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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

La hora del mar (17 page)

BOOK: La hora del mar
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—Entiendo —dijo suavemente.

Y colgó el teléfono de nuevo.

Permaneció inmóvil unos instantes, intentando comprender las implicaciones de la respuesta que acababa de obtener. Por fin, dejó escapar todo el aire de sus pulmones y unas arrugas de preocupación poblaron su frente, sin que pudiera hacer nada por impedirlo. Dejó la pluma a un lado, como si de repente fuera un objeto al que no pudiera encontrarle ya el sentido.

—Que Dios nos asista —le dijo al despacho vacío.

La ministra colgó el teléfono y se rascó la nuca con saña. Esa parte del cuello la delataba en los momentos de estrés; primero aparecía un prurito en la piel, envuelto por un ligero enrojecimiento, y después sobrevenía el picor.

Abrió el cajón de su escritorio y sopesó el tarro de bálsamo para el afeitado que usaba en esos casos, pero estaba vacío. ¿No lo había estrenado hacía sólo cuarenta y ocho horas? Tenía un recuerdo impreciso de que así era, pero los últimos dos días no había habido ni un momento de descanso, y le daba la impresión de que el estrés que llevaba acumulado casi podría medirse con un contador Géiger.

A su alrededor, los asesores científicos y militares de alta graduación consultaban las pantallas y los datos que recibían de todas partes. La actividad era febril, y los operadores de las distintas terminales movían las manos en sus teclados como presas de un exaltado paroxismo. Había también un canal privado, compartido con otras agencias de otros países, donde se volcaba y recogía toda la información disponible. Al menos, la mayoría. Todas esas operaciones entrañaban una dificultad enorme debido a la tormenta geomagnética que se estaba produciendo en esos momentos, y que interfería con los sistemas de vigilancia globales de los que eran tan dependientes.

—Señora —dijo un oficial a su lado—, tenemos listo el informe del submarino S-70 que perdimos cerca de las Canarias.

Con un gesto decididamente marcial, el oficial le extendió el informe. La ministra lo examinó brevemente, sin cogerlo. El general Abras, que se mantenía en un segundo plano al lado de la ministra, dio un paso al frente.

—La ministra no dispone de mucho tiempo, oficial. Ofrézcanos un resumen, por favor.

—Sí, señor —contestó el oficial, levantando la cabeza y poniéndose firme. Miraba a algún punto indeterminado de la habitación, como si estuviera concentrado en recordar. Y con un tono de voz monótono y casi mecánico, empezó a recitar—: Informe de carácter reservado sobre el incidente del submarino clase Galerna S-70, hundido en la madrugada del…

Pero la ministra levantó la mano para indicar que parase.

—¿Podemos dejar de lado los formalismos? —preguntó.

—¿Señora? —preguntó el oficial, sin abandonar su posición de firmes.

—Sólo cuénteme con sus propias palabras qué dice el maldito informe.

El oficial tardó todavía unos segundos en relajarse. Miró brevemente al general y éste asintió con un imperceptible movimiento de cabeza. Sólo entonces, el oficial abandonó su posición de firmes.

—Sí, señora… —dijo en voz baja—. Creemos que usaron turbinas de microondas. Las microondas funcionan excitando moléculas de agua, las calientan….

—Ya sé cómo funciona un microondas —dijo con cierta impaciencia—, pero ¿qué les ha hecho suponer eso?

—Las últimas transmisiones del S-70, señora. Cuando estaban apenas a cincuenta metros bajo el agua, algo interfirió con los instrumentos eléctricos, que dejaron de dar mediciones correctas. Algún sistema clave quedó averiado también, y el capitán ordenó zafarrancho. En algún momento, apareció algo en el sonar del tamaño de una ballena y empezaron a notar que la temperatura estaba subiendo rápidamente.

—Continúe —apremió la ministra, rascándose la nuca sin ser consciente de ello.

—El capitán ordenó subir a la superficie, pero mientras tanto la tripulación empezó a sentir picores en la piel, por todo el cuerpo.

La ministra pestañeó, retirando la mano como si hubiera palpado el lomo peludo de una araña.

—Después escozor —continuó el oficial—, y por fin que la piel se quemaba. Palabras textuales del operador de transmisiones, señora. Para entonces tenían otros problemas. Las bombas de achique reventaron, dejando de funcionar. A partir de ahí, no tenemos datos de audio, pero sabemos que el submarino se fue lentamente a pique. Sólo podemos imaginar que la temperatura siguió aumentando. Mientras tanto, el submarino llegó a los doscientos metros. A esas profundidades, los fallos son multiorgánicos: el corazón revienta, la piel se cae a tiras, los globos oculares estallan…

La ministra le miraba ahora horrorizada.

—Por el amor de Dios… —exclamó, intentando apartar las imágenes que se habían formado en su mente—. ¿Su equipo cree que calentaron el agua alrededor del submarino?

