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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

La hora del mar (14 page)

BOOK: La hora del mar
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Koldo detuvo la moto. La gente se había apeado de sus vehículos y formaba grupos dispersos, pero Koldo no estaba interesado en ellos. Miraba alrededor, a los extensos campos de olivos que se abrían a ambos lados. La vía del AVE, que se extendía a sus anchas por la planicie antequerana, cruzaba la autopista justo por debajo en ese punto. Envidió su uniforme rectitud exenta de obstáculos, que se prolongaba hacia la oscuridad, pero desechó la loca idea de seguir su curso con la moto; las traviesas metálicas acabarían con la suspensión, y con sus brazos por añadidura, en poco tiempo.

Decidió dejar allí la moto y continuar andando para ver qué ocasionaba el tapón. Unas horas atrás se había producido un pequeño movimiento sísmico que casi consigue tirarle al suelo; un momento delicado porque, de haber resbalado con la pierna sepultada bajo la carrocería, podría haber acabado cercenado por los quitamiedos de metal. Una muerte prematura que no deseaba. Koldo estaba preparado, en efecto, para irse al infierno con toda la humanidad, pero no hasta haberlos
visto
. Sabía que el destino final de la humanidad era sucumbir ante el poder inconmensurable de las civilizaciones extraterrestres que nos espiaban y tanteaban, indecisas, desde hacía muchos miles de años. Los hombres de las cavernas ya los pintaban en sus cuevas, los egipcios los representaban en sus templos y los mayas los esculpían en los intrincados trabajos de sus construcciones más veneradas, pero ahora era el momento en el que por fin se daban a conocer. Las señales estaban claras.

Mientras andaba, miraba al cielo a cada rato con la esperanza de ver
algo
; quizá un destello inusual, un punto de ardentía donde no debiera haber alguno, o la estela de fuego de una nave prodigiosa entrando en la atmósfera terrestre; pero el viejo cielo de siempre le devolvió la mirada sin revelar nada nuevo.

Perfecto
, pensó. Eso sólo quería decir que el ataque no había comenzado. Además, por lo que había visto hasta ahora, estaba convencido de que éste se produciría desde el mar, desde las profundidades marinas. Tenía sentido. Era allí donde el hombre tenía sus más grandes debilidades. Sus barcos eran lentos y torpes, y sus armas, ineficaces.

Mientras caminaba, le llegaban retazos de las conversaciones que la gente mantenía entre sí. Eran todas iguales. Hablaban de las últimas noticias y despachaban teorías sobre enloquecedores proyectos militares secretos fuera de control, de terrorismo internacional, y algunos comentaban, con voz doliente y manifiesto nerviosismo, que iban a Málaga a recoger a algún familiar. Al menos, se dijo Koldo, casi todo el mundo sentía en todos los poros de la piel que el mar no era ya seguro. Como si fuera a servir de algo, se dijo. Mirando la interminable fila de vehículos, Koldo pensó en las hormigas que corren de un lado para otro, portando sus huevos, cuando el hormiguero se llena de agua.

Después de quince minutos más, Koldo se desanimó. La hilera de coches, en fantástica confusión, se extendía hasta donde alcanzaba la vista, bordeando un monte cercano. Resultaba del todo imposible maniobrar con la moto por ningún lado. El ruido de los cláxones le llegaba desde diversos puntos: ahora más cerca, ahora desde la distancia, pero todos se prolongaban en su duración y resultaban casi lastimeros. Resolvió que trataría de utilizar la vía del tren, después de todo. Estaba seguro de que había al menos medio metro de seguridad entre ésta y la maleza, rocas y desniveles que la rodeaban, y que podría transitar por ese margen con las debidas precauciones. Al fin y al cabo, se trataba sólo de ir hasta Antequera, para ver cómo estaban allí las cosas. Quizá podría reanudar el camino por la A343, pasando por Alora, hasta Málaga. Pero si el tráfico resultaba estar también imposible y no pudiera avanzar por los arcenes, pensó que seguiría la línea de ferrocarril hasta la estación de Bobadilla. Desde allí no debía ser difícil explorar otros caminos comarcales.

Se dio la vuelta y comenzó a deshacer lo andado.

Pero a su alrededor algo había cambiado. La gente parecía arremolinarse en torno algunos vehículos, formando varios grupos; otros, se habían vuelto a meter en sus coches y permanecían sentados e inmóviles, con la mirada perdida.
Es la
radio, pensó:
Están escuchando las noticias.

Se acercó a uno de los grupos y se esforzó por escuchar el sonido hueco y mecánico que brotaba de los pequeños altavoces en el salpicadero. Era la voz de una mujer, y hablaba veloz y atropelladamente, presa de la excitación.

