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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

La hora del mar (20 page)

BOOK: La hora del mar
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Entonces empezaron a aparecer nuevos puntos en el mapa. Todos ellos, en áreas de mar. Estaban marcados en negro, y todos estaban próximos a las zonas de seísmos.

—Et voilà…
—exclamó, mirando la pantalla con un gesto de satisfacción en el rostro.

—¿Qué son?

Pichou sonrió con autosuficiencia.

—Son las fosas abisales del planeta —dijo—. Como ven, coinciden perfectamente con las zonas de ataque y los maremotos, provocados por terremotos, algunos ubicados a una profundidad tremenda. —Se acercó a la pantalla y señaló uno de los iconos negros con el dedo—. Fosa Challenger o de las Marianas, en el Pacífico Oeste. Once mil metros de profundidad. Fosa del archipiélago de Tonga, Pacífico Sur, en Nueva Zelanda… Diez mil ochocientos metros. Fosa del Japón, Pacífico Oeste, diez mil quinientos metros. Y miren… la de las islas Sandwich con ocho mil cuatrocientos metros, o la isla de Java con siete mil cuatrocientos metros. Yo diría que coincide completamente. Un total de once fosas repartidas por el mundo. La que menos profundidad tiene cuenta con siete mil doscientos metros de profundidad, en la islas de Cabo Verde, en el Atlántico.

—Fascinante… —dijo Jordan—. Poco concluyente, pero fascinante.

—¿Está sugiriendo que todas esas cosas han salido de ahí? —preguntó el hombre del chicle. Estaba pegando la bola de un color rosáceo desvaído en un trozo de papel y preparando un par de pastillas nuevas.

—Un momento… —interrumpió un tercero—, ¿qué tipo de criatura puede vivir a siete, ocho, once mil metros de profundidad, y pasearse por la superficie como si nada? ¿Qué hay de la presión?

—¿Qué sabemos sobre eso? —preguntó Jordan.

—Veamos —dijo Pichou—. Esto no es nuevo, es algo que se ha manejado muchas veces. Oh, a los ufólogos les va a encantar. Las fosas ocupan el ochenta por ciento del océano y sólo hemos explorado un uno por ciento de esos abismos. Hubo un batiscafo, el
Trieste
, que en los años sesenta llegó a once mil metros y se encontró con un submundo imposible: eterna oscuridad sin sol, un medio acuático carente de nutrientes cuya temperatura oscila entre los cero y los cuatro grados y una impensable presión ambiental. Sabemos muy poco en realidad de este infierno sumergido. Cada expedición revela numerosas especies nuevas. Las criaturas que se encuentran son extremadamente longevas y viven despacio, economizando energía en el silencio absoluto de un entorno desguarnecido de corrientes. Diría que es lo más parecido a vivir en el espacio —mientras hablaba había recuperado su móvil y estaba buscando más información en Internet—. Os leo esto: «Durante eternas horas, estas criaturas se mantienen fijas como estatuas. Sólo ante la necesidad de huir, comer o reproducirse, activan sus músculos gelatinosos para perezosamente desplazarse sin armonía ni equilibrio.»

—No parece plausible que esas monstruosidades negras vengan de ahí abajo —opinó Jordan—. Sólo el ruido de la superficie les provocaría un
shock
, y qué decir de la luz, el movimiento, la presión…

—Y no olvidemos las sondas que detectamos por todas partes en los días previos a los ataques —apuntó alguien más—. Eran claramente de algún tipo de metal.

—¿Estamos hablando de una especie de… civilización, alojada en los abismos marinos? —preguntó el hombre del chicle. Masticaba a tal velocidad que la mandíbula parecía a punto de desencajarse. Pichou pensó entonces que, probablemente, estaba en proceso de dejar de fumar; y que lo más seguro es que volviera al hábito antes de terminar el día.

Jordan se revolvió en su silla, incómodo.

