«¿Emily y Jacob?»
—¡No me hables más de ellos! —dije—. Cómo te atreves a mencionarlos. No sé quién eres, o lo que eres, pero no me los menciones. Si sólo eres producto de mi imaginación ¡desaparece!
Esta vez su risa tuvo un temblor de inocencia.
—¿Por qué no he sabido que las cosas irían de este modo contigo? —dijo. Extendió una de sus manos suaves y la colocó blandamente en mi hombro. Parecía melancólico, triste y como perdido en sus pensamientos.
Yo fijé la vista en la carretera.
—Estoy perdido —dije. Nos dirigíamos al centro de Los Ángeles, y en pocos minutos tomaríamos la salida que me llevaría al garaje en el que guardaba la camioneta.
—Perdido —dijo, como si reflexionara. Parecía observar lo que nos rodeaba, los terraplenes cubiertos de enredaderas y los rascacielos de cristal—. Ésa es precisamente la cuestión, mi querido Lucky. Si me crees, ¿qué sales perdiendo?
—¿Cómo has averiguado lo de mi hermano y mi hermana? —le pregunté—. ¿Cómo has sabido sus nombres? Has encontrado algunas conexiones, y quiero saber cómo lo has hecho.
—¿Lo que sea salvo la explicación más simple? Soy lo que he dicho que soy. —Suspiró. Fue exactamente el mismo suspiro que oí en la suite Amistad, junto a mi oído. Cuando volvió a hablar, su voz era acariciadora—. Conozco tu vida entera desde la época en que estabas en el seno de tu madre.
Eso era más de lo que podía haber previsto nunca, y de pronto vi con toda claridad, con una claridad sobrenatural, que me encontraba más allá de lo que nunca pude imaginar.
—¿Estás aquí en realidad?
—Estoy aquí para decirte que todo puede cambiar para ti. Estoy aquí para decirte que puedes dejar de ser Lucky el Zorro. Estoy aquí para conducirte a un lugar donde podrás empezar a ser la persona que podías haber sido... de no haber ocurrido ciertas cosas. Estoy aquí para decirte...
Se interrumpió. Habíamos llegado al garaje, y después de pulsar el mando remoto para abrir la puerta, dejé la camioneta en la seguridad y el silencio del interior.
—¿Qué..., decirme qué? —dije. Estábamos frente a frente, y él se envolvía en una calma que mi miedo no podía penetrar.
El garaje estaba a oscuras, iluminado sólo por una claraboya sucia y por la luz que entraba por la puerta abierta que habíamos cruzado. Era un espacio amplio y oscuro lleno de refrigeradores y armarios y pilas de ropa que podría utilizar en futuros trabajos.
De pronto me pareció un lugar sin sentido, un lugar que podría dejar atrás con alegría y sin titubeos.
Conocía esa clase de euforia. Era parecida a lo que sientes después de haber pasado mucho tiempo enfermo, y de pronto sientes la cabeza despejada y el cuerpo lleno de buenas sensaciones, y la vida vuelve a parecerte digna de ser vivida.
Estaba sentado a mi lado, muy quieto, y yo podía ver el reflejo de la luz en forma de pequeñas chispas en sus ojos.
—El Creador te ama —dijo en voz baja, casi como en sueños—. Estoy aquí para ofrecerte otro camino, un camino que si lo tomas te conducirá al amor.
Me quedé callado. Tenía que callar. No es que me sintiera agotado por la sensación aguda de alarma que se había apoderado de mí. Era más bien como si esa alarma se hubiera desvanecido. Y la simple belleza de aquella posibilidad me paralizaba, como podía haberme paralizado la vista de los geranios de pensamiento, o la de la hiedra que trepaba por el campanario, o la ondulación de los árboles movidos por la brisa.
Vi todas esas cosas de pronto, agolpándose en mi mente en un torbellino frenético en aquel lugar oscuro y sombrío, que apestaba a gasolina, y no vi la penumbra que nos rodeaba. De hecho, me pareció que el garaje estaba ahora bañado en una luz pálida.
Salí despacio de la camioneta. Caminé hacia el fondo del garaje. Saqué del bolsillo la segunda jeringuilla y la dejé en el estante de las herramientas.
Me quité la fea chaquetilla verde y los pantalones, y los arrojé al enorme cubo de la basura, que estaba lleno de queroseno. Vacié el contenido de la jeringuilla en el bulto de la ropa, que empezaba a empaparse de combustible. Me quité los guantes. Encendí una cerilla y la tiré dentro del cubo.
Hubo un peligroso estallido de fuego. Arrojé también a las llamas las zapatillas de trabajo, y vi cómo se fundía el material sintético. También tiré la peluca, y me pasé las manos por mi propio cabello corto, aliviado. Las gafas. Seguía mirando por las gafas puestas. Me las quité, las rompí y las tiré también al fuego, que despedía un calor intenso. Todos los objetos eran de materiales sintéticos y se fundían hasta desaparecer entre las llamas. Pude olerlos. Al cabo de muy poco tiempo, todo había desaparecido. Sin duda, el veneno se había evaporado por completo.
El hedor no duró mucho. Cuando el fuego se extinguió, vertí sobre los restos otra cantidad de queroseno y volví a encender el fuego.
Al parpadeo intermitente del fuego, examiné mis ropas de cada día, que colgaban en perfecto orden de una percha sujeta a la pared.
Me las puse despacio, la camisa blanca, los pantalones grises, los calcetines negros y los zapatos marrones lisos, y finalmente la corbata roja.
El fuego se extinguió de nuevo.
Me puse la americana, me di la vuelta y lo vi allí de pie, recostado en la camioneta. Tenía una pierna sobre la otra y los brazos cruzados, y a la luz tenue parecía tan atractivo como lo había visto antes, y en su cara seguía presente la misma expresión de afecto.
De nuevo se apoderó de mí la profunda, horrible desesperación, muda e insondable, y a punto estuve de huir de él y jurarme a mí mismo que no volvería a mirarlo, sin importar dónde o cómo se me apareciera.
—Está peleando duro por ti —dijo—. Te ha estado hablando en susurros todos estos años, pero ahora alza la voz. Piensa que podrá arrancarte de mis manos. Piensa que te creerás sus mentiras, incluso estando yo delante.
—¿Quién es? —pregunté.
—Sabes quién es. Lleva hablándote mucho, mucho tiempo. Y tú lo has escuchado cada vez con más atención. No lo escuches más. Ven conmigo.
—¿Me estás diciendo que hay una pelea por mi alma?
—Sí, eso es lo que estoy diciendo.
Sentí que temblaba de nuevo. No estaba asustado, pero sí lo estaba mi cuerpo. Me mantenía tranquilo, pero las piernas no me sostenían. Mi mente ya no estaba sobrecogida por el miedo, pero mi cuerpo acusaba el impacto y no conseguía superarlo.
Mi automóvil estaba allí, un pequeño Bentley descapotable que no me había molestado en cambiar en varios años.
Abrí la portezuela y entré. Cerré los ojos. Cuando los abrí, él estaba a mi lado, tal como esperaba. Puse en marcha el motor y salí del garaje en marcha atrás.
Nunca antes había cruzado la ciudad tan deprisa. Era como si la corriente del tráfico fueran las aguas de un río que me llevaran con rapidez hacia el valle.
Pocos minutos después ascendíamos por las calles de Beverly Hills y entrábamos en la mía, flanqueada a ambos lados por jacarandaes en flor. En aquel momento habían perdido ya casi todas las hojas verdes y las ramas aparecían cargadas de capullos azules, y los pétalos alfombraban las aceras y el asfalto de la calle.
No lo miré. No pensé en nada relacionado con él. Pensaba en mi propia vida, y luchaba con mi desesperación en aumento como se lucha con un mareo, y me preguntaba: «¿Y si es verdad, y si es lo que dice ser? ¿Y si de alguna manera yo, el hombre que ha hecho todas esas cosas, puedo realmente ser redimido?»
Habíamos entrado en el garaje de mi bloque de pisos antes de que dijera nada, y tal como esperaba, salió del coche tan pronto como lo hice yo y me acompañó al interior del ascensor y hasta la quinta planta.
Nunca cierro los balcones de mi apartamento, y ahora salí a la terraza, me apoyé en el pretil de cemento y miré abajo hacia los jacarandaes.
Respiraba apresuradamente y mi cuerpo soportaba el peso de todo aquello, pero en mi mente había una claridad notable.
Cuando me di la vuelta para mirarlo, lo vi tan vivo y sólido como los jacarandaes y sus pétalos azules caídos. Estaba de pie en el umbral y se limitaba a mirarme, y de nuevo en su cara había una promesa, la promesa de comprensión y de amor.
Sentí la necesidad de gritar, de ceder a la debilidad, de dejarme seducir.
—¿Por qué? ¿Por qué has venido a buscarme? —pregunté—. Sé que te lo he preguntado antes, pero tienes que decírmelo, has de contármelo todo, ¿por qué yo y no algún otro? No sé si eres real. Me inclino ahora a pensar que sí lo eres, pero ¿cómo puede ser redimido alguien como yo?
Salió y se colocó junto al pretil, a mi lado. Miró abajo a los árboles cuajados de capullos azules. Susurró.
—Tan perfectos, tan hermosos.
—Son la razón por la que vivo aquí —respondí—, porque todos los años vuelven a florecer... —Mi voz se quebró. Volví la espalda a los árboles porque me habría echado a llorar si seguía mirándolos. Miré hacia el cuarto de estar y vi las tres paredes tapizadas de libros del suelo al techo. Se alcanzaba a ver una pequeña porción del vestíbulo, también con estanterías de libros hasta el techo.
—La redención es algo que uno ha de pedir —dijo a mi oído—. Ya lo sabes.
—¡No puedo pedirla! —dije—. No puedo.
—¿Por qué? ¿Sencillamente porque no crees?
—Es un excelente motivo —dije.
—Dame una oportunidad para hacer que creas.
—En ese caso tendrás que empezar por explicarme por qué yo.
—He venido a ti porque he sido enviado —dijo sin alterar el tono de voz—, y por ser tú quien eres y por lo que has hecho y lo que puedes hacer. No he venido a buscarte por una elección al azar. He venido por ti, y sólo por ti. Todas las decisiones que se toman en el cielo son así. Así de grande es el cielo, y ya sabes lo grande que es la tierra, has de pensar en ello por un momento, un lugar que existe a través de los siglos, de todas las épocas, de todos los tiempos.
»No hay una sola alma en el mundo que el cielo no contemple de una manera particular. No hay un solo suspiro ni una palabra que deje de escucharse en el cielo.
Lo escuché. Supe lo que quería decir. Miré abajo, el espectáculo de los árboles. Me pregunté cómo debe de ser para un árbol perder sus flores por el viento, cuando las flores son todo lo que tiene. Lo extraño de aquel pensamiento hizo que me sobresaltara. Me estremecí. Las ganas de echarme a llorar se hicieron casi abrumadoras. Pero las reprimí, y conseguí mirarlo de nuevo de frente.
—Conozco tu vida entera —dijo—. Si quieres, te la enseño. De hecho, es precisamente lo que habré de hacer para que creas realmente en mí. No me importa. Tienes que comprender. No puedes decidir si no lo entiendes.
—¿Decidir, qué? ¿De qué estás hablando?
—Hablo de un encargo, ya te lo he dicho. —Hizo una pausa, y siguió hablando con mucha amabilidad—. Es una forma de utilizarte a ti y lo que eres. Una forma de aprovechar hasta el último detalle lo que eres. Es un encargo para salvar vidas en lugar de tomarlas, para atender las súplicas en lugar de acallarlas. Es una oportunidad de hacer algo importantísimo para otras personas y que sólo puede ser bueno para ti. Así ocurre cuando se hace el bien, ¿sabes? Es como trabajar para el Hombre Justo, salvo que crees en ello con todo tu corazón y toda tu alma, hasta el punto de que deseas hacerlo y cumples tu propósito con amor.
—Tengo un alma, ¿es eso lo que quieres que crea? —pregunté.
—Claro que la tienes. Tienes un alma inmortal. Lo sabes muy bien. Tienes veintiocho años y eso significa que eres muy joven desde cualquier punto de vista, y te sientes inmortal, a pesar de todos tus pensamientos negros y de tus deseos de acabar con la vida, pero no has captado que la parte inmortal que hay en ti es la verdadera, y todo el resto desaparecerá con el tiempo.
—Sé esas cosas —susurré—. Las sé.
No quise parecer impaciente. Estaba diciendo la verdad, y me sentía aturdido.
Me volví, dándome cuenta sólo a medias de dónde me encontraba, y entré en la sala de estar de mi pequeño apartamento. Miré de nuevo las paredes tapizadas de libros. Miré el escritorio en el que suelo leer. Miré el libro abierto sobre el papel secante verde. Alcancé a percibir algo oscuro, algo teológico, y me desconcertó la rotunda ironía de todo aquello.
—Oh, sí, estás bien preparado —dijo a mi lado. Parecía que nunca íbamos a separarnos el uno del otro.
—Y se supone que he de creer que tú eres el Hombre Justo ahora —dije.
Sonrió al oírme. Pude verlo con el rabillo del ojo.
—El Hombre Justo —repitió en tono suave—. No. No soy el Hombre Justo. Soy Malaquías, un serafín, ya te lo he dicho, y estoy aquí para ofrecerte una oportunidad. Soy la respuesta a tu plegaria, Lucky, pero si no quieres admitirlo, digamos que soy la respuesta a tus sueños más locos.
—¿Qué sueños?
—Durante todos estos años siempre has rezado por que el Hombre Justo fuera de la Interpol. Porque formara parte del FBI. Porque estuviera del lado de los chicos buenos y todo lo que te pedía que hicieras fuera para bien. Es lo que siempre has soñado.
—Eso no importa, y lo sabes muy bien. Yo los maté. Hice un juego de todo ese asunto.
—Sé que lo hiciste, pero aun así era tu sueño. Ven conmigo y no tendrás dudas, Lucky. Estarás del lado de los ángeles, de mi lado.
Nos miramos el uno al otro. Yo temblaba. Mi voz no era firme.
—Si eso fuera cierto —dije—, yo haría cualquier cosa, todo lo que me pidieras, por ti y por el Dios del cielo. Aceptaría todo lo que exigieras.
Sonrió, pero muy despacio, como si mirara muy dentro de mí en busca de alguna reserva mental, y tal vez descubrió que no había ninguna. Tal vez fui yo quien se dio cuenta de que no tenía ninguna.
Me dejé caer en el sillón de cuero, al lado del sofá. Él se sentó frente a mí.
—Voy a mostrarte tu vida ahora —dijo—, no porque yo necesite hacerlo, sino porque tú tienes que verla. Y sólo después de haberla visto creerás en mí.
Asentí.
—Si puedes hacer eso —dije, tristemente—, bueno, creeré en todo lo que me digas.
—Prepárate —dijo—. Escucharás mi voz y verás lo que yo te voy a describir, tal vez de una forma más vívida que como nunca has visto nada, pero el orden y la organización serán cosa mía, y puede que sean más difíciles de soportar para ti que una simple sucesión cronológica. Es el alma de Toby O’Dare lo que vamos a examinar, no simplemente la historia de un joven. Y recuerda que a pesar de todo lo que veas y lo que sientas, yo estoy realmente aquí contigo. Nunca voy a abandonarte.