La hora del mar (10 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

BOOK: La hora del mar
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Para Koldo, no cabía ninguna otra explicación.

Como muchas otras personas en el mundo, Koldo llevaba siguiendo las señales desde hacía ya muchísimos años. No se le había pasado por alto que el número de avistamientos ovni en los últimos meses se había incrementado en un porcentaje tan alto que había estado viviendo estadios de delirio y euforia casi todo el tiempo que estaba despierto, lo que era mucho. YouTube y cientos de blogs especializados eran su principal red de información; Koldo se movía por Internet como una comadreja, escribiendo en foros bajo distintos seudónimos y publicando sus propios artículos. Pero sobre todo, el noventa por ciento de su tiempo lo dedicaba a recopilar información para tratar de determinar cuándo ocurriría lo que tanto ansiaba: la Venida.

Una de sus más poderosas obsesiones era el científico británico Stephen Hawking. Hawking había arremetido contra el proyecto SETI en cierta ocasión, y desde entonces, Koldo lo había puesto en su punto de mira. Decía que el proyecto debía abandonarse, que no le parecía apropiado mandar señales al espacio revelando nuestra posición porque de haber alguien a la escucha, su llegada a la Tierra podría ser el equivalente a la llegada de Colón a América. Koldo no podía creerlo.

Una vez sintió respeto por su mente privilegiada, pero aquel comentario volvió a abrir la úlcera que creía cerrada desde hacía años. Al menos la actitud de la comunidad científica había cambiado. Ahora, cualquiera de esos redomados escépticos diría que las posibilidades de que hubiera vida inteligente en el espacio eran muy altas, cuando sólo unos años atrás, garantizaban que las circunstancias excepcionales por las que se había dado la vida en la Tierra eran, sencillamente, irrepetibles.

Su apartamento, un cuchitril de sesenta metros que había heredado de sus padres, era un museo especializado en el tema. Los pósters colgaban de las paredes: el alien de Rosswell, el Área 51 (donde mantenían encerrados extraterrestres vivos y muertos y también naves propulsadas con el elemento químico n.° 115, el
Ununpentium
), una foto gigante de la Base Dulce, otra del Histéricus Vallekensis, y varias decenas más. En una estantería almacenaba casi dos centenares de DVD y, apilados en fundas de discos compactos, una extensa colección de vídeos recopilados en Internet donde se demostraba, muy a las claras, que extraterrestres de varios puntos diferentes de la Galaxia nos observaban a diario.

Los recientes incidentes le mantenían en un estado de excitación permanente. Mantenía el televisor encendido, y las tres pantallas de su ordenador mostraban otros tantos canales informativos: foros de debate, vídeos y listas de correo electrónico donde compartía impresiones con otros colegas expertos. A menudo, la información que se ofrecía en televisión ya la había localizado entre diez y quince minutos antes en la red de redes.

En esos momentos, utilizaba un chat de voz para hablar con ellos.

—Para mí está claro —decía Ian.

—Para mí también, tío —dijo Alan—. Son hostiles.

Alan era el más joven del grupo, apenas contaba veinte años, pero su entusiasmo por el tema que les ocupaba suplía con creces su falta de experiencia.

—Hasta mi madre puede ver eso —añadió Ian.

—Puede ser… —dijo Koldo—. Pero me pregunto a qué esperan… ¿Habéis visto lo que pueden hacer? Veréis cuando arremetan con todo.

Ian no dijo nada, pero detectó un deje de malsana fascinación en cómo hablaba del inminente fin de la humanidad.

—Igual no… —comentó Ian, pensativo, más que nada para llevar a Koldo a un terreno que quería investigar—. Igual en tierra firme no pueden manejarse tan bien.

—Han
succionado
barcos del tamaño de tres campos de fútbol en cuestión de segundos, como si fuesen pelusas en una alfombra.

—Bueno, pero hay que confiar… —dijo Alan—. Creo que en tierra podremos hacerles frente. No somos los paletos desorganizados que las películas quieren hacernos creer… tenemos cosas increíbles. Tenemos armas capaces de destruir ciudades enteras.

—No creo que podamos hacer una mierda —contestó Koldo con una sonrisa enigmática en el rostro—, pero cuando eso pase, y no creo que tarde ya mucho más, voy a estar allí.

Se produjo un breve silencio en la línea.

—Allí, ¿dónde? —preguntó Alan al fin.

—Me voy a Málaga en una hora. Cogeré una moto… creo que en dos horas puedo estar allí, aunque las carreteras estén jodidas.

—¿Qué dices, tío? —preguntó Ian, consternado.

—Voy a verlo en primera línea, tío. Voy a verlo todo el tiempo que pueda, antes de que todo se vaya a la mierda. ¿Creéis que estáis a salvo porque unos cientos de kilómetros os separan del mar? Os van a dar por el culo, como a todos. Y a Obama también… ya puede meterse sus expedientes clasificados UFO por donde le quepan, porque ahora la Verdad ha venido a nosotros, y todo el mundo lo sabrá. Van a sentirlo en sus carnes de veras.

