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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

La hora del mar (3 page)

BOOK: La hora del mar
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—¿Los peces? —preguntó, intentando sonar natural.

—Sí… muy fuerte. A ver qué va a pasar. Ea, voy a preguntar por lo suyo… —y desapareció hacia el interior.

Un par de gorriones descendieron piando de una de las ramas y se posaron en el suelo, a apenas medio metro de donde estaba sentado. Jonás se los quedó mirando, como embobado, hasta que robaron unas cuantas migas de pan y corrieron a emprender el vuelo de vuelta a la seguridad del árbol. Mientras sucedía eso, su mente repasaba toda la peripecia vivida la noche anterior. Lo del pescado podría tener una explicación, y si lo estaban dando por la televisión, seguramente Medio Ambiente o alguna de esas oficinas gubernamentales estaría analizando las piezas para ver qué había ocurrido. Mientras observaba la delicada fragilidad de los pajarillos, pensó que le gustaría levantarse, entrar en el bar y descubrir que algún vertido ilegal era la causa de que hubiera diezmado la fauna marina en la zona de la costa. Sería una desgracia ecológica, sí, pero las desgracias ecológicas eran admisibles en la realidad cotidiana. Las bolas luminosas que circulan a velocidades nunca vistas sin hacer ruido, no.

Se incorporó despacio, indeciso. Sentía una gran curiosidad y se encaminó con rumbo errático hacia el interior. Allí, la gente escuchaba con atención lo que decían en la televisión. No recordaba a la gente observar la tele tan en silencio desde el incidente de las Torres Gemelas, o mucho tiempo antes, desde el famoso desnudo de Victoria Vera en
Ninette y un señor de Murcia
, allá por los ochenta.

Pero no era «Andalucía Directo», ni siquiera la Primera, o Canal Sur, cubriendo la noticia como había esperado. Se trataba de la CNN en directo, y la imagen mostraba un mar apagado y gris lleno de peces muertos flotando. Cuando vio eso, los oídos comenzaron a zumbarle de nuevo.

—…fenómeno sin precedentes en la historia conocida, con casos de similar envergadura ocurriendo simultáneamente en varios lugares del planeta. El suceso, que ha tenido lugar entre las dos y las seis de la madrugada del sábado, hora española, ha sido calificado por expertos de todas las agencias especializadas como un desastre medioambiental que podría representar un problema aún mayor al desconocerse los factores que han desencadenado el trágico incidente. El Instituto Español de Oceanografía ha puntualizado que de tratarse de…

—Esto ha sido un atentado —comentó un señor a su lado. Masticaba con fruición un trozo de tortilla de patatas.

—Un atentado… —repitió Jonás pensativo, intentando concentrarse en lo que decía la locutora.

Las imágenes mostraban helicópteros sobrevolando las zonas afectadas. Allí, varios buques se habían congregado en los alrededores y, en sus cubiertas, expertos ataviados con trajes blancos anticontaminación examinaban lo que las redes habían sacado del mar. De vez en cuando, las imágenes mostraban grupos de gente que había acudido a las playas, llenas ahora de pescado muerto que la marea había arrastrado pacientemente. La consternación de sus rostros era apabullante; un señor mayor con la cara surcada de profundas arrugas, presumiblemente un pescador, lloraba desconsoladamente.

—Ocurre en todas partes… en Nueva Zelanda, Japón, Puerto Rico, Cuba… y aquí mismo, en nuestras playas… en rodo el Mediterráneo. Es un desastre. Un desastre —dijo el hombre que estaba a su lado.

—Pero ¿qué ha pasado? —logró pronunciar Jonás.

El hombre dejó el trozo de tortilla momentáneamente inmóvil, atrapado en su carrillo, para dirigirle una mirada.

—¿No se ha enterado?

—No… —mintió Jonás—. Acabo de llegar.

—¡Se han cargado todo el pescado! —intervino un chico joven que estaba abrazado a su novia.

—¡Ssssh! —pidió otro hombre, situado un poco más allá—. ¡Están diciendo algo!

—…sabemos que los expertos no han hecho ninguna declaración y que es pronto para aventurar hipótesis sobre este fenómeno inaudito, pero nos gustaría saber su opinión, señor Muller, sobre qué podría estar causando este desastre.

—Bien, efectivamente es pronto para hacer conjeturas, pero hay un dato que me ha parecido altamente significativo; que los peores efectos se han dejado notar en los puntos donde se encuentran las fosas oceánicas más profundas del planeta. Fíjese en la fosa Challenger, o de las islas Marianas, en el Pacífico Oeste. Tiene más de once kilómetros de profundidad, por lo que cualquier fisura que se hubiera generado podría haber dejado escapar corrientes termales, que mezcladas con gases y otras sustancias, podrían haber provocado parte del fenómeno. No hablamos de erupciones, ya que serían visibles en la superficie… además la masa de agua sobre la corteza terrestre sumergida ejerce tal presión que impide la erupción y provoca que ésta salga por donde la presión es menor, es decir, el exterior. Naturalmente, todavía estamos a la espera de los resultados de los análisis que se están llevando a cabo en estos momentos, pero la comunidad internacional científica baraja ése como uno de los factores determinantes.