—Quizá… Quizá tenga un tipo de información confidencial que podemos barajar en estos momentos —dijo entonces. Como nadie dijo nada, continuó hablando—: Aunque me gustaría pedir a la mayoría de ustedes que abandonen la sala.

—¿En serio? —preguntó alguien.

—Por favor.

—¿Con qué autoridad? —preguntó el hombre del chicle.

Jordan miró a uno de los oficiales que permanecía sentado en el extremo más alejado. Era el coordinador del grupo. Éste puso una mueca de fastidio y le sostuvo la mirada un rato.

—¿Lo ve necesario, Maxwell? —preguntó.

—Me temo que sí.

—No me gusta, Maxwell. He trabajado mucho para mantener este equipo tan heterogéneo unido —hizo una pausa—. De acuerdo. ¿Quién debe salir, según usted?

Jordan empezó a señalar a unos y otros. Muchos se levantaban con evidente fastidio. Al final, sólo Pichou, el hombre del chicle y otros tres hombres permanecieron.

La sala quedó en silencio. Pichou le miraba con la ceja derecha ligeramente levantada. Jordan se levantó de su silla y tiró de las solapas de su chaqueta para ajustarla; luego estiró el cuello para acomodar la camisa.

—Lo cierto es que ha habido varios incidentes ovni a lo largo de la historia de los que tenemos constancia y están registrados como hechos comprobados.

—¿En serio? —preguntó Pichou, más para sí mismo que para los demás.

—Sí. Sé cómo suena esto. No puedo decirles a qué departamento pertenezco, pero sí que funciona en un marco internacional. Por ejemplo, nosotros elaboramos el documento de seguridad para la NSA en previsión de una invasión alienígena, el cual seguramente han leído estos días. —Suspiró largamente antes de continuar—. Les puedo asegurar que nadie en la NASA o la Agencia Espacial Europea se tira un pedo sin que nosotros hayamos determinado primero su grado de olor. Dicho esto, debo advertirles por adelantado que he dedicado mi vida a investigar, proteger y ocultar ciertos secretos, así que entenderán que me cueste un esfuerzo enorme hablar de estas cosas, sobre todo cuando la mayoría no dispone del nivel de seguridad adecuado. Pero… si hubo alguna vez un motivo para hablar de ello, es éste. Ustedes son algunas de las cabezas mejor amuebladas de este país, así que espero que manejando toda la información de que disponemos podamos acelerar la resolución del problema.

—Muy bien… —dijo Pichou, tomando asiento en una de las sillas—: Adelante.

—Algunos de los casos reportados son ciertos —soltó—. La mayoría es mierda sensacionalista. La gente alucina mucho. Es algo que hemos investigado profusamente, casi tanto como los hechos reales. Cosas como Roswell, Rama, el Área 51 o la Confederación de Planetas nos facilitan mucho las cosas: son falsedades tan evidentes que nos ayudan a tapar los casos reales. De éstos no hay muchos, pero los hay, como el incidente de Shag Harbour, en 1967, cuando registramos un choque de un ovni frente a la costa de Nueva Escocia, en Canadá.

—Recuerdo ese caso… —exclamó alguien.

—Aquella nave hizo saltar todas nuestras alarmas. Apareció de repente cuando estaba entrando en nuestra atmósfera, veloz como un misil nuclear y más o menos del mismo tamaño. Creemos que algo fue mal y sus sistemas de camuflaje fallaron por algún motivo, o no la hubiéramos registrado. Pero nos hizo plantearnos por primera vez la posibilidad de que una de esas naves viajando en el espacio aéreo pudiera ser interpretada como una bomba atómica, y que algún país pudiera responder a lo que se puede interpretar como un ataque. Pero desvarío… Hubo más casos. Uno de los más interesantes se registró en forma de ecogramas que recogió un buque pesquero en las costas de Perú. El caso era auténtico… cientos de naves asentadas en el fondo marino, esperando Dios sabe qué. Creo que esos ecogramas aún circulan por Internet. Estuvimos muy, muy nerviosos unas semanas, y hasta intentamos ponernos en contacto con ellos, pero sin resultados. Los submarinos que enviamos no los detectaban, como si fueran invisibles, y uno de ellos chocó con una de las naves resultando gravemente dañado. De pronto, desaparecieron. Quizá estaban de paso, o quizá, visto lo visto, decidieron ocultarse aún más bajo la tierra. No lo sé. Afortunadamente, algunos periodistas se hicieron eco de más alucinaciones: algunas personas creyeron estar en contacto mental con los líderes de una fabulosa red intergaláctica que hubiera hecho mover el nabo del mismísimo George Lucas. Suerte para nosotros, porque nuevamente el caso cayó en el olvido.

