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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

La hora del mar (13 page)

BOOK: La hora del mar
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—Bueno, hijo. A mí me parece que todo eso son paparruchas.

—¿Paparruchas, papá?

—Pues claro… es una campaña política de Nixon para infundir moral a su país. En la luna… vaya que sí.

Jonás miró las imágenes en la televisión, que de repente parecían insustanciales y cargadas de un elevado componente de irrealidad. En esos momentos, el astronauta avanzaba por el paisaje lunar, dando pasos como si la película se proyectase a cámara lenta.

Mentira… mentira…

—Demasiado tienen encima, me parece, con lo del Vietnam y todo lo demás —añadió su padre. Miraba la pantalla con la cabeza ligeramente inclinada y actitud escéptica—. Vaya, mira eso… americanos en la luna. ¿Qué te parece? Y justo un mes antes de que los rusos anunciaran que estarían allí. Nixon es un anticomunista como no lo ha habido nunca; apuesto a que terminará haciendo migas con Franco, ya lo verás.

Jonás no dijo nada, pero vio el resto de la transmisión con ojos diferentes. De pronto, la fascinante desolación de la luna le parecía aséptica y estéril, y ya no estimulaba su desbordante imaginación infantil. Los astronautas, otrora vestidos con prodigiosos trajes espaciales, le parecían ridículos, de blanco como doctores con una pecera en la cabeza. Y el Módulo Lunar, escapado del Centro de Mando unas horas antes, un artefacto absurdo más propio de una fiesta de Júas que el summum de la tecnología humana.

Desde entonces había sentido una atracción irresistible hacia todo lo que oliera a conspiraciones gubernamentales norteamericanas. El fiasco del Programa Apollo era su favorito, pero había otros: el Proyecto Manhattan, el proyecto MkUltra en el que la CIA usaba LSD y otras sustancias alucinógenas para manipular a individuos inocentes y usarlos como asesinos a control remoto, el caso de la Casa Blanca contra Allende, y finalmente, la Gran Impostura del 11-S. Todos esos asuntos habían llenado su vida, muy poco al principio, pero cada vez más, hasta que su mente sucumbió; se le cruzaron los cables. En los primeros meses no fue tan obvio, pero después, la convivencia con él se hizo imposible. Repasaba sus documentos una y otra vez y trataba de memorizarlos, recitándolos con auténtico paroxismo mientras daba paseos por la casa, seguro de que un día sería reclamado por las Naciones Unidas para que demostrara ante el mundo sus descubrimientos. Su compañera sentimental de entonces le dio un ultimátum, y en uno de los cada vez más escasos momentos de lucidez, accedió a ver a un profesional. Se le diagnosticó esquizofrenia con una compleja paranoia, y fue puesto en tratamiento

loco, loco de remate, loco de atar, loco

inmediatamente. Jonás evitaba tomar las pastillas usando todos los trucos del mundo; muy ingenuos los primeros días, pero perfeccionaba su técnica a medida que su amante le descubría. No le gustaban. No le gustaban nada. No le permitían pensar con claridad, no podía estudiar ni comprender sus complicados diagramas, sus gráficos y apuntes tácticos. Al fin y al cabo, a él no le pasaba nada. Era esa mujer… esa

zorra del demonio zorra mentirosa

que sin duda había sido enviada por Estados Unidos para supervisar el alcance de sus conocimientos. Terminó por cerrar su estudio con llave y dormía con algunos de los trabajos más importantes bajo su cuerpo. Cuando ella intentaba hablar con él, desde el cariño y la paciencia, él veía en los ojos de ella al Enemigo. A una espía taimada y astuta, a una puta ladrona.

Cierto día aciago y gris en el que él le gritó en la cocina, ella le abandonó.

Paradójicamente, ése fue el desencadenante de que Jonás recuperara el control de su vida. Sumido en una depresión que casi acaba con él, empezó a tomar las pastillas que había ocultado en su mano, o debajo de la lengua, o que directamente había arrojado al inodoro cuando ella se distraía. Descubrió que ahora guardaban una misericordia infinita: le hacían olvidar, emborronaban todo el dolor hasta dejarlo convertido en una mancha ilegible en su cabeza, y le permitían evadirse. Desaparecer. Y en esa soledad, en su negrura interior, Jonás se reconstruyó a sí mismo. Poco a poco.

Ver la luz bajo el agua aquella noche había traído viejos recuerdos que creía ya olvidados, como si alguien hubiese removido el poso amargo de café en un vaso con leche que ha sido abandonado durante muchísimo tiempo. Durante unos momentos, mientras veía la televisión intentando rastrear las partes que hablaban de las luces, sintió deseos de repasar sus viejas notas. Estaba seguro de que había leído sobre cosas así en alguna parte, pero ya se deshizo de los documentos, de los estudios, de las revistas y boletines; y todo aquel segmento de su vida estaba arrugado e ilegible, de todas formas, como los caracteres de una máquina de escribir en un papel de calco.

Estuvo sentado en el sofá, sintiendo que los músculos de las piernas se le tensaban a medida que pasaba el tiempo, pidiéndole que se pusiera en marcha y fuera directamente a la playa. Con las luces. No estaba muy seguro de que fuera tan buena idea, y su mirada iba furtivamente de la caja de pastillas a la televisión. Si se tomaba una ahora… si se tomaba una, dejaría de preocuparse. Podría recostar la cabeza en el sofá y dejar que pasara la noche. Incluso cabía la posibilidad de que al día siguiente se hubiera aclarado todo.

Pero ya de madrugada, y como dice la canción, Jonás dio un brinco y volvió con el primer amor. Bajó a la calle, y condujo hacia la playa donde Miguel y él tenían la barca.

Mirando ahora el enorme destrozo que la inesperada tanda de olas había causado, Jonás respiraba con dificultad. A su alrededor, el mundo empezaba a cobrar vida otra vez, como si por unos instantes, sin advertirlo, todo se hubiera quedado en silencio. Escuchaba ahora gritos lejanos, gente que empezaba a reaccionar y abandonaba las piscinas de agua que se habían creado en cada oquedad. El espectáculo era pavoroso.

Jonás bajó torpemente del coche y se miró las manos, que temblaban visiblemente. Las sentía hinchadas y extrañas, como si no fueran suyas. A su derecha, una mujer chillaba estridentemente mientras sujetaba a un hombre entre sus brazos. El hombre, como alcanzó a ver, tenía una enorme brecha en la cabeza y miraba el cielo con los ojos abiertos. Aturdido por la situación, intentó avanzar sin un rumbo determinado y algo golpeó suavemente su pierna. Cuando inclinó la cabeza para mirar, vio el cuerpo de un hombre que el rebufo del agua arrastraba de un lado a otro. Asqueado, se apartó del ahogado sin poder apartar la vista.

Las olas seguían golpeando los restos del paseo marítimo, pero con menor contundencia, apenas unos ecos tardíos de la primera embestida. Aun así, la espuma se levantaba feroz al llegar a la muralla y caía como una lluvia fría y torrencial sobre los restos esparcidos, con una fuerza tal, que uno de los coches volcados se balanceó sobre el techo.

Jesús. Las ruedas. Todavía giran, las ruedas.

Jonás continuaba todavía en estado de
shock
. Miraba ahora con asombro infinito un par de vehículos que habían quedado empotrados contra el escaparate de un comercio; sus carrocerías estaban abolladas y raspadas, y la parte inferior del vehículo, sucia y oscura, quedaba a la vista. Al pie de éstos, Jonás vio una forma extraña que al principio tardó en reconocer. Era la mitad inferior de una persona; un hombre, a juzgar por los pantalones. Su cintura cercenada mostraba un batiburrillo de órganos diseccionados de un color rojo intenso.

El sonido del mar, enervante y estruendoso, se mezclaba con las voces de gente que pedía ayuda, o que simplemente gritaba, sin poder remediarlo, personas tendidas en el suelo con las manos y las rodillas apoyadas contra el asfalto mojado.

El tiempo discurrió sin que ningún vehículo de Emergencias apareciera por ningún lado, si bien sus sirenas eran perfectamente audibles en la distancia, circulando a toda velocidad de una punta a la otra. La gente de los edificios de alrededor se había tirado a la calle portando mantas, botiquines, vendas y otros artículos de primera necesidad, y en muchos casos, ayudaban a los heridos y los desamparados a ponerse en pie y los conducían al interior de los portales cuyas puertas se habían abierto de par en par.

—¡Mi marido, por favor…! —gritaba una señora que pasó corriendo junto a Jonás—. ¿Dónde está mi marido? ¡Luis, Luis!

—¡Por favor! —decía otro con la mirada despavorida—, ¡un par de hombres fuertes para mover un coche, hay una chica aplastada debajo!

Pero Jonás no movía ni un dedo, como si fuera un mero testigo espectral e incorpóreo, un ente invisible, una cámara, condenado a mirar sin poder intervenir. Sin darse cuenta, empezó a caminar hacia la playa, donde el agua parecía retirarse poco a poco, dejando una arena húmeda y oscura tras de sí. Olía a mar; de una forma tan intensa que tenía que obligarse a no respirar demasiado profundamente.

Era el único que se atrevía a tal cosa y, por lo tanto, fue el primero en verlas.

Parecían extraños monolitos de piedra negra; el agua del mar fluía alrededor, preñada de espuma blanca, y la humedad les confería un aspecto brillante y lustroso. Era difícil calcular su altura, porque aún estaban en la línea donde habitualmente rompían las olas, pero el nivel del agua había subido y no se veía el suelo. Sin embargo, daba la sensación de que eran bastante grandes, casi de metro y medio de altura.

Jonás pestañeó, superado por una miríada de pensamientos. Había varias decenas de rocas esparcidas a lo largo de la línea de la costa, tanto a uno como a otro lado. Y había más, con seguridad, ya que en la distancia se divisaba la parte superior de muchas otras. Las olas rompían contra ellas, como si formaran un espigón submarino. No le resultaba sencillo distinguir gran cosa a esa distancia, por la falta de luz: la mayor parte de las farolas, otrora cuidadosamente alineadas a lo largo de la carretera, habían sido arrancadas y arrojadas contra los edificios.

