —dijo, mientras yo echaba una mirada a los tres hombres bien abrigados que estaban más cerca de la puerta de la casa—. Los dominicos se han reunido allí en torno a lady Margaret, que es sobrina del sheriff y prima del arzobispo. Junto a ella está su hija Nell, una niña de trece años. Son ellas quienes han acusado a Meir y Fluria de envenenar a su hija y enterrarla en secreto. Recuérdalo, Meir y Fluria están a tu cargo, y tú has venido aquí para ayudarles.
Había mil preguntas que quería hacer. Sólo contaba con el dato de que una niña tal vez había sido asesinada. Y de una forma muy vaga establecí la relación obvia: aquellas personas eran acusadas del mismo crimen que yo había cometido de forma habitual.
Me abrí paso en medio de la multitud, y Malaquías se esfumó y yo lo supe. Ahora era mi turno.
Era lady Margaret quien llamaba a la puerta cuando me acerqué. Iba maravillosamente ataviada, con un vestido ceñido de mangas amplias, orlado de piel, y encima un manto amplio forrado de piel y con capucha. Su rostro estaba húmedo de lágrimas, y su voz rota.
—¡Salid y responded! —decía. Parecía enteramente sincera y presa de angustia—. Meir y Fluria, os lo pido. Enseñadnos a Lea ahora mismo o explicadnos por qué no está aquí. No toleraremos más vuestras mentiras, lo juro.
Se dio la vuelta de modo que su voz fuera oída por toda la multitud.
—No nos contéis más historias fantásticas de que la niña ha sido llevada a París.
La muchedumbre emitió un gran rugido de aprobación.
Yo fui a saludar a los otros dominicos, que se acercaron al verme, y les dije entre dientes que era el hermano Tobías, un peregrino que había recorrido muchas tierras.
—Bueno, pues llegas en el momento justo —dijo el más alto y autoritario de los frailes—. Soy fray Antonio, el superior de este lugar como sin duda sabes si vienes de París, y estos judíos han envenenado a su propia hija por haberse atrevido a entrar en la catedral la noche de Navidad.
Aunque se esforzó en hablar en voz baja, arrancó de inmediato un sollozo de lady Margaret y de su hija Nell. Y muchos gritos y voces de apoyo de los que nos rodeaban.
La joven Nell estaba vestida de forma tan exquisita como su madre, pero parecía mucho más angustiada; sacudía la cabeza y sollozaba.
—Todo ha sido por mi culpa, por mi culpa. Yo la llevé a la iglesia.
De pronto, los canónigos de hábitos blancos del priorato empezaron a discutir con el fraile que había hablado conmigo.
—Ése es fray Jerónimo —susurró Malaquías—, y como verás es quien dirige la oposición a esta campaña para hacer mártir y santa a una judía.
Me sentí más tranquilo al oírlo, pero ¿cómo pedirle más información?
Noté que me empujaba adelante y de pronto me encontré con la espalda apoyada en la puerta de la gran casa de piedra en la que obviamente vivían Meir y Fluria.
—Perdonadme, soy un extraño aquí —dije, y mi propia voz sonó enteramente natural a mis oídos—, pero ¿por qué estáis tan seguros de que ha habido un crimen?
—Porque no aparece por ninguna parte, por eso lo sabemos —dijo lady Margaret. Era sin la menor duda una de las mujeres más atractivas que yo había visto en mi vida, a pesar de sus ojos enrojecidos y húmedos—. Nos llevamos con nosotras a Lea porque quería ver al Niño Jesús —me dijo en tono amargo, con los labios temblorosos—. Nunca imaginamos que sus propios padres la envenenarían y velarían sobre su lecho de muerte con sus corazones de piedra. Hazles salir. Haz que respondan.
Toda la multitud empezó a gritar al oír esas palabras, y el clérigo vestido de blanco, fray Jerónimo, pidió silencio.
Me miró ceñudo.
—Ya tenemos suficientes dominicos en esta ciudad —dijo—. Y también a un mártir perfecto en nuestra catedral, el pequeño san Guillermo. Los malvados judíos que lo asesinaron murieron hace mucho tiempo, y no quedaron sin castigo. Tus hermanos dominicos quieren ahora su propio santo, porque el nuestro no es lo bastante bueno para ellos.
—Es a la pequeña santa Lea a quien queremos celebrar ahora —dijo lady Margaret con su voz ronca y trágica—. Y Nell y yo hemos sido la causa de su desgracia. —Contuvo el aliento—. Todos sabemos la historia del pequeño Hugo de Lincoln, y los horrores...