»Hay mucho más. En 1980, más de trece mil personas afirmaron ser testigos de cómo unos enormes triángulos negros volaban silenciosamente en el cielo de Bélgica. Esta vez, radares de la OTAN los registraron en todo su periplo aéreo. Analizamos sus trayectorias y capacidad de giro y eran virtualmente imposibles de reproducir con la tecnología actual. Se enviaron cazas del ejército belga y tomaron fotografías de uno de los objetos. El mismo hecho se repitió meses después, con confirmación de los radares del ejército. Los F-16 que intervinieron encontraron que sus radares sufrían bloqueos temporales y registraron que la posición de los objetos cambiaba a una velocidad impresionante. Uno de los pilotos dijo que se había sentido como si hubieran estado jugando con él: cambiaban de posición continuamente, haciendo imposible su persecución. La versión oficial dijo que se trataba de helicópteros en vuelos de prueba.

»Lo mejor ocurrió en 2010 —continuó diciendo—. Recibimos una serie de veinticuatro mensajes a través de una estación ubicada a unos kilómetros del Polo Sur, que responde básicamente ante la NASA pero también otras organizaciones. Su tarea principal era observar unos objetos de gran tamaño, de unos veinte kilómetros de diámetro, que evolucionaban a buena velocidad en el espacio, a unos dieciocho grados respecto a la órbita de Neptuno. Creemos que serán visibles por los telescopios convencionales en algún momento del año que viene, pero ya pensaremos en ello.

—Pero qué cojones… —soltó el hombre del chicle.

—¿Qué decían los mensajes? —preguntó Pichou.

—Eran pulsos, en diversos tonos y notas, separados por pausas iguales en longitud. Entregamos el material a unos especialistas que a su vez se lo entregaron a un equipo experto en criptografía. Ellos tuvieron la idea de trasladar los tonos a letras del alfabeto para configurar grupos lógicos y, poco a poco, el mensaje empezó a descifrarse.

Jordan hizo una pausa y se arrellanó en la silla. Pichou tuvo la sensación de que esa pausa era deliberada, como si quisiera crear una suerte de climax a su alrededor. Miró de soslayo a sus compañeros, y comprobó que, efectivamente, se había ganado toda su atención, lo que era todo un logro: todos ellos eran hombres acostumbrados a manejar grandes secretos de Estado, información clasificada del más alto nivel. Lance, el hombre que mascaba chicle como si tuviera pistones en vez de dientes, estaba sentado prácticamente en el filo de la silla, y los otros dos hombres tenían la boca entreabierta y los ojos como platos. Hasta el coordinador del grupo había dejado su expresión ausente para dirigir a Jordan un gesto de más fácil lectura: se moría por saber cómo continuaba la historia. En ese momento, Pichou supo que allí se estaban revelando más cosas de las que ninguno de los presentes había escuchado jamás.

—Resultó ser un tratado de matemáticas —soltó Jordan entonces—. Empezaba con operaciones y conceptos sencillos, pero rápidamente se complicaba muchísimo. Naturalmente, su sistema no es binario, ni decimal, como el nuestro. Tampoco tiene el número veinte ni el dieciséis como base, como los sistemas hexadecimales tan usados en informática. Ellos usan la base ocho.