Durante unos instantes pensó que podían ser rocas traídas por el mar de algún punto del fondo marino, pero ese pensamiento desapareció apenas se hubo formado en su cabeza. Todas tenían un aspecto similar: más alargadas que anchas. Si hubieran sido arrastradas por el agua, no cabía ninguna duda de que estarían dispuestas horizontalmente, y no clavadas en la arena como extraños moáis negros de la isla de Pascua.

Casi una hora y media después de que las olas arrasaran las costas, llegó la primera sirena. Una unidad del equipo de Emergencias de Protección Civil había aparcado en mitad de la calle; las luces anaranjadas arrancaban destellos intermitentes en la oscuridad, y la gente comenzó a arremolinarse alrededor, arrastrando consigo a sus heridos.

Jonás seguía de pie, con los pantalones húmedos por encima de las rodillas. Estaba absorto en la figura enigmática de las rocas negras, por lo que no se fijó en los cuerpos abigarrados que el flujo del agua zarandeaba de un lado a otro. De vez en cuando, uno de los cadáveres se quedaba enganchado en algún cascote que había formado parte del muro del paseo marítimo y los brazos se doblaban en ángulos imposibles.

De pronto, le pareció captar movimiento con la vista periférica. Fue un instante tan breve, que al segundo de producirse dudaba de haber visto algo, después de todo. Pero no… parecía que las rocas negras se hubieran movido. Como si hubieran temblado casi imperceptiblemente para volver a quedarse estáticas.

Sin proponérselo, Jonás retrocedió un par de pasos. De repente se daba cuenta de que estaba cerca, demasiado cerca de aquellos monolitos misteriosos. Miró el agua bajo sus pies, donde un elegante zapato de varón flotaba perezosamente hacia el mar. El agua le pareció fría y hostil, oscura, como si guardara terribles secretos.

Y entonces sucedió todo a la vez.

Las rocas temblaron brevemente y empezaron a desplegarse, como lo haría un armadillo que ha estado encogido sobre sí mismo, ocultando sus partes internas. El ruido fue espeso y repulsivo, como el que produce el feto de un animal al caer al suelo. De los lados surgieron dos poderosos brazos que se abrieron al aire, nudosos y oscuros, llenos de segmentos que se solapaban unos a otros como si de una armadura se tratara. Los brazos acababan en dos pinzas de gran tamaño que no se diferenciaban mucho de las que tienen los cangrejos, y del cuerpo surgió una cabeza pequeña y achaparrada, atrincherada en una oquedad negra y protegida en el centro del cuerpo. No parecía tener boca, sólo una suerte de red entretejida de un color blanco viscoso. A ambos lados brillaban dos puntos de un rojo intenso que Jonás identificó como ojos, pequeños y maliciosos.

Con la cabeza a aquella altura, las criaturas parecían jorobadas, aunque la giba era deforme y angulosa, y aquí y allá despuntaban pequeños bultos como las yemas de las espinas de un zarzal.

La parte inferior era desproporcionadamente pequeña, apenas un cúmulo de patas segmentadas en tres partes que se movían nerviosamente, como si intentaran encontrar el equilibrio. Los brazos enormes se movían en el aire haciendo chasquear sus pinzas. Erguidas como estaban ahora, las armaduras negras parecían medir al menos dos metros.

Jonás no quiso mirar más. Se dio la vuelta y corrió tan rápido como pudo hacia la calle, sintiendo que el corazón se le escapaba del pecho. A su espalda, los sonidos de las pinzas constriñendo el aire se multiplicaban, llenando la noche.

Cuando llegó a la abertura del muro, se sirvió de unos hierros retorcidos que asomaban por la pared de ladrillos para encaramarse. Allí le esperaba un señor mayor con una fea herida en la frente, que miraba hacia la playa con ojos atónitos. Cuando vio a Jonás aparecer, se sobresaltó.

—¿Qué… qué es eso? —preguntó.

Jonás, jadeando, pudo responder a duras penas.

—Corra, por Dios. ¡Corra!

9 - La noche más larga

Koldo circulaba a buena velocidad por la A45 cuando, a la altura de Antequera, el tráfico empezó a empeorar. Hacía un buen rato que venía notando que la afluencia de vehículos en sentido opuesto iba en aumento, pero en la periferia de este pueblo situado al norte de la provincia de Málaga, casi en el límite con Córdoba, el tráfico estaba definitivamente colapsado.

Koldo redujo la velocidad y circuló despacio por el arcén, superando los vehículos que formaban una hilera interminable. La oscuridad de la noche todavía era completa, y los haces de luz cubrían la escena con tintes mortecinos y apagados.

Por fin, llegó un momento en el que los coches se desplegaban en tres hileras, cubriendo tanto los dos carriles como el arcén, haciendo el avance imposible.

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