—Eso explicaría lo de la fauna marítima muerta, señora. También lo de los picores y la sensación de quemazón en la piel. Es como las armas basadas en microondas que los americanos usaron en Iraq. No son letales, pero el dolor es tan intenso que no puedes ni pensar. Creemos que, bajo esas premisas y dañado gravemente en sus estructuras básicas, el submarino se fue a pique sin gobierno.

—Es interesante —admitió la ministra, reflexiva—. ¿Qué tal funcionaría eso como sistema de motores?

—Creemos que podría tratarse de alguna clase de turbina, señora. Si se llena de agua y se calienta a una enorme temperatura, con un sistema de microondas se podría tener un sistema de propulsión. El problema, claro, es la desorbitada cantidad de energía que habría que generar, pero…

De pronto, el general elevó su voz para interrumpir al oficial de forma tajante.

—Gracias, oficial. Somos conscientes —dijo.

—Sí, señor —exclamó el oficial, mordiéndose la lengua con los dientes.

Era un acto reflejo, un viejo tic nervioso que aparecía cuando un oficial de más graduación le reprendía por hablar de cosas que no debía mencionar, como la naturaleza explícita de las luces submarinas. En sitios como aquél, se dijo, hasta la composición de la mierda de mosca parecía ser un secreto de Estado.

—Eso es todo, oficial —dijo entonces la ministra—. Por favor, haga circular el informe.

—Sí, señora.

El oficial saludó llevándose la mano a la frente, dejó el informe sobre su mesa y se dio media vuelta, visiblemente aliviado. Todo lo que quería era salir de allí tan rápido como fuese posible. La ministra imponía cierto respeto, desde luego, pero el general Abras tenía la mirada fría y penetrante de los antiguos senescales, como aquellos que acechaban detrás de los tronos reales y se pasaban el día cuchicheando secretos a los oídos del rey.

La ministra permaneció unos segundos mirando el informe, luego sacudió la cabeza y consultó brevemente su reloj. Se acercaba la hora en la que debía informar al presidente.

—¿Realmente llegaron a usar esas armas? —preguntó sin volver la cabeza.

Desde su posición, con el rostro sumido en penumbras, el general suspiró.

—Sí, señora —dijo en voz baja—. Las fabrica la empresa Raytheon, con sede en Tucson. Fueron retiradas por la controversia, pero sabemos que llegaron a usarse, desde luego.

—¿Sabe qué? Me hubiera gustado que me informaran antes de todo esto. Y no me refiero a las putas microondas.

Pero el general Abras no dijo nada.

Apenas diez minutos después, la cúpula militar del edificio se encontraba reunida en una de las muchas salas de videoconferencias. La calidad de la imagen y del audio dejaba mucho que desear, con frecuentes paradas y la recuperación de datos era tan mala que las imágenes mostradas parecían una ensalada de píxeles. Sin embargo, los técnicos de los diferentes países involucrados en la transmisión estuvieron de acuerdo en que, con la tormenta geotérmica castigando los satélites, esperar una calidad mayor no era razonable.

Sobre todo, la sesión se dedicó a estudiar las imágenes recopiladas de los diferentes medios y otras tomadas por fuerzas de aviación de cada nación. Se mostraron ampliaciones detalladas de las misteriosas corazas negras y se compararon con imágenes mucho más prosaicas de crustáceos comunes. Los diagramas que mostraron con cortes esquemáticos de sus anatomías dejaban claro que las criaturas y ciertas familias de los artrópodos tenían mucho que ver. Los asesores científicos, con mediación de algunas eminencias en sus respectivos campos de investigación, circularon por la videoconferencia, comentando sus impresiones sobre la amenaza a la que se enfrentaban.

—Con respecto a los ojos de color rojo —decía la traductora simultánea a través del micrófono embutido en su oreja—, se trata de capilares sanguíneos que se ven a través de su iris. El iris es siempre la parte de color del ojo, así que la percepción de que sus ojos son rojos se debe a que sus iris son transparentes. Por lo general se ve en animales albinos.

Después de esa intervención, el director cedió la palabra al asesor científico francés, que aparecía en la imagen acompañado de un ceñudo general.

—El tiempo apremia. Lo que en realidad queremos saber, es de dónde han salido —dijo el científico.

—La información que manejamos —explicó el director— está ampliamente recogida en la base de datos que hemos creado bajo el programa de cooperación internacional y no creo que debamos discutir aquí…

—Pero… —interrumpió el general que acompañaba al científico— tenemos información privilegiada y contrastada de que algunos de los países presentes tenían conocimiento de que esas criaturas existían.

En las diferentes pantallas, los responsables de cada país se agitaron en sus sillas. Algunos se inclinaron hacia delante.

