La hora del mar (22 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

BOOK: La hora del mar
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Pero luego le siguieron otros.

Nadie había visto el tentáculo emerger del mar, y la nube de esporas que afectaban a sus motores e instrumentos era indistinguible desde esa distancia, sobre todo porque el humo ocultaba lo que pasaba. Todo lo que veían eran aviones que perdían el rumbo y se estrellaban espectacularmente contra el mar o bien contra los edificios, y después el fuego y las explosiones, que no tardaron en predominar en la escena.

Después de aquello, volvió la calma. Las Rocas Negras seguían en movimiento, pero no parecía que avanzaran hacia ninguna parte, se limitaban a moverse como una turba de insectos. La gente, por su lado, se entregó a un intenso debate sobre lo que acababan de vivir, y hubo mil conjeturas sobre el motivo por el que los reactores militares habían sucumbido. Se mencionaron ataques con ondas cerebrales y ultrafrecuencias que habían vuelto locos los sistemas eléctricos de las aeronaves.

Jonás se retiró al lugar donde había pasado la noche. Por entonces aún tenía la ropa parcialmente mojada, y se escabulló entre un par de rocas grandes para evitar el viento tanto como le fuera posible. Aun así, estaba hambriento y sediento, y no sabía qué hacer. Hasta diez veces había sacado su móvil del bolsillo para intentar llamar a Miguel, pero la cobertura iba y venía como la llama de una vela en mitad de una corriente de aire. Finalmente, se convenció de que era un problema de altitud y guardó el aparato. Se dijo que volvería a intentarlo al regresar a la ciudad, cuando quiera que eso sucediese.

Intentar dormir en aquel escondrijo había sido como hacerlo en un ataúd puesto en vertical. Además, las oquedades de la roca eran demasiado oscuras, y cuando apoyaba el codo sobre una de las aristas notaba el tacto desagradable del musgo. Tales cosas le fastidiaban demasiado como para ignorarlas, incluso en esas circunstancias y, por consiguiente, no pegó ojo en toda la noche. Un poco antes del amanecer pensó en sus Pastillas de Colores, que aún debían de estar sobre la televisión. Si hubiera tenido una a mano, se dijo, probablemente la habría hecho pasar por la garganta a pesar de no tener nada a mano para beber. La habría empujado con la lengua si hubiera hecho falta. Cuando se toman Pastillas de Colores, cosas como las Rocas Negras importan tanto como la temperatura media de un grano de polvo en la superficie de la luna.

—Estamos bien jodidos —dijo una voz a su izquierda.

La voz llegó tan de improviso, que Jonás dio un respingo. Se volvió para encontrarse con un par de ojos grises que oteaban el horizonte. Eran pequeños, pero brillaban tanto que parecían recoger toda la luz del alba y concentrarla. Era, por supuesto, el hombre que había conocido la noche anterior. Lo había perdido de vista mientras subían por el monte y no había vuelto a verlo desde entonces.

—Gracias… —acertó a decir Jonás. Su voz sonó tan gutural que se obligó a carraspear un par de veces.

—¿Gracias por qué? —preguntó el hombre.

—Por salvarme anoche.

—No fue nada.

—En serio… —insistió Jonás—. Creo que la mayoría de los que estamos aquí no habríamos pensado en subir al monte. Fue… Bueno, fue una gran idea.

El hombre sacudió la cabeza.

—Habrías ido a cualquier otro sitio —dijo—. Esas cosas se toman su tiempo. No han progresado mucho desde anoche.

Jonás asintió. Unas horas antes parecían decididos a devorar la ciudad entera en poco rato, pero ahora iban y venían por las calles, moviéndose en todas direcciones sin orden ni concierto. Jonás había observado que no tenían interés en penetrar en los edificios. En las ventanas, balcones y azoteas de muchos de ellos había personas asomadas, que miraban abajo con las manos recogidas contra el pecho, encerradas en sus prisiones de cemento y cristal.

—Es cierto… —dijo Jonás, pensativo.

—No sé qué pretenden. Han llegado uno o dos kilómetros tierra adentro y se han parado. Pero no han dejado de moverse en toda la noche. Estuve intentando seguir el rastro de uno de ellos, a ver si atendía a algún patrón, pero me fue imposible.

—¿Un patrón? —preguntó Jonás.

—Como las abejas. Describen círculos y complejas formas para comunicarse con otras abejas. No sé qué tipo de inteligencia tienen estas criaturas, pero no les he visto manipular ningún objeto ni comportarse de una forma estratégica. Más bien cargan hacia delante utilizando su número como principal punto fuerte. Bien podrían estar comunicándose de una forma parecida.

—¡Oh!… —exclamó Jonás, con la mirada perdida en las calles teñidas de negro. Desde esa distancia, las Rocas Negras parecían una plaga de cucarachas oscureciendo el asfalto.

—También me he fijado en los cadáveres. Por ejemplo… aquel de allí —señaló con el dedo a algún punto en la distancia—. Quería saber si podríamos servirles de alimento, pero no los han tocado en toda la noche. Aunque cuando la luz se fue, ya no pude ver más.

—Dios mío… —exclamó Jonás.

—Sin embargo, empiezo a pensar que quedarse aquí no nos llevará a nada —continuó diciendo el hombre. Aún mantenía sus ojos grises fijos en algún punto indeterminado, como si estuviera pensando en voz alta—. Creo que deberíamos movernos.

—Muchos se han ido ya, durante la noche —apuntó Jonás.

—No creas que tantos.

Jonás miró alrededor. Se habían formado grupos de gente, compuestos por personas de todas las edades. Algunos corrían de un lado a otro, como mensajeros reales portando importantes comunicados. Una señora entrada en años cruzaba en ese momento hacia la derecha, ataviada con una descolorida bata de felpa. Tenía la mano extendida y con ella sujetaba un miserable perro del tamaño de un puño, que caminaba con desparpajo como si fuera el líder de una manada invisible. También había niños. Los más pequeños habían acabado por dormirse a pesar de todo, y aunque la noche estival era calurosa en la capital de la Costa del Sol, en lo alto del monte corría un viento frío. Se habían prodigado esfuerzos por proporcionarles ropa de abrigo: tanta como se había podido reunir, y casi todos los que estaban a la vista dormitaban enredados en un batiburrillo de ropas de toda clase, como extraños huevos prehistóricos. Los que habían querido o podido coger una habitación en el Parador de Gibralfaro llenaban sus terrazas, y desde allí miraban y señalaban las calles haciendo grandes aspavientos.

El hombre siguió la mirada de Jonás.

—Estuve hace unas horas allí, en el Parador. Tienen la televisión puesta en el salón —explicó el hombre.

—Oh… —exclamó Jonás. No se le había ocurrido esa posibilidad, y chasqueó la lengua por no haber pensado en ello.

—Está ocurriendo lo mismo en casi todo el mundo, por difícil que sea de creer. Como lo de los peces muertos. Sabía que eso iba a traer cola, pero nunca imaginé algo así —dijo con tono lastimero—. Cuando vi los ataques a los barcos, pensé que la cosa era mucho peor de lo que había imaginado. Quizá no lo pensé conscientemente, ¿sabes? Era algo físico, casi como una intuición, pero tan poderosa que casi me hace levantarme de mi asiento.

Jonás asintió despacio.

—Mi instinto me decía que me marchase —continuó—, pero… tenía cosas que hacer. Cosas importantes, y me quedé. Creo que ahora lamento esa decisión.

—¿A dónde habrías ido? —quiso saber.

—Hacia el interior. Todo esto ocurre sólo en las costas. Hay que irse al interior. Estoy seguro de que están montando una línea de defensa en algún lugar.

—¿La policía?

—El ejército —respondió el hombre.

Jonás asintió de nuevo, abriendo mucho los ojos. De repente, la perspectiva de que el ejército pudiera estar reagrupándose en alguna parte le llenó de inquietud. Ni siquiera había pensado en ello, pese a haber visto los aparatos militares sobrevolar el cielo malagueño. Jonás se tomaba las cosas como venían; podía ver la realidad como pequeños fotogramas sin comprender que podrían formar parte de un largometraje. Era algo más que un problema de perspectiva; era como mirar el mundo a través de un agujero en un cartón.

Ahora, al menos, comprendía eso.

—¿Puedo ir contigo? —preguntó rápidamente.

El hombre pestañeó.

—Claro… —dijo despacio, y después de un instante, añadió—: ¿No tienes familia?

Jonás cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro antes de responder.

—No —dijo en voz baja—. Ya no. Tengo un amigo. Pero no sé dónde está.

El hombre asintió, mirándole con ojos escrutadores. Después de unos instantes, le extendió la mano.

—Me llamo Merardo —dijo.

—Yo, Jonás…

—¿En serio? —preguntó Merardo.

—Sí…

—¿No era Jonás ese profeta al que Dios hizo que se lo tragara un pez gigante? —preguntó, divertido.

Jonás pestañeó. La historia le sonaba de algo, como si rebotara por la trastienda de su memoria sin terminar de definirse. Si lo había sabido en algún momento, hacía tiempo que lo había olvidado. Pensó que era posible que su padre se la contara cuando era pequeño, porque su padre le contaba miles de historias cuando iban juntos a pescar.

—Sí, creo que sí.

—Qué poco apropiado, dadas las circunstancias… —dijo con una media sonrisa.

Jonás se encogió de hombros, pero de alguna manera se alegró de que la anécdota hubiese servido para distender el ánimo, y por primera vez en mucho tiempo, sus labios se curvaron temblorosamente para intentar un atisbo de sonrisa. Resultaba un acto inconsciente ejecutado más por empatía que por el hecho de la coincidencia del nombre, por supuesto: Merardo le caía bien, y había algo en su tono de voz pausado que le transmitía una suerte de paz interior que sólo había conocido en el mar.