—¿El sistema octal? —preguntó Pichou.

—El sistema octal —confirmó Jordan—, con dígitos del cero al siete.

—Los mayas contaban los dedos de los pies y las manos para su sistema en base veinte… —dijo Pichou—. Nosotros sólo los dedos de las manos para nuestro sistema decimal. ¿Quiere eso decir que los extraterrestres tienen ocho dedos?

—Es lo que da pie a pensar, ¿verdad? —dijo Jordan con una pequeña sonrisa—. Tres dedos y un pulgar en cada mano.

—Es curioso —admitió Pichou—. El sistema octal es muy usado en computación. Tiene una base que es potencia exacta de dos, o de la numeración binaria, lo que facilita la conversión a binario…

—No entremos en detalles que no vienen al caso —pidió Jordan—. Basta decir que esa documentación aún se estudia profusamente. Lo importante aquí es el hecho fascinante de que una civilización extraterrestre envió en algún momento un mensaje de presentación similar al que Carl Sagan codificó y envió desde el radiotelescopio de Arecibo, en Puerto Rico.

—Y nunca lo comunicaron al mundo… —dijo de pronto uno de los hombres.

Jordan no dijo nada, y Lance, con la frente surcada por grandes arrugas, carraspeó incómodo.

—Pero ¿por qué ese afán por ocultar esas cosas?

—Pensaba que eso era evidente. Uno de los motivos es, naturalmente, el acceso a la tecnología alienígena cuando está disponible. Algunos países han hecho considerables esfuerzos por explotarla. Como les he dicho, mi organización es internacional y se mueve con capital de distintos países, pero uno de los países que más dinero ha puesto en este tipo de operaciones es Estados Unidos. Ellos son los que tienen preferencia a la hora de obtener un retorno de la inversión.

—¿Qué otros países intervienen? —preguntó Pichou—. España es uno, por lo que deduzco, o no estaría usted aquí.

—Eso es irrelevante. Yo estoy aquí por una serie de circunstancias excepcionales; la cúspide de esta cadena de sucesos es el hecho de que todo el espacio aéreo está cerrado, lo que me impide volver a casa. Pero sí, acierta usted. España es uno de ellos, aunque como país colaborador.

El coordinador del grupo hizo un gesto de fastidio y se revolvió en su asiento, fingiendo que buscaba algo entre sus papeles.

—Bien, como les decía —continuó diciendo Jordan—: acceso a esa tecnología. La verdad es que disponemos de dos trozos de un aparato capturado. Sus sistemas no funcionaban, y eran en verdad muy pequeños: la nave explotó cuando conseguimos acceder a su interior, pero nos permitieron hacer tremendos avances en él campo de la miniaturización de procesadores informáticos. Dense cuenta, simplemente estudiando algo que pensamos que pudo ser parte del mecanismo de una puerta, conseguimos avanzar probablemente veinte años en el tiempo. Imagínense el día en que podamos echar un vistazo a una de esas naves en su totalidad, sus sistemas vitales, sus motores, sus materiales… De hecho, me extraña que nadie haya sospechado de la vertiginosa progresión que han experimentado nuestros ordenadores en los últimos años.

—Yo he leído sobre eso… —dijo Lance.

—Puede ser. Es posible incluso que esa información la hiciéramos circular nosotros mismos —comentó Jordan—. Si lo redactas en formato blog con ese estilo ansioso e implorante de atención, consigues que los
conspiranoicos
se hagan eco, lo cual a su vez provoca el rechazo automático de la gente de a pie. Cuando se llega a eso, entonces ningún medio se atreve a insinuar nada por miedo a caer en el desprestigio. Es como si el
New York Herald
dijera que los espíritus de los muertos conviven con nosotros. Necesitarían pruebas irrefutables. Y eso es lo que nunca existe. Con el tiempo nos hemos vuelto excelentes en ese cometido.

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