El director llamó al orden con extremada educación y sugirió que el ámbito de discusión de esa reunión extraordinaria no contemplaba temas como aquél, sugiriendo además que se ciñeran todos al examen exhaustivo de la amenaza a la que se enfrentaban. El general protestó de nuevo, pero el director cedió el turno a la representación de Estados Unidos, quien se volcó a explicar con rapidez ciertos descubrimientos que habían realizado sobre unas débiles marcas luminosas detectadas en la parte posterior de las corazas negras. Expuso que esas bioluminiscencias son comunes en la fauna marina que prospera en las simas abisales del planeta y que bien podrían tener la función de distinguir diferentes sexos o clases entre las criaturas.

—¿Como las hormigas? —preguntó la ministra al general Abras, que estaba siempre a su lado—. ¿Clases obreras, guerreras y todo eso?

—Sí —contestó brevemente el general.

—No recuerdo haber leído nada de eso en el informe —exclamó la ministra en tono confidencial.

El general Abras miró alrededor con un sutil movimiento, como para asegurarse de que nadie les escuchaba.

—Esos detalles están recogidos en otro tipo de informe, señora, mucho más técnico y aburrido. Pero no conducen a nada concluyente.

Pero la ministra había tenido bastante sobre todo ese asunto y se limitó a asentir con un ligero movimiento de cabeza. Absorta en sus propios pensamientos sobre la orden expresa del presidente de considerar confidencial toda la información revelada en el informe, apenas escuchó la disertación del oficial científico norteamericano sobre los resultados de los primeros ataques con armas de fuego a la invasión.

—…tela de araña es un material de características excepcionales; probablemente constituye la fibra natural de mayor resistencia mecánica en relación a su diámetro y no tiene un equivalente sintético. Un hilo de tela de araña es capaz de soportar una tensión mucho mayor que una fibra de acero de igual grosor e incluso supera a la fibra orgánica llamada Kevlar 49, empleada en la fabricación de los chalecos antibalas y en los trajes de los desactivadores de explosivos. La quitina superresistente que hemos podido estudiar y que recubre por completo la coraza de estas criaturas está revestida de un material similar, mucho más compacto y ramificado, lo que les confiere una resistencia a los proyectiles sin igual.

La ministra frunció el ceño.

—Dígame que sabían también eso… —dijo en voz baja.

Como otras veces, el general no dijo nada.

—Hemos mandado a nuestros hombres contra esas cosas, general.

El general suspiró.

—Los aviones, señora. Los aviones llegarán primero.

11 - Destellos de esperanza

Thadeus consultó su reloj (un viejo Casio de 1982 cuya correa de plástico negro había reemplazado al menos diez veces, pero que conservaba porque había sido un regalo de su padre) y descubrió con consternación que sólo habían pasado diez minutos desde la última vez que lo miró. Todavía faltaban casi tres horas para que los primeros trenes empezaran a circular, y quizá por eso, a esas alturas eran los únicos que esperaban en la estación.

A su alrededor, el ambiente había empezado a caldearse bastante. Después de que la televisión pasara las primeras imágenes y noticias sobre los ataques de Rocas Negras en diversas ciudades costeras, la gente había empezado a inquietarse de veras. La mayoría ya no quería permanecer en el aeropuerto y abandonaba la terminal de Salidas corriendo en todas direcciones. Algunas maletas quedaron abandonadas en sus carritos. Otros se lanzaron a través de las zonas de seguridad en un intento de llegar a las puertas de embarque; los responsables de la seguridad del aeropuerto intentaban retenerlos, y los detectores zumbaban como locos a medida que la gente cruzaba a la carrera.

En el exterior, la situación no era mucho mejor. La carretera estaba bloqueada por los vehículos detenidos en un atasco de proporciones bíblicas, y sus ocupantes se gritaban unos a otros. Thadeus miraba todo eso desde la estación y sentía una congoja creciente que le hacía temblar las rodillas.

Marianne consultaba su móvil, desplazando un dedo por la pantalla.

—Internet está muerto… —dijo al cabo—. No consigo conectar. Mierda —masculló.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Thadeus—. No parece que haya forma humana de escapar de aquí.

Jorge, que estaba subido a uno de los bancos de la estación escudriñando el horizonte, se volvió de pronto.

—¿No huele demasiado a mar? —preguntó.

Thadeus pestañeó. Llevaba un rato ocupado y angustiado pensando cuál sería el mejor plan de acción, y le sorprendía que Jorge tuviera la suficiente calma interior para reparar en tales cosas. Pero de hecho, también él había notado el penetrante aroma. Olía como los puertos, cuando las barcas de pescadores han terminado de descargar y quedan algunos restos de pescado y marisco en el suelo, y el sol calienta la sal enquistada en el hormigón, las algas que languidecen sobre las rocas que la marea descubre y las gomas de las boyas. Era un olor que había aprendido a amar desde que era pequeño, cuando su padre le llevaba a pasear por los muelles y los días eran muy diferentes.

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