—Pues… No sé si deseo que vuelvan o que lleguen a algún otro lugar donde puedan ayudarles —dijo el hombre musculoso.
—¿Por qué lo dice? —preguntó la hippy.
—Porque aquí corremos un serio peligro —dijo el hombre—. El ejército ha fallado. Se han cargado todo, excepto un par de esos tanques, y diría que tampoco están en muy buen estado.
—¿Quiere decir que esos bichos pueden venir hasta aquí? —preguntó otro de los hombres.
—¿Por qué no? —soltó—. ¡Nos han barrido! Podrían, si quisieran.
Esa afirmación levantó algo de revuelo, y los murmullos se extendieron entre la gente congregada como una brisa repentina. Marianne miró alrededor; había estado escuchando con atención y no se había fijado en que el grupo había ido creciendo poco a poco. Como había hecho muchas veces a lo largo del día, buscó a sus compañeros entre la gente que llegaba, sólo para sentir el desánimo cuando comprobó que tampoco estaban allí. Empezaba a estar preocupada de veras. Era la segunda noche que pasaba sin ellos y no había encontrado ni rastro.
—¿Y qué hacemos? —preguntó la mujer, dirigiéndose a todos.
Su voz era cálida pero potente, y se hacía escuchar por encima de los murmullos apagados con facilidad. La pregunta, sin embargo, hizo que todos empezaran a hablar unos con otros. Desde su posición, Marianne podía escuchar frases sueltas, y de alguna forma, captaba el sentir general de la gente. Era de manifiesta confusión. Algunos parecían inclinados a abandonar el campamento e incluso mencionaban que sería mejor avanzar de noche; otros, en cambio, preferían esperar a las primeras luces del día, como si las criaturas a las que se enfrentaban fueran vampiros, y no monstruos marinos. Otros negaban esa posibilidad; algunos tenían familiares o personas a su cargo impedidas, que esperaban en las tiendas, convalecientes e incapaces de dar un solo paso. La gran pregunta parecía ser si el ejército haría llegar nuevos camiones de transporte que los sacaran de allí.
De pronto, una voz masculina que brotaba de alguna parte rugió por encima de la multitud.
—¡Luchemos!
Tras unos segundos de silenciosa confusión, el comentario arrancó otra vez una gran algarabía, que se inflamó como un incendio en un campo de trigo. Marianne pestañeó, percibiendo cómo el llamamiento estaba redirigiendo todas las conversaciones. Para su sorpresa, una facción de la gente estaba considerando la idea. Se hablaba de organizarse, de hablar con los soldados. Alguien más gritó «¡Basta de huir!» y una salva de exclamaciones de júbilo le acompañaron. Otros, en cambio, se retiraban prudentemente, sobrecogidos por la sola idea de un enfrentamiento.
Alguien ocupó el primer plano; con probabilidad, la misma persona que había animado a todos a la lucha. La gente le daba palmadas en la espalda, y alguien más estaba levantando su brazo por encima de las cabezas, como en los torneos de boxeo. Marianne lo reconoció enseguida.
—¡Koldo! —exclamó, boquiabierta.
El joven sonreía, radiante.
La mujer del pañuelo en la cabeza miraba alrededor, tan asombrada como la propia Marianne.
—¡Estáis locos! —bramó de repente. Su voz desplegaba un extenso abanico de altos y bajos, entre los que cambiaba de una forma bastante aleatoria—. ¡No se puede luchar contra esas cosas!
Sin decir aún nada, Marianne asintió con cierta fascinación a lo que parecía ser el germen de la resistencia civil.
Así es como surgen
, pensaba, mientras a su alrededor más y más gente se contagiaba del nuevo espíritu. Era capaz de ver el terror en sus caras, oculto bajo una máscara de determinación, pero supuso que muchos de aquellos hombres y mujeres cambiarían de idea si finalmente alguien les ponía un arma en las manos. En el fondo, hasta podía comprenderlos si hacía un esfuerzo; llevaban tiempo huyendo, castigados por el hambre, la sed, el calor… y su perspectiva de futuro desaparecía lentamente con cada nueva noticia. Sus casas y sus vidas, tal y como las conocían, habían desaparecido, y algunos podrían haber perