La hora del mar (26 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

BOOK: La hora del mar
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Una vez esta estructura estuvo fuera del agua, un órgano oscuro con gruesas protuberancias que lo recorrían de un extremo a otro emergió del agua como una probóscide de proporciones descomunales. Tan pronto lo hizo, se contrajo súbitamente sobre sí mismo y se extendió, lanzando una roca de varias toneladas por el aire como si fuera una pelota de tenis. La roca cruzó el aire con un sonoro silbido, describió una órbita elíptica, y volvió a caer pesadamente sobre los edificios de la costa.

El encontronazo fue descomunal. Golpeó uno de los bloques de primera línea en su mitad inferior y desapareció en su interior como si estuviese hecho de mantequilla. La estructura interna se sacudió salvajemente, y en el acto, todos los cristales de la fachada saltaron por los aires. Cayeron trozos de ladrillo y cemento, que golpearon las aceras como bombas de pequeño calibre, causando grandes destrozos. Unos segundos después, la mitad inferior del frontal del edificio perdió cuerpo y se vino abajo, precipitándose en una lluvia de polvo, cascotes y muebles de toda clase. El interior del edificio quedó expuesto como el de una casa de muñecas. Una cama quedó colgando en una esquina, las cortinas de una ventana que se había rajado por la mitad ondearon tímidamente y un cuadro terminó de desprenderse, cayendo pesadamente al suelo, donde se hizo trizas.

Casi al mismo tiempo, el silbido de un segundo proyectil empezó a abrirse camino desde el cielo. Éste voló a una altura considerable, se volvió un punto minúsculo entre las nubes altas y volvió a descender como un cometa, embestido de una terrible fuerza de aceleración de caída. Esta nueva roca, de un tamaño similar, impactó contra el histórico Palacio de Miramar, que en tiempos acogió ilustres huéspedes de la realeza europea. Descarnó la vistosa policromía de cerámica, madera y forja, y avanzó por el interior derribando tabiques, las almohadilladas pilastras y la decoración isabelina francesa, y fue a estrellarse contra el hermoso patio interior, arrasando con gran parte de los antiguos motivos árabes.

En el mar, otras islas empezaron a formarse. Los huevos de color negro emergieron creando ondas, y algunos lanzaron chorros de agua de una forma similar a como lo hacen las ballenas, elevándose muchos metros en el aire. En poco tiempo, una hilera irregular de formas oscuras se había adueñado de la línea de la costa, y empezaron a lanzar rocas contra la ciudad. El cielo se llenó de proyectiles, y los edificios, calles y avenidas, empezaron a cubrirse de escombros. En sólo tres minutos, el primer edificio se vino abajo con un estrépito pavoroso; levantó una nube densa y gris achaparrada que lo engulló todo alrededor, cubriendo la irreparable destrucción de la ciudad costera con un piadoso y tupido velo.

En cuanto a las Rocas Negras, esperaban pacientemente sin alejarse mucho de la línea del mar, apartadas de la zona donde impactaban los proyectiles. Habían vuelto a replegarse sobre sí mismas adquiriendo otra vez la apariencia de extraños monolitos negros, y aguardaban.

El sonido de los impactos en los edificios llegó claramente hasta la gente que trataba de huir por la autovía. Al principio, un profundo silencio cayó sobre ellos, mientras trataban de determinar de dónde provenían aquellos golpes sordos y lejanos que hacían que el corazón se les encogiera en el pecho, pero cuando empezaron a ver las nubes de polvo ascender en el cielo, el caos se extendió como una chispa en un reguero de pólvora.

Marianne, que se había separado unos metros de Thadeus y Jorge para hablar con una familia e intercambiar información, fue arrastrada de repente por la masa.

—¡Marianne! —gritó Thadeus.

Pero la química había desaparecido de la vista.

—¡Tad! —llamó Jorge.

Los soldados se habían subido a uno de los vehículos y gritaban a un lado y a otro, sin que nadie les hiciera caso. Thadeus, inspirado por su acción, saltó sobre el capó del coche más cercano. Sin embargo, no consiguió divisar a Marianne entre la multitud: todo el mundo corría hacia el norte entre gritos y las cabezas, vistas desde atrás, formaban una amalgama heterogénea.

Miró a Jorge, lleno de confusión, pero éste se había lanzado ya hacia delante, llamando también a su compañera. A veces, el suelo entero parecía temblar, sobre todo cuando algún edificio, en la distancia, se colapsaba cuan alto era.

—¡Jorge!

Thadeus miró hacia atrás, para encontrarse con un espectáculo pavoroso: la nube de polvo y humo había crecido tanto que se asemejaba más a una pared de aspecto ceniciento que evolucionaba a ojos vista por toda la línea del horizonte. En alguna parte, en el cielo, un par de helicópteros se retiraban de la zona, intentando escapar del voraz crecimiento de la nube. Aquella visión espantosa le congeló en el sitio durante unos instantes todavía: era demasiado abrumadora, demasiado desproporcionada para ser real.

Jesús, van a echar la puta ciudad abajo
, se dijo, y cuando se le ocurrió que quizá esa misma escena se estaba repitiendo en otras partes del mundo, un escalofrío le estremeció de pies a cabeza.

Pero al instante siguiente, su cabeza volvía a concentrarse en sus compañeros. Miró alrededor: Jorge se había adelantado tanto que también él había desaparecido de la vista. Además, algunas personas estaban escapando de la autovía y empezaban a trepar por las colinas que ésta atravesaba, causando una gran confusión. Thadeus no sabía qué hacer.

En un momento dado, decidió moverse junto con la masa en dirección norte; bajó del coche y se dejó llevar, envuelto en un rebufo de sudor y calor concentrado. Al fin y al cabo, si Marianne había sido arrastrada, acabaría por encontrarla más adelante, donde quiera que la riada de gente terminara.

Apenas tenía que esforzarse por caminar: era llevado prácticamente en volandas, y no le extrañó que ninguno de sus amigos hubiera podido luchar contra la corriente. En un momento dado, consiguió desplazarse hacia el andén de la derecha, pero resultó aún peor porque la barandilla de seguridad era irregular y hasta cortante en algunos puntos, y momentos antes de llegar a ella ya escuchaba protestas y gritos; una joven estaba atrapada con una arista en punta oprimiéndole la pierna y provocándole una grave hendidura. A medida que la empujaban a uno y otro lado, la arista se clavaba como los dientes de una sierra. La chica gritaba, con los ojos desencajados y haciendo terribles aspavientos con los brazos, pero era empujada contra su voluntad y la herida no paraba de crecer. Otros, eran empujados por encima del quitamiedos, cayendo al otro lado donde se precipitaban rodando por la pendiente.

Thadeus tenía el rostro de la joven grabado en las pupilas: su expresión de profundo dolor se le había clavado como una aguja ardiente y empezó a abrirse paso como pudo, levantando los codos y dando empellones. Era una visión extraña, con la ciudad cayendo pedazo a pedazo en la distancia y el sonido arrítmico y pesado de los proyectiles resonando contra su pecho como tambores de guerra. La frente era una cortina de sudor.

Cuando llegó hasta la joven, se esforzó por colocar ambos brazos alrededor de ella manteniendo atrás su cuerpo; quería procurarle algo de espacio vital para que pudiera liberarse. Miró hacia abajo y vio un manantial de sangre deslizándose por su pierna desnuda hasta los calcetines que asomaban por encima de sus botas de campo. La presión era terrible: no tenía unos brazos fuertes, pero sí lo suficiente como para lograr su propósito durante unos segundos al menos. La masa empujaba, inexorable, y el biólogo sentía cómo sus pies se deslizaban por el suelo aunque intentaba anclarlos apretando con las piernas.

En el ínterin, la joven liberaba la pierna con una mueca de dolor, y la arista metálica quedó expuesta, recubierta de sangre de un color rojo intenso. Justo a tiempo, porque Thadeus no pudo soportar más la presión: levantó los brazos y se preparó para recibir el cuerpo de ella contra el suyo. Después no pudo ofrecer más resistencia; la gente recuperó el espacio ganado y Thadeus se precipitó contra la joven, haciéndola perder el equilibrio.

Cayeron, enmarañados el uno contra el otro, por el terraplén. La tierra reseca se les pegó a las camisetas sudorosas a medida que daban vueltas. En algún momento, Thadeus recuperó el control y se limitó a caer hacia atrás, tumbado boca abajo, junto a la desconocida. Cuando llegaron al final de la ladera, las piernas y los brazos pulsaban dolorosamente, y las palmas de las manos ardían por la fricción y las decenas de pequeños cortes.

Se giró hacia la joven, que estaba tendida sobre su espalda. Su pecho subía y bajaba al ritmo de su descontrolada respiración.

—¿Estás bien? —preguntó.

La chica le miró, y Thadeus se sintió confusamente conmovido por su mirada dulce, de color miel. En esos pocos segundos no supo decir si era su expresión desvalida la que le había llamado tanto su atención, o la belleza natural de su rostro joven, pero ahora que había dejado caer la cabeza hacia atrás, y su espalda formaba un arco contra el suelo, se vio moviéndose hacia ella casi sin proponérselo.

—¿Estás…? —preguntó, dubitativo.

Miró hacia la pierna. Tenía una fea herida en el muslo; la ropa estaba desgarrada y mostraba un corte profundo y sangrante. Ella intentó moverse, pero su expresión se contrajo en una mueca de dolor.

—No te muevas… —añadió Thadeus.

La visión de toda esa sangre y el color oscuro y húmedo del corte le hicieron sentir una profunda desazón. Nunca había visto antes heridas de ese calibre, así que se descubrió a sí mismo con las manos temblorosas sobre ésta, flotando a pocos centímetros, incapaces de decidirse a reaccionar. Miró brevemente alrededor, intentando encontrar a alguien que pudiera atenderlos, pero allá abajo no había apenas nadie; casi todo el mundo quedaba por encima del terraplén, en la autovía, desde donde les llegaban los gritos de la gente coronados por la cadencia de los proyectiles cayendo sobre la ciudad.

Ella debió advertir algo en su expresión, porque se incorporó hasta apoyarse sobre sus codos. Miraba ahora su pierna, con la tela de los pantalones adentrándose dolorosamente en la carne. Una gran mancha oscura lo teñía todo.

—¡Oh, por favor! —exclamó.

—¿Qué hago? —preguntó Thadeus en un susurro. Pero ella se limitó a devolverle la mirada, sin decir nada.

Vamos…
, pensó Thadeus.
Lo has visto en decenas, cientos de películas. Es algo tan trivial que resulta aburrido: un torniquete, un trozo de tela de algún tipo atado fuertemente para detener la hemorragia, hasta que puedas conducirla hasta algún soldado o algún hospital…

—Voy a intentar… —empezó Thadeus, pero no pudo terminar. Estaba pensando que, para hacer un torniquete, necesitaría al menos un trozo de tela, pero no parecía haber nada alrededor que pudiera usar. Su ropa estaba ahora sucia, y la de ella era simplemente demasiado escasa para desgarrar nada: apenas una camiseta sin mangas de un color gris desvaído y un pantalón corto que parecía tener demasiadas aventuras. Se miró las palmas de las manos de nuevo, con un fuerte sentimiento de impotencia.

—Sangra mucho… —dijo ella—. ¡Y escuece!

—Sí… —musitó él—. Tenemos que pararlo. Pero no tengo nada que pueda usar para…

—¿Para qué?

—Ya sabes. Un torniquete. Para que deje de sangrar.

—Oh…

Después de unos segundos, ella se giró a un lado, procurando no mover la pierna herida. Incluso entonces, un ramalazo de dolor ascendió por la pierna obligándole a torcer el gesto. Por fin, extrajo una especie de pañuelo que llevaba enrollado en la cintura y lo extendió ante ella.

Aplicar el pañuelo fue, contra todo pronóstico, mucho más sencillo de lo que había esperado. Apretó el nudo tan fuerte como pudo y ella lanzó un pequeño gemido, pero el flujo de sangre se detuvo considerablemente.

Thadeus se pasó el antebrazo por la frente; estaba cubierta de sudor.

—Creo que has ganado un poco de tiempo —dijo.

La joven asintió, mohína.

—No tengo suerte… —dijo.

El sonido de una tremenda explosión en la distancia les hizo volver la cabeza. A lo lejos, por encima de los edificios, columnas de humo de todos los tonos de gris se elevaban hacia el cielo, conformando formas nebulosas. En un momento dado les pareció ver movimiento en el aire: apenas una forma difuminada, imprecisa y oscura, pero que luego desapareció rápidamente.

—Dios mío… —dijo Thadeus—. ¿Qué está pasando?

—¡Tengo que levantarme! —exclamó la joven, ahora con un deje de angustia en su voz.

—Espera… Te ayudaré.

Ella pasó su brazo por detrás del cuello de Thadeus y se sirvió de la pierna sana para incorporarse. Descubrió que dolía menos de lo que pensaba, y él, que ella pesaba aún menos de lo que parecía.

Miraron hacia arriba, por encima del terraplén.

—No creo que podamos subir por aquí —dijo él.

—Puedo intentarlo, de verdad…

—La pendiente es demasiado pronunciada. ¡Volveríamos a caernos!

La joven gimió, embargada por la impotencia. El biólogo percibió el olor de su sudor, agrio y penetrante, y de alguna forma inconsciente y animal, captó su miedo y su nerviosismo. Se había complicado todo tanto, en tan poco tiempo… Miró hacia arriba una vez más, todavía esperanzado, como si fuera a ver la cabeza de Jorge asomando por encima del quitamiedos.

Pero no ocurrió.

—¿Ibas sola? —preguntó Thadeus.

—Sí… —dijo ella, aunque con la cabeza baja.

—De acuerdo. ¿Te ves con fuerzas para caminar? —preguntó Thadeus.

—Claro que sí…

—No mucho. Unos cien metros, calculo. Cruzaremos aquella rotonda, ¿ves?, y subiremos por el carril otra vez hasta la autovía. Será mejor, aunque sea más largo.

—Sí…

—¡De acuerdo!

Se pusieron en marcha, pero después de sólo unos metros, ella comenzó a jadear. Cada vez apoyaba menos la pierna, y el esfuerzo que hacía sobre la otra era mayor de lo que había esperado. Empezó a sudar otra vez demasiado. Los dedos sobre el hombro de Thadeus eran ahora una garra que se clavaba en su carne.

—¿Quieres que paremos? —preguntó él con prudencia.

Ella no dijo nada inmediatamente; parecía determinada a seguir, pero después de un rato haciendo un esfuerzo extraordinario, tuvo que parar.

—No puedo… —admitió al fin.

—Espera… Intentas hacer todo el camino de una vez, ¡y no hay necesidad!

La joven se volvió para mirarle.

—Oye… ¡No puedo! Cada paso que doy me da latigazos hasta las ingles.

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