—Creo que intentaré hablar con toda esta gente —añadió Merardo—. Al menos, con quienes quieran escuchar; esperan que alguien venga y les diga que pueden volver a su casa, pero eso no ocurrirá.

Jonás pestañeó, pero no dijo nada. No sabía a ciencia cierta lo que esperaba él. Suponía que se sentía parte de la masa, sí, y que probablemente terminaría haciendo lo que la mayoría. Era más o menos lo que había hecho siempre. Echando ahora un furtivo vistazo a la gente que le rodeaba, se daba cuenta de que el sentimiento general parecía ser el mismo. Era como si todas aquellas personas se movieran formando círculos, y éstos se expandieran y contrayesen continuamente, sin perder su identidad y ubicación. Nadie parecía ir a ningún sitio: a veces un grupo se alejaba, pero terminaba por aparecer de nuevo. Recordó las palabras que Merardo había pronunciado hacía escasos instantes sobre los que se habían marchado durante la noche: «No creas que tantos», y empezaba a pensar que tenía razón.

—Creo que debemos seguir por el monte. Bajando por allí llegaremos a las casas que están detrás del Camino Nuevo, pero me preocupa el túnel que cruza por debajo de la Alcazaba… estaríamos demasiado cerca de los monstruos si deciden avanzar por ese lado. Si subimos hacia el colegio El Monte, podemos cruzar la carretera y volver a subir campo atraviesa hasta el Seminario, ¿me sigues?

—Sí, creo que sí —balbuceó Jonás.

Pero lo cierto era que su mente se había perdido entre sus palabras. ¿Había dicho
monstruos
? Los había visto salir del agua y había huido de ellos, y todavía podía verlos abajo, entre las calles, a poco que se acercara a la barandilla del mirador, pero la palabra sonó como un
gong
en su cabeza. Desde luego que lo eran. Había visto muchas criaturas extrañas en un sinfín de documentales en la televisión; cuando tomaba las Pastillas de Colores con la debida periodicidad, esos programas eran sus favoritos, algo en la voz monocorde del narrador y la música de fondo le dejaba adormilado pero atento a las imágenes que se desarrollaban en la pantalla, y nunca había visto nada remotamente parecido.

—Desde allí podemos tomar el camino de los montes y seguir hacia el norte. Puede que en algún momento encontremos un transporte. Alguien debe haber organizado algo. Quizá el ejército tenga controlados los accesos y salidas —asintió despacio, como si pensara en voz alta, y añadió—: Sí, hablaré con la gente. Veremos quién quiere venir con nosotros. Cuanto antes nos vayamos, mejor… Hay bastantes niños por aquí, y personas mayores, y con ellos se camina despacio.

Jonás asintió con gravedad, pero entonces, ocurrió algo.

Cuando quisieron darse cuenta, el runrún que producía la gente alrededor empezó a crecer en intensidad. Absortos como estaban en su conversación, no lo notaron hasta que algunas de estas voces se convirtieron en gritos, y no faltó quien empezó a correr.

Jonás se congeló en el sitio, confuso, y Merardo mudó su expresión rápidamente, girando la cabeza para intentar comprender lo que pasaba. Alguien corría ahora en dirección a ellos; un hombre joven con una camisa negra de fiesta. Su rostro era la antesala del pánico.

—¡Están subiendo! —gritó.

Jonás retrocedió un par de pasos. Esta vez, no le cupo ninguna duda de que se refería a las Rocas Negras.

—Demasiado… —oyó murmurar a Merardo. Había cerrado los puños con fuerza y su expresión volvía a ser grave y dura a la vez—. ¡Hemos tardado demasiado!

De repente, salió a la carrera en dirección al mirador. Jonás, instintivamente, trotó detrás de él. La gente se alejaba de allí corriendo tanto como podía, y al mirar en dirección al Parador, vio que muchas de las terrazas se habían quedado repentinamente vacías. Alguien que escapaba en dirección opuesta chocó contra su hombro y casi le hizo perder el equilibrio.

Se van
, pensó.
La gente se va porque están subiendo.

En algún lugar, el motor de un coche cobró vida y revolucionó rápidamente, llenando el aire de un sonido amenazante. Acto seguido hubo un ruido arrastrado de chirriar de ruedas y, casi al mismo tiempo, un golpe metálico y estridente. En plena carrera, Jonás pudo imaginar lo que ocurría, pero no se atrevió a mirar atrás: tenía los ojos fijos en Merardo y no tenía intención de perderle de vista.

Por fin, llegaron a la balaustrada. Merardo llegó primero y se agarró a ésta con fuerza. Sin embargo, Jonás ya sabía lo que vería antes de llegar a ella; casi esperaba encontrarse de bruces con una de aquellas monstruosas criaturas trepando por la ladera del monte.

No estaban tan cerca, pero las divisó subiendo por los senderos que ascendían entre los árboles, ocultándolos como un río de brea. Era como una ola oscura devorando el monte, avanzando a buen paso. Jonás sintió que las piernas le flaqueaban.

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