—… icho, la situación es de máxima alerta a nivel mundial. El fenómeno está ocurriendo
en estos momentos
en todas partes del planeta casi simultáneamente; unas fuerzas desconocidas extremadamente hostiles han realizado numerosas apariciones en las zonas costeras de los cinco continentes y, según los informes que se están recogiendo en estos momentos, en áreas muy pobladas. Los… ataques se han registrado apenas unas horas después de las olas gigantes que han arrasado las poblaciones costeras, y que expertos en la materia han calificado de «inexplicables». Según las fuentes a las que hemos tenido acceso, en nuestro país se han registrado incidentes en Galicia, Asturias, Cantabria, Navarra…

La locutora enmudeció de repente, y pasaron unos interminables segundos antes de que continuara, esta vez visiblemente afectada y dubitativa.

—… en todas las provincias que lindan con el mar, tanto en el litoral septentrional como en toda la zona oriental de la Península y… el sur de España. Es… hay informes que dicen que las islas Baleares… han… han… podrían haber…

Otra pausa.

—¡Ponga otra emisora! —pidió alguien.

La interrupción fue aprovechada por el resto para salir de su asombro y lanzarse a comentar con grandes aspavientos lo que acababan de escuchar.

—¡Pero esto qué es!

—¡… guerra!

—¿Ha dicho olas gigantes?

—¡… madre vive en Mallorca, por favor, cállense!

—¡CÁLLENSE!

Pero Koldo no quería seguir escuchando, tenía ya suficiente. Había empezado. Mientras dirigía sus pasos hacia el punto en el que aparcó la moto, pensaba en el eufemismo que había utilizado aquella comentarista para referirse a la única cosa que tenía sentido en todo aquel panorama, y cuyo nombre todo el mundo evitaba siquiera pronunciar.

Extraterrestres.

Las armaduras negras parecían ganar velocidad a medida que se aclimataban al medio terrestre. Sus múltiples patas, pequeñas y segmentadas en múltiples partes, se agitaban nerviosamente buscando los mejores puntos de apoyo.

Apenas tardaron en llegar a la línea del paseo marítimo, se encaramaron con tremenda agilidad sirviéndose de sus desproporcionadas pinzas. Vistas desde atrás, tenían el aspecto de un crustáceo de un tamaño desmesurado, negro y rugoso. La parte trasera de sus poderosas corazas tenía delicadas vetas perpendiculares, como las de una castaña.

Para entonces, muchas de las personas que todavía deambulaban de un lado a otro, superadas por las trazas de la destrucción, se habían girado para ver aparecer el enjambre de criaturas; los sonidos de sus pinzas entrechocando en el aire recordaban los ritmos tribales de las viejas películas de caníbales, inquietantemente repetitivos y monocordes. La visión era tan irreal y tan extraña en el contexto del desastre que acababan de vivir, que nadie dio un solo paso.

Una vez las frenéticas patas se asentaron en el duro suelo, la primera de las armaduras se movió con inusitada rapidez. Se abalanzó sobre el primer hombre y su brazo describió un arco perfecto en el aire, que terminó en una lluvia de sangre. La parte superior del cuerpo se deslizó con cierta parsimonia hasta separarse del tronco, que cayó pesadamente al suelo. Después siguieron las piernas, que se doblaron por las rodillas para acabar derribándose, junto al resto del cuerpo.

La escena, que fue contemplada por muchos ojos, arrancó gritos de puro pánico por todas partes. Jonás, que seguía corriendo y se acercaba ya a su coche, miró hacia atrás a tiempo para ver cómo las corazas negras empezaban a dispersarse, atacando con terrible efectividad a cuantos se interponían en su camino. Un hombre cayó hacia atrás, incapaz de encontrar el arrojo necesario para huir, y siguiendo quizá un gesto instintivo, levantó el brazo por encima de su cabeza. Con un rápido movimiento, la monstruosidad negra cortó el miembro y la mitad de la cabeza. Ambos trozos volaron por los aires, sacudidos por la violencia de la embestida.

Jonás se quedó hipnotizado, incapaz de volverse o apartar la vista. Su mente daba vueltas a las imágenes, como si no pudiera procesarlas.
¿Es real? ¿Es real, Jon? ¿Es esto real, o te has vuelto loco, loco de remate, loco de atar, loco?

Una de las armaduras arremetió contra uno de los coches volcados y lo desplazó un par de metros, levantando un crujido de metal espantoso. La gente pasaba corriendo a su alrededor, gritando y empujándose unos a otros para abrirse paso. Una señora cayó de bruces, y su bolso salió despedido por el suelo encharcado, desparramándose su contenido. Su expresión de terror le sacó de su estado de
shock,
y Jonás encontró de nuevo la energía para ponerse en marcha.

Saltó al interior de su Austin, sin detenerse siquiera a cerrar la puerta. Giró la llave de contacto y cuando apretó el acelerador con repentina vehemencia, el motor protestó con un ruido mecánico, grave como un crujido. Era, sin embargo, imposible avanzar hacia ningún lado. No se trataba sólo de la gente que corría intentando escapar del horror que se les echaba encima, sino también de los otros coches que habían intentado pasar por la carretera y bloqueaban ahora el paso.

Jonás miró por el espejo retrovisor y vio un enjambre oscuro que había ganado densidad. Seguían llegando en gran número desde la playa, y las pinzas se levantaban en el aire, estridentes y amenazadoras, inquietas como las antenas de un grupo de hormigas en una tormenta de feromonas.

Jonás apretó el acelerador y dirigió el vehículo hacia el pasillo que habían dejado las dos hileras. El coche se abrió paso chocando contra los laterales y haciendo saltar los espejos retrovisores; el metal chirriaba con un sonido estridente. En un momento dado, el coche chocó contra una de las puertas abiertas y la arrancó de cuajo. La puerta cayó al suelo y desapareció bajo las ruedas; se trabó de alguna forma en la tracción trasera y el coche viró bruscamente hacia su derecha, terminando bruscamente su corta trayectoria.

Jonás intentó poner en marcha el motor, pero éste le respondió con un traqueteo renqueante y se quedó mudo. No había tiempo para más pruebas, ni espacio para abrir la puerta, como descubrió en ese mismo instante. Horrorizado, volvió a mirar por el espejo retrovisor para ver cómo el vehículo de Emergencias caía pesadamente sobre un lateral, empujado por las colosales corazas negras. Los protectores de las luces del techo se resquebrajaron, soltando esquirlas anaranjadas por el aire.

Abrió la ventana tan rápido como el nerviosismo le permitía y comenzó a moverse para salir por ella, pero cuando tenía ya medio cuerpo fuera y miró hacia el paseo marítimo, fue realmente consciente del peligro que corría: las armaduras estaban casi encima de él, y mientras avanzaban entre los coches haciendo un ruido acuoso y repulsivo, se fijó por segunda vez en sus ojos. Éstos, diminutos, redondos y enloquecedoramente rojos, parecían fijos en él.

Jonás gritó.

—Cristo bendito… —dijo Jorge.

—Vámonos… tenemos que irnos de aquí —contestó Marianne de inmediato.

Thadeus no podía dejar de mirar la pantalla. Sabía que los movimientos sísmicos se producen cuando se libera energía potencial elástica acumulada en los planos de una falla activa, pero también podían ocurrir por otras causas: procesos volcánicos, hundimiento de cavidades cársticas o movimientos de laderas. Pero que ocurrieran tantos casi a la vez, era algo que iba contra todas las leyes de la probabilidad. O quizá había que aceptar que algo iba definitivamente mal allí abajo, en las capas más profundas del planeta. Si había habido fisuras submarinas, eso podría explicar en cierto modo la fauna marina muerta. En esos casos el agua se vuelve acida y putrefacta. Pero el agua acida no succiona los barcos como si fueran trozos de pan duro.

—¡Tad! —protestó Marianne.

—Sí… —contestó Thadeus, saliendo del bucle de sus reflexiones.

Irse, había dicho. Thadeus se quedó mirando sus hermosos ojos redondos, buscando quizá consuelo en la belleza de sus rasgos. La pregunta era, ¿adonde?

—Tenemos que irnos de aquí, y volver a casa —dijo entonces Marianne, como si hubiera adivinado sus pensamientos.

—Si al menos funcionaran los móviles… —dijo Jorge en ese momento—. ¡Maldita sea! Me gustaría saber cómo ha afectado todo esto de las olas gigantes a Vigo.

—Oh… —exclamó Marianne—. Tu familia…

—Mi madre y mi tía… viven en el paseo de Paz Andrade —comentó. El paseo estaba en la zona de Alcabre, justo en la entrada de la Ría de Vigo.

—Seguro que están bien —exclamó Marianne.

Pero Jorge vio en su frente pequeñas arrugas de preocupación y también el miedo asomando en sus ojos. Esos detalles no le ayudaron a sentirse mejor, pero, de todas maneras, asintió brevemente.

—Deberíamos probar a coger un tren… —dijo Thadeus—. Quizá haya alguno que salga a primera hora. Podríamos estar en casa esta noche.

—Eso suena bien —comentó Marianne.

—Parece que tenemos un plan —confirmó Jorge, cerrando la tapa de su móvil y guardándolo otra vez en el bolsillo.

Salieron fuera de la terminal, aproximadamente dos horas antes de que la televisión empezara a transmitir las primeras imágenes de los monolitos de piedra emergiendo del agua. Aunque agradecieron el aire fresco de la noche, que incluso a esa distancia transportaba aún el olor penetrante del mar, la situación que se les presentaba les desanimó completamente. No sólo no había ni un solo taxi a la vista, sino que las paradas de autobús y las áreas de recogida de pasajeros donde llegaban las furgonetas de los negocios de garaje de vehículos, estaban del todo saturadas. La gente hablaba atropelladamente, y en sus rostros se reflejaba la angustia a medida que intentaban llamar por teléfono en vano o encontrar algún transporte para salir de la zona del aeropuerto.

La carretera estaba también intransitable, colmada de coches que no podían avanzar ni retroceder; por los arcenes circulaba gente que se marchaba andando, arrastrando carritos de equipaje y maletas de todas las formas y tamaños.

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