—¿Y los casquetes? —preguntó alguien en voz alta.

—No me diga que los casquetes… —contestó una señora llevándose una mano a la boca, sobrecogida.

—Pues claro, señora. Si se calienta el agua, ya me dirá…

—Profesor, ¿cómo encajaría esa teoría con el hecho de que el fenómeno se ha producido también en lugares donde no hay fosas tan profundas, como el litoral Mediterráneo español?

—Ya le digo que se trata de primeras impresiones. El hecho es significativo, pero por ahora no es concluyente. Sin embargo, no debemos olvidar las corrientes transoceánicas que regulan la vida marina en este planeta. Aunque en principio es descabellado pensar que ninguna sustancia haya viajado a la suficiente velocidad para alcanzar lugares tan dispares, debemos tener en cuenta todas las posibilidades.

—Profesor, ¿qué opina sobre los informes emitidos en distintos países sobre orbes luminosos viajando a gran velocidad debajo del agua?

Jonás contuvo la respiración. De repente sintió que las piernas eran ya incapaces de aguantarle ni un minuto más, como si las rodillas hubieran perdido la capacidad para bloquearse y estuvieran flácidas.

—Creo que no debemos prestar atención a ese aspecto hasta haber investigado las fuentes con más detenimiento. No olvidemos que esos informes, como usted los llama, provienen de gente de a pie que puede haber malinterpretado el fenómeno.

Jonás sabía de malentendidos. Perdió a su compañera por uno, y también el único trabajo que le había satisfecho, cuando se dedicaba a cuidar jardines en una comunidad cerca de Estepona. El horario era bueno, la paga razonable y tenía la oportunidad de trabajar con las manos construyendo cosas. Fue una época de felicidad que duró cuatro años, hasta que surgieron ciertos problemas y la cosa se malogró. Pero lo que había visto la noche anterior en compañía de Miguel no era ningún malentendido. Apenas era capaz de recordar la figura fantasmagórica del óvalo que vio en su adolescencia, pero vaya si podía evocar las imágenes nítidas de lo que había ocurrido hacía tan sólo unas horas. La figura del objeto redondeado, ligeramente distorsionado por efecto del agua siempre en movimiento pasando bajo su barca, lo acompañaría siempre.

—¡Esto es la hostia! —comentó otro cliente, y entonces la audiencia se entregó a una acalorada discusión sobre los objetos luminosos, lo que habían dicho ya acerca de aquello y lo que unos y otros pensaban al respecto. Casi todo el mundo estuvo de acuerdo en que todo el asunto sonaba a atentado internacional.

—Esto es por lo de Iraq, hombre.

—Lo de las Torres Gemelas, pero en el mar.

—Veremos el precio del pescado.

Pero Jonás intuía que el precio del pescado era lo de menos. No todos los peces flotan cuando mueren, muchos se van al fondo, lo que podría indicar que el manto de cadáveres flotantes podría ser sólo la punta del iceberg. Y había muchas otras cosas relacionadas con el problema, como el estado del fondo marino. Los corales, por ejemplo, son semilleros naturales de peces de alto valor comercial y una barrera natural que amortigua las tempestades del mar y protege las costas. Todos los criaderos, las algas, las pequeñas especies subacuáticas que ejercen tareas específicas tan importantes para sus hábitats en las profundidades del mar, podrían estar en franco peligro. Si todo eso resultaba dañado, el pescado no se pondría por las nubes; representaría una tragedia medioambiental y económica de proporciones que sólo alcanzaba a imaginar. ¿Qué ocurriría, por ejemplo, en todos los países asiáticos cuya principal fuente de alimento era la pesca?

Con la cabeza dándole vueltas ante la proporción que empezaba a tomar el asunto en su mente, se acercó a la barra y desistió de obcecarse en pedir su habitual desayuno; en lugar de eso, pidió una tapa de magro y una cerveza.

—Tenía que haber pedido ensalada de pulpo, amigo —le dijo el camarero mientras le ponía el plato por delante, todavía muy caliente por efecto del microondas—. Ya sabe, mientras dure…

Pero aunque el tomate que tenía delante era de un color rojo desvaído y la carne estaba insípida como un cartón, pensó que, por primera vez en su vida, el pescado era lo último que quería echarse a la boca.

