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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

La hora del mar (8 page)

BOOK: La hora del mar
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—Alfonso… —empezó a decir Thadeus.

—Lo sé —le cortó Alfonso—. Estábamos avisando a las unidades marítimas de la Guardia Civil.

Se trataba de embarcaciones medianas, de diecisiete metros de eslora, en las que servían un patrón y tres guardias.

—EAX3… EAX3… —decía ahora el aparato de radio—. No hemos recibido notificación en ese sentido, pero contactaremos con Capitanía Marítima.

—¿No van a irse? —preguntó Thadeus, visiblemente consternado.

—No. Se trata de órdenes… no vamos a convencerlos.

—Dios mío.

—Voy a sacar al
Vizconde
de aquí —anunció Alonso.

Fueron momentos de indecible tensión en la cabina de mando mientras se operaba para que el barco virase y se dirigiera a puerto. Marianne miraba a través de los ventanales en todas direcciones, como esperando que el barco fuera a convertirse en cualquier momento en el lugar del descanso final, bajo el mar. Un aparato de radio seguía desgranando informes sobre los últimos sucesos y las reacciones que empezaban a producirse en todo el mundo.

—…Se espera que, en cualquier momento, las distintas naciones afectadas anuncien la activación de sus protocolos de emergencia ante los incidentes que están ocurriendo casi simultáneamente en todo el planeta. Recuerden ustedes que en España, la principal zona afectada por la marea de peces muertos se encuentra próxima a la bahía de Cádiz, donde embarcaciones destacadas del Instituto Oceanógrafico y la Guardia Civil estaban trabajando para intentar dar una explicación a los fenómenos vividos hace tan sólo unas horas, en la madrugada del sábado. El Centro de Operaciones de Emergencia Nacional ya ha instruido a estos barcos destacados para que se retiren inmediatamente de la zona, hasta que se pueda determinar con exactitud qué está sucediendo realm…

—¡Dios!…

—Esto no puede estar pasando… —acordó Thadeus.

El capitán trabajaba ceñudo. Transcurrieron unos interminables minutos mientras el
Vizconde de Eza
desarrollaba sus dieciséis nudos de velocidad máxima fuera de la zona. A medida que se alejaban, las embarcaciones de la Guardia Civil se hacían más y más pequeñas.

—Esos hombres… —dijo Marianne—. Si el COEN ha ordenado el abandono inmediato de las zonas de desastre, ¿por qué no lo hacen?

Thadeus los estudió por unos instantes, entrecerrando los ojos para poder enfocar mejor en la distancia.

—Parece que… casi diría que están empezando a moverse… —exclamó.

—¡Gracias a Dios!

El capitán estudió su pantalla de radar, un moderno sistema ARPA integrado en consola mediante el cual podía seleccionar un objetivo en pantalla, marcarlo y obtener un vector que representaba el movimiento verdadero con respecto al barco.

—Creo que puedo confirmar eso.

Se sintieron mejor, y ya casi se sentían a salvo porque la cantidad de peces muertos alrededor había disminuido de forma considerable. Unas pocas piezas cabalgaban lánguidamente sobre las crestas de las olas que el barco desplazaba a medida que se alejaba de la zona.

De repente, Alfonso se precipitó sobre la pantalla del radar. Se puso lívido. El corazón empezó a bombear sangre a toda velocidad, provocándole un pequeño mareo. Tres puntos distintos habían aparecido en el marco de alcance, avanzando desde el suroeste. No hacía falta marcarlos como objetivos; se veía a ojos vista que su velocidad era algo superior a cien nudos, disminuyendo progresivamente.

Thadeus se acercó a él.

—¿Qué ocurre? ¿Qué pasa, Alfonso?

Alfonso estaba accionando una pequeña palanca. El radar ARPA no era infalible; a veces había señales falsas que eran mal interpretadas por el sistema. En esos casos, los objetivos podían seleccionarse y era entonces cuando, a menudo, aparecía un mensaje «Eco perdido», indicando que la señal se había analizado y era falsa. En aquella ocasión, sin embargo, el pequeño punto brillante aparecía constante en pantalla, avanzando resueltamente hacia las embarcaciones de la Guardia Civil.

Alfonso activó los sistemas de sonar, equipos Simrad de altas prestaciones. Allí, los puntos que el radar había detectado aparecían como marcas de color.

—Dios mío… —musitó Alfonso, sin poder despegar los ojos de la pantalla—. Esas cosas… su dureza es casi la del metal. Son una especie de… submarinos…

Cuando los puntos terminaron de coincidir en el radar con la posición de las barcas, levantaron la vista instintivamente. Allí, a través de los ventanales, veían todavía las embarcaciones avanzando a toda velocidad, pero aún lejos. Y como habían temido, un par de segundos más tarde desaparecían, con la acostumbrada velocidad. Como en las imágenes, salieron nuevamente a la superficie, expulsadas como el juguete roto de un niño que es arrojado contra la otra punta de la habitación. Evolucionaron en el aire durante un par de segundos y cayeron pesadamente sobre la superficie, donde no tardaron en volver a sumergirse, convertidas ya en un descomunal despojo de hierros retorcidos.