Alan rió brevemente.

—Joder, tío… —carraspeó antes de seguir—. Parece que quieras que pase. La verdad es que yo estoy un poco acojonado. O sea… es una putada. Mi madre estaba viendo el telediario y cuando le dije que eran extraterrestres, miró a mi sobrino de cinco años y se echó a llorar. O sea… ¿qué culpa tiene?

Pero Koldo no dijo nada. Desde que Alan había mencionado a su madre, su cabeza se había ido a otras cosas. En ella se proyectaba una película que había visto en ensoñaciones miles de veces: rayos de la muerte azules y rojos barriendo las frágiles construcciones humanas; explosiones, incendios y ciudades en llamas; pequeñas aeronaves de elegante diseño que podían pararse en pleno vuelo y girar bruscamente en sentido contrario. La risible tecnología terrestre no era impedimento para lo que se venía encima, por mucho que nos sintiéramos orgullosos de ella. Y todo en glorioso RealFeel(tm), nada de ese sucedáneo de 3D que nos ofrecían en los cines. Por lo que a él se refería, la aniquilación del ser humano podía ser un pasatiempo para cualquiera de las civilizaciones extraterrestres que tenía registradas en sus archivos. Y lo iba a disfrutar.

Alan e Ian siguieron hablando de las implicaciones de lo que, en su opinión, estaban a punto de vivir. De las cosas que les quedaba por hacer, de la familia, y de a qué pensaban dedicar sus últimos momentos, cuando se confirmara que gigantescos robots mecánicos abandonaban lentamente las aguas, completamente cubiertos de moluscos, conchas y caracolas marinas. Pero a Koldo no le interesaban esas cosas. Perdió a su familia cuando sólo tenía diecinueve años, o más bien sería más correcto decir que
se ocupó de ella
, un año más tarde de lo previsto.

Siempre había sabido lo que tenía que hacer. Sus padres tenían ideas extrañas que a él no le incumbían. Querían que fuera Normal, que estudiara para ser «Un Hombre De Provecho», y cuando cumplió dieciséis años, su madre le compraba ropa moderna para que saliera a la calle y se echara Novia. Pero nada de eso estaba en sus planes. Desde que descubrió al doctor Jiménez del Oso hablando en la televisión sobre la posibilidad de vida extraterrestre en el universo, nunca miró las estrellas de la misma manera. Por la noche, mientras observaba el cielo nocturno desde el tejado de su casa, donde los chicos y chicas de su edad veían promesas de futuro y brillos celestiales que centelleaban espoleados por la testosterona y los primeros enamoramientos, él veía inconmensurables naves espaciales avanzando lentamente en la profundidad del espacio, cargando minerales y alimentos desde un planeta satélite hacia la sede de la Confederación Galáctica. Veía razas extrañas, no basadas en el carbono, construyendo con concentrada dedicación sus imperios espaciales, usando una tecnología que aquí (sobre todo en la España de su época, recién salida de la dictadura franquista) no se podían ni imaginar.

Pero su familia había sido un problema.

A medida que llenaba su habitación con libros, pósters y vídeos, su madre se ponía más y más nerviosa. Era hijo único, y su madre, ama de casa, tenía todo el tiempo del mundo para dedicarle. Él lo odiaba. Era callado y reservado, y lo único que deseaba era que lo dejasen en paz; concentrarse en su investigación. En los ochenta y a principios de los noventa, sin el salto cualitativo que supuso Internet, le costaba bastante encontrar la información que necesitaba. Tenía que importar la mayoría de los libros, lo que además de lento, era carísimo. Necesitaba, por tanto, dinero.

Así que, una noche, mientras sus padres dormían, fue al cuarto de baño y se golpeó la cara varias veces con una piedra. Tenía un corazón pintado, un vestigio de su infancia que su madre todavía conservaba. Luego cogió el rifle de caza Evolution que su padre guardaba, debidamente desmontado, y localizó las balas que almacenaba en otra parte de la casa. Con ella al hombro, regresó a su cuarto, cogió su almohada y se dirigió al cuarto de sus padres. Allí, la luz de las farolas entraba veladamente a través de las cortinas y teñía la estancia de un color amarillo desvaído, dándole una apariencia onírica. Su madre dormía boca arriba, con la boca abierta, y su viejo camisón blanco, subido hasta las caderas en una miríada de pliegues, mostraba su ropa interior. Koldo contrajo su expresión, repentinamente asqueado.

Dejó el rifle a un lado y aplicó la almohada al rostro de su madre, apretando firmemente. Tardó unos cuantos segundos en empezar a sacudirse. Su padre, que descansaba en el otro extremo de la enorme cama, dormía vuelto sobre el costado hacia el lado exterior. No le preocupaba que ella se sacudiese; sabía que su padre, aquejado de depresiones desde hacía años, era adicto al Tranxilium. Podría entrar una escuadra de tanques en el dormitorio sin que él abriese un ojo.

Su madre estiró los brazos hacia él. No era sólo el ángulo en el que se retorcían hacia él, era también su piel, que empezaba a perder la tersura de antaño y les confería el aspecto de dos raíces bulbosas. Las piernas fueron un problema, pero acabó subiéndose a horcajadas sobre ella y aplicando toda su fuerza para terminar el trabajo. Los últimos segundos fueron los peores, y la violencia con la que arremetía consiguió que su padre empezara a moverse, inquieto. Tampoco importaba. Los brazos habían caído sin vida a ambos lados, bamboleantes, y su cadera dejó de moverse como estremecida por una arcana música tribal.

Estaba muerta.

Su padre gimió mientras salía del sueño profundo, y se dio media vuelta. Koldo se puso de nuevo en pie y tiró la almohada al suelo; en su lugar, cogió el fusil.

El padre abrió los ojos a duras penas. Movía la boca como si la tuviera seca y pastosa, hasta que en la neblina de la conciencia, reparó en su hijo.

—Qué… ¿qué pasa? —preguntó. Pero Koldo permaneció callado.

—¿Koldo?, ¿qué haces aquí?

De repente pareció hacer un esfuerzo extraordinario por enfocarle.

—¿Koldo?, ¿qué haces con la escopeta?

Koldo siguió de pie, inmóvil. Necesitaba que se levantara para que su pequeña historia tuviera sentido.

Y su padre se levantó, sumido en una confusión total. Desvió brevemente la vista hacia su mujer, que estaba tumbada, con el camisón recogido y una expresión extraña en el rostro. Tenía los ojos abiertos y bizcos; el derecho estaba medio cerrado.

—¿Ma-Marina? —preguntó, intentando deshacerse de las telarañas que nublaban su mente.

Cuando estuvo al pie de la cama, Koldo tuvo su oportunidad. Levantó la escopeta y le acertó en el pecho. El sonido fue terrible, inesperado, como un trueno que rompe la quietud de la noche. Su padre se precipitó hacia atrás, envuelto en una pequeña nube sanguinolenta. Cayó de espaldas, con los brazos vueltos hacia atrás. El pecho estaba encharcado y la camisa de un color crema se había fusionado, de alguna forma, con la carne. Ya no se movió más.

Koldo comenzó entonces a revolver un poco la habitación: puso la lamparita de noche en el suelo, tiró algo de ropa y sacó las sábanas de la cama. Después, regresó al cuarto de baño y se echó colirio en los ojos. Hacía un mes, aprendió que era alérgico a lo que quiera que llevara ese producto en concreto, y estuvo doce horas con los ojos hinchados y enrojecidos. Su madre le dio un beso en la frente y le dijo que parecía que se había pasado horas llorando.

Satisfecho, suspiró varias veces y se preparó para la Gran Interpretación, el Capítulo Dos: llamar a la policía.

Cuando los agentes llegaron, encontraron a un Koldo lloroso y en estado de
shock
, abrazado al cadáver de su madre. Tenía los ojos hinchados; parecía que el dolor le consumía. Les dijo que sus padres habían estado muy tirantes las últimas semanas, que se habían pasado la noche discutiendo y que en un momento dado, los gritos de su madre le sacaron de su cama. Cuando entró al dormitorio, sorprendió a su padre subido encima de ella, con la almohada en la mano. Había ropa tirada por todas partes y su madre gritaba… gritaba mucho.

M-mi padre… estaba hecho una furia. Ya nos había… nos había pegado otras veces, pero su cara… Se fue hacia mí y… empezó a golpearme, a decirme que me odiaba, que nos odiaba a los dos… mi madre seguía gritando mientras me golpeaba en la cara.

Les contó que entonces quiso huir, pero cuando llegó al salón, su madre comenzó a gritar más fuerte. Los gritos fueron como un berbiquí en su cerebro. No supo muy bien qué ocurrió a continuación… recordaba haber visto una explosión blanca en su cabeza… pero después se descubrió a sí mismo de nuevo en el dormitorio.

De repente llevaba la… la e-escopeta de mi padre en las manos. El siempre decía que nos volaría la tapa de los sesos con ella, algún día… lo… lo decía siempre. Siempre. Y de repente… estaba e-e-en las mías. Vi lo que había hecho… tenía la almohada…y mi
madre estaba sobre la cama, pero ya no se movía, ni gritaba. No… pude pensar… Cuando se abalanzó sobre mí… yo… yo disparé.

Le pusieron una manta por encima y le proporcionaron atención médica y psicológica. Pasó un par de noches en un centro, pero al poco tiempo, como había esperado, todo volvió a la normalidad. Como mayor de edad, heredó la casa y todo el dinero que sus padres tenían ahorrado; también las rentas de un par de pisos que tenían en alquiler, lo que le daba para dedicarse a lo único que realmente le importaba: la investigación de la vida alienígena en el espacio.

—¿Koldo? —preguntó Alan por el auricular.

Koldo pestañeó. Se había ensimismado pensando en su inminente aventura y había perdido la noción del tiempo. Miró la hora. Si salía ya, llegaría a Málaga a primera hora de la mañana.

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