Regresó a su casa alrededor de las tres de la tarde, con la mente llena de las palabras de los reporteros de la CNN. Pensaba también en Miguel; sentía la necesidad de llamarlo y hablar con él, pero otra parte de su ser insistía con testaruda vehemencia en que aparcara el tema, que lo dejara correr. ¿Qué mas daba lo que había visto? Eso no cambiaría las cosas. Ocurrían, sin más; estaban pasando en ese mismo instante, en todas partes, y su testimonio en la comisaría no hubiera cambiado nada la situación. Los peces muertos eran también una liga demasiado grande para un jugador solitario como él. Otros lo arreglarían. Su mundo era el salón de su apartamento; su trabajo, dormitar y dar paseos. Recibía una pequeña paga por invalidez

loco, loco de remate, loco de atar, loco

que estiraba mes tras mes, un año tras otro, y eso le bastaba. Ya no dirigía el buque de su vida, se contentaba con mantenerlo más o menos a flote hasta que llegaba la noche y podía dejar pasar un día más.

Le dolía un poco la cabeza; no obstante, cogió el mando de la televisión para encenderla. Dudó unos breves momentos, pues no sabía si quería enfrentarse otra vez al problema, y finalmente se rindió; dejó el aparato otra vez en la mesa y se recostó en el sofá.

El sofá era mejor.

Cuando cerró los párpados, sintió que el mundo recobraba poco a poco la consistencia que parecía haber perdido. Se había sentido como en los viejos tiempos, antes de que las Pastillas de Colores pasaran a formar parte de su vida para custodiarlo y llevarlo a aguas tranquilas. Había tomado de todo: risperidona, clozapina, ziprasidona, y las últimas, pequeñas y naranjas, que sabían a melón rancio. Pero ésas le hacían sentirse raro, no podía pensar con claridad y las horas se le escapaban de las manos sin que supiera qué había hecho con ellas. Así que las fue dejando poco a poco hasta que se sintió de nuevo perfectamente. Al fin y al cabo, el suyo era un problema de ansiedad. Solamente ansiedad.

Era verdad que desde la noche anterior se encontraba un poco más nervioso de lo habitual, pero se dijo que eso era perfectamente normal. No debía preocuparse. Era la situación, que le había superado un poco.

Después de dormitar durante unos minutos, se descubrió mirando fijamente el móvil, que descansaba sobre la mesa junto al mando a distancia. Lo tomó distraídamente y echó un vistazo a la pantalla; allí se leía «3 llamadas perdidas». Frunció el ceño. No había mucha gente que pudiera llamarle. Pulsó un par de teclas y comprobó quién le había telefoneado —probablemente mientras estaba fuera, o quizá durante la mañana, mientras dormía.

Era Miguel.

Pero no sentía ya ningún deseo de hablar con él. Sentía algo, en la base del estómago, que le provocaba una repugnancia infinita. Jonás sentía rechazo por los cambios. Le gustaba la rutina, le gustaba no tener responsabilidades, y quería que todos los días fueran monótonos y similares. Pensó que quizá tomaría una pastilla o dos, después de todo, aunque sólo fuera un calmante o algo con ibuprofeno que le ayudara a sentirse amodorrado y tranquilo.

Pero un rato después, todavía inquieto, ponía la televisión de nuevo.

Y a las tres y pocos minutos de aquel aciago día de finales de junio, cuando faltaba ya muy poco para la festividad de San Juan, Jonás vio las imágenes más espeluznantes de toda su vida.

3 - El zumbido

En el mismo momento en el que Jonás miraba ceñudo su teléfono móvil y descubría que tenía algunas llamadas perdidas, varias personas en diversas partes del mundo creían enloquecer. Como el señor Hobson, por ejemplo, que vivía sus años dorados en una preciosa casa de retiro en Edenbridge, Inglaterra.

Sencillamente, no soportaba más el Zumbido.

Comenzó a escucharlo a mediados de mes, sentado en su terraza delantera mientras disfrutaba de la subida de temperatura que había traído junio. Aquel día, la noche era limpia, y el cielo despejado anunciaba que el día siguiente no traería lluvias. Todavía necesitaba algo de abrigo para permanecer a la intemperie, pero no era ya como meses atrás; el viento llegaba cargado de aromas inconfundibles que anunciaban la llegada del buen tiempo y, con algo de suerte, una prolongada ausencia de lluvias. Así que se había procurado algo de lectura, una cajetilla de cigarrillos y una botella de vino blanco. Y sonreía, porque el buen tiempo arrastraba lejos muchos de sus peores achaques y sus viejos huesos agradecían el cambio.

El libro no estaba resultando todo lo bueno que había esperado. Trataba sobre los bombardeos con los que la Luftwaffe de la Alemania nazi había aterrorizado a los ingleses durante la segunda guerra mundial, lo que se dio en llamar el
Blitz
. Él contaba por entonces diez años, pero recordaba vívidamente todas aquellas noches en las que tanto él como su familia se veían obligados a dormir en el metro londinense; el olor a pasta para colocar vidrios, a madera quemada, a cenizas. Había esperado rememorar aquellos días con la novela (últimamente se sentía profundamente nostálgico), pero por alguna razón el autor había convertido aquel período de la historia en una suerte dé culebrón rancio entre una británica y un piloto de guerra alemán que se estrellaba cerca de la costa británica.

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