—Lady Margaret, ésta no es la ciudad de Lincoln —insistió fray Jerónimo—. Y no tenemos pruebas como las que se encontraron en Lincoln para pensar que ha habido un asesinato. —Se volvió hacia mí—. Si habéis venido a rezar ante las reliquias del pequeño san Guillermo, sois bienvenido —dijo—. Veo que sois un fraile instruido, y no un mendicante común. —Dirigió una mirada sombría a los otros dominicos—. Y os puedo decir ahora mismo que el pequeño san Guillermo es un verdadero santo, famoso en toda Inglaterra, mientras que esta gente ni siquiera tiene constancia de que la hija de Fluria, Lea, haya sido bautizada.
—Sufrió el bautismo de sangre —insistió el dominico fray Antonio. Hablaba con la confianza de un predicador—. ¿No nos dice el martirio del pequeño Hugo lo que son capaces de hacer los judíos, si se les permite hacerlo? Esta muchacha murió por su fe, murió por haber entrado en la iglesia en la Nochebuena. Y este hombre y esta mujer han de responder, no sólo del crimen innatural de matar a su propia carne y sangre, sino de la muerte de una cristiana, porque eso es lo que era Lea.
La multitud lanzó un gran rugido de aprobación, pero comprobé que muchos de los presentes no creían que fuera cierto lo que había dicho.
¿Cómo y qué se suponía que debía hacer yo? Me volví, llamé a la puerta y dije en voz suave:
—Meir y Fluria, estoy aquí para defenderos. Por favor, contestad.
Ni siquiera sabía si podían oírme.
Mientras, media ciudad parecía haberse sumado a la multitud, y de pronto empezó a sonar en una torre el toque de alarma de una campana. Más y más gente se apiñaba en la calle de las casas de piedra.
De pronto la multitud fue apartada a empujones por soldados que llegaban. Vi a un hombre a caballo, bien vestido, con la cabellera blanca flotando al viento y una espada colgando de la cadera. Detuvo su montura a pocos metros de la puerta de la casa, y allí se reunieron a su espalda por lo menos cinco o seis jinetes.
Algunas personas se marcharon al instante. Otras empezaron a gritar: «Arrestadlos. Arrestad a los judíos. Arrestadlos.» Otros volvieron a acercarse cuando el hombre desmontó y se acercó a quienes estábamos junto a la puerta; sus ojos pasaron sobre mi rostro sin que su expresión cambiara lo más mínimo.
Lady Margaret habló antes de que el hombre pudiera hacerlo.
—Señor sheriff, sabéis que los judíos son culpables —dijo—. Sabéis que les han visto en el bosque llevando un fardo pesado, y sin duda han enterrado a esa niña debajo del gran roble.
El sheriff, un hombre alto y fornido con una barba tan blanca como sus cabellos, miró a su alrededor disgustado.
—Que pare ya esa campana de alarma —gritó a uno de sus hombres.
Me dirigió otra mirada, pero yo no me aparté de su paso.
Se volvió para dirigirse a la multitud.
—Os recuerdo, buenas gentes, que estos judíos son propiedad de Su Majestad el rey Enrique, y que si causáis algún daño a ellos, a sus casas o a sus propiedades, estáis dañando al rey, y os tendré bajo arresto y os haré enteramente responsables de lo que ocurra. Éstos son judíos del rey. Son siervos de la Corona. Ahora marchaos de aquí. ¿Es que vamos a tener un mártir de los judíos en todas las ciudades del reino?
Aquello provocó un aluvión de protestas y de razones.
Lady Margaret le tomó del brazo.
—Tío —le imploró—. Aquí ha ocurrido una cosa horrible. No, no ha sido una profanación ruin como la del pequeño san Guillermo o la del pequeño san Hugo. Pero ha sido igual de malvada. Por el hecho de haber llevado a esa niña con nosotras a la iglesia por la Nochebuena...
—¿Cuántas veces voy a tener que oír lo mismo? —le contestó él—. Día tras día hemos sido amigos de esos judíos, ¿y ahora hemos de volvernos contra ellos porque una muchacha se haya marchado sin despedirse de sus amigos gentiles?
La campana había enmudecido, pero la calle seguía abarrotada de gente, y me pareció ver que algunos incluso se habían subido a los tejados.
—Volved a vuestras casas —dijo el sheriff—. Ya ha sonado el toque de queda. ¡Cometéis un delito si os quedáis aquí!
Los soldados intentaron juntar un poco más sus monturas, pero no era fácil.
Lady Margaret hizo señas furiosas a determinadas personas para que se adelantaran, y al poco aparecieron dos individuos andrajosos que apestaban a vino. Vestían las sencillas túnicas de lana y las calzas de la mayoría de los hombres presentes, pero llevaban los pies envueltos en trapos y los dos parecían aturdidos por la luz de las antorchas y los muchos brazos que tiraban de ellos o les empujaban para verlos mejor.