Marianne dejó escapar un gemido.

Alfonso, que no había tenido la oportunidad de ver los informativos en televisión, se quedó petrificado. Thadeus, en cambio, se volvió rápidamente hacia la pantalla del radar, como accionado por un resorte. Allí estaban los tres puntos, tan inmóviles como formaciones de coral, y así permanecieron durante los diez segundos más intensos de su vida.

De pronto, empezaron a moverse en la misma dirección por la que habían venido y aceleraron hasta casi los doscientos nudos antes de desaparecer de la pantalla. Para entonces, Marianne y Alfonso se habían puesto a su lado.

No dijeron nada durante unos instantes.

—En mi vida… —empezó a decir Alfonso, pero de pronto, todo lo que iba a expresar le pareció irrelevante e inapropiado.

—¿Tienes las imágenes del sonar? —preguntó Thadeus. Sentía la boca seca y pastosa, y tuvo que carraspear un par de veces para poder articular palabra.

—Creo que sí… Sí.

—Envíalas. Envíalas a todo el mundo. Y por el amor de Dios…

Marianne bajó la vista y comenzó a llorar.

—… sácanos del mar.

5 - Cerrado

Cuando el
Vizconde de Eza
llegó a puerto, les esperaba una muchedumbre de periodistas y cámaras de televisión como no habían visto en su vida. Había, sin embargo, poca presencia policial. Para entonces, las imágenes de los barcos hundiéndose habían sido emitidas en todas las cadenas, a todas horas, y los primeros disturbios habían empezado a producirse.

La mayoría del personal científico se escabulló como pudo del acoso de la prensa y consiguió llegar a las zonas comunes, donde se mezcló con el resto de los pasajeros. Había un gran revuelo porque el
Fortuny Sorolla
, de la línea Cádiz-Santa Cruz de Tenerife, había anunciado la cancelación de su salida. Casi setecientas personas esperaban embarcar en el transbordador, muchas de ellas con sus vehículos. Hubieran sido más; el barco tenía capacidad para mil pasajeros, y en aquella época del año casi siempre se llenaba, pero aquel día había habido más de doscientas cancelaciones de última hora.

Sentados en una cafetería, algo apartada de la marabunta de gente que protestaba y arrastraba sus maletas pesadamente de un lado a otro, Thadeus consiguió ponerse en contacto con su jefe.

—Carlos, no te vas a creer lo que ha pasado.

—¿Os ha pasado algo, estáis bien?

—Sí, estamos bien. Pero los de la Guardia Civil no tuvieron tanta suerte… —dijo apesadumbrado.

—¿Quieres decir…?

—Sí. Hundidos. Como en la tele.

Se produjo un momento de silencio. A través de la línea, Thadeus escuchaba a su jefe respirar pesadamente. Aunque normalmente era una persona tranquila, su tono de voz reflejaba un deje de nerviosismo bastante evidente.

—No sabes la información que me está llegando, Tad… —dijo Carlos al fin—. La televisión no dice ni la mitad, pero es cuestión de tiempo que se sepa todo.

—¿De qué estás hablando?

—Mira, tenéis que volver a Vigo.

—Pero… el barco…

—No va a salir del puerto en mucho tiempo, créeme. Volved a casa.

—Me estás acojonando.

—Te aseguro que no es para menos —fue la respuesta—. Escucha, no hay plazas en avión desde Cádiz hoy, pero podéis ir a Málaga. De allí, sale uno a las diez y media de esta noche y ya tenéis la reserva hecha. Coged un taxi, si queréis, pero aseguraos de que tomáis ese vuelo.

Thadeus frunció el ceño. Cádiz estaba a más de doscientos cincuenta kilómetros de Málaga, y necesitarían al menos cuatro vehículos para llevar a todo el equipo. No es que las dotaciones para dietas y gastos fueran normalmente un problema, pero aun así, la urgencia que el jefe estaba imprimiendo al asunto le parecía bastante inusual.

—Pero… joder, adelántame algo, ¿qué pasa?

—Ya hablaremos cuando estéis aquí, Tad. Pero coged ese avión. Sospecho que dentro de nada cerrarán el espacio aéreo. Puede que tan pronto como mañana.

—Pero…

—Tengo que dejarte, Tad. Cuidaos mucho.

Y colgó.

Thadeus pestañeó varias veces, intentando asimilar la extraña conversación que acababa de tener. Había sentido alivio cuando el Puerto de Santa María apareció en el horizonte, desde luego, pero ahora empezaba a tener miedo otra vez. Miedo de verdad. No el miedo puntual y explosivo que había sentido cuando creía que el barco podía ser atrapado y llevado al fondo del mar, sino un temor que hacía que sus brazos le pesasen dos toneladas mientras intentaba sujetar el teléfono. Él sabía lo que había visto. Verlo en la televisión era una cosa, pero verlo con sus propios ojos era otra muy distinta. Aquellos puntos en el radar

puntos metálicos, Tad, puntos metálicos

moviéndose a doscientos nudos era, ciertamente, algo que daba que pensar.

El espacio aéreo, Tad. Van a cerrar el espacio aéreo por lo de los peces. ¡Por lo de los peces!

Miró alrededor, a la gente que leía la letra pequeña de sus billetes de embarque y que mostraba rostros iracundos porque sus vacaciones acababan de truncarse. Mientras una voz femenina anunciaba por megafonía que todos los embarques quedaban cancelados hasta nuevo aviso, Thadeus experimentó unas ganas súbitas de coger a cualquiera de ellos y zarandearle; sacudirle varias veces hasta que se dieran cuenta de que lo que estaba en juego no eran unas malditas vacaciones en una isla, sino la vida. La vida misma.

—¿Qué ha dicho el jefe? —preguntó uno de sus compañeros. Thadeus no respondió inmediatamente. Mientras explicaba lo del viaje a Málaga, Marianne notó que no estaba contándolo todo. Había escuchado parte de la conversación; al menos las frases que él decía, y había detectado que algo ocurría.
«Me estás acojonando», «Adelántame algo»…
pero no dijo nada. Quizá no quisiera contárselo al grupo, pero se lo contaría a ella más tarde.

No quisieron perder más tiempo. Buscaron unos cuantos taxistas que quisieran desplazarse hasta Málaga y convinieron un precio. Curiosamente, tardaron mucho más de lo que habían esperado; casi todos los conductores decían tener familia y que no querían alejarse por lo que estaba pasando.

—Es por todo eso de los peces y los barcos, ¿sabe? La parienta está
mu
nerviosa…

Por fin, la comitiva partió lentamente. Marianne se las había ingeniado para acabar en el mismo coche que Thadeus. Uno de los más confortables, además, ya que sólo uno de los biólogos, Jorge, los acompañaba.

Mientras conducían por las calles antes de tomar la autopista hacia Málaga, notaron que la ciudad estaba extrañamente vacía. Al menos para ser un sábado por la tarde de finales de junio. Incluso las zonas de terrazas y los parques, normalmente llenos de gente joven y familias con niños, estaban más bien vacíos. Casi parecían una estampa sacada de una tarde cualquiera de invierno.

—Esto tampoco es normal —dijo el taxista—, ¿ven? Como las ratas, que se esconden cuando te ven llegar. Pues la gente lo mismo. Apuesto a que están todos en sus casas, pegados a la televisión y alucinando pepinillos con todo esto.

En el asiento trasero, Marianne levantó una ceja. Le parecía que la comparación con las ratas era más reveladora que cualquier respuesta que ella pudiera dar.

—Mal asunto, mal asunto. Y ahora dicen que no va a haber más barcos en una buena temporada. Pues si nos quitan el pasaje del puerto, con toda la crisis que hay, ya me dirá usted cómo vamos a alimentar a nuestras familias.

Otra vez sintió Thadeus el ciego impulso de hacerle entender a aquel desconocido que el problema era mucho más serio que una disminución en sus ingresos. Mientras miraba su pantalla con los datos a bordo del
Vizconde
, su mente no había dejado de volver una y otra vez a cierto estudio que se llevó a cabo hacía unos años. En él, se ponía de relieve que el mar se había vuelto un treinta por ciento más ácido desde la revolución industrial. Era un hecho terrible que la opinión pública, como casi todas aquellas cosas, había ignorado completamente. Si la cosa continuaba así, los océanos podrían volverse tóxicos y toda la vida marina perecer. Más de un millón de especies diferentes, un paraíso de biodiversidad, perdido para siempre. Además, un enorme segmento de las materias destinadas a la alimentación para el ser humano desaparecería, provocando un problema de proporciones globales considerable. ¿Y los pequeños microorganismos que sintetizan dióxido de carbono mediante la fotosíntesis? Su mente daba vueltas a medida que teorizaba sobre el problema. Si llegasen a desaparecer también, el océano dejaría de ser un depurador de gas carbónico, y se convertiría en un generador monstruoso. Y por otra parte, si los barcos habían sido arrancados brutalmente de las zonas de desastre, ¿qué ocurriría con todas las bastas superficies de agua llenas de pescado muerto? Si no podían limpiarse, en pocos días se convertirían en gigantescas productoras de metano, que acabaría incidiendo en la atmósfera como un potente gas efecto invernadero, lo que desde luego aceleraría el proceso de calentamiento global…

—¿Así que al aeropuerto? —interrumpió el taxista.

Thadeus pestañeó, saliendo de sus lúgubres pensamientos y regresando a la realidad

—Sí. Volvemos a casa.

El taxista asintió.

—Buena época para volver a casa, se lo digo yo —dijo.

—¿Qué dicen las noticias? —preguntó Thadeus entonces.

El taxista soltó un bufido largo mientras salía de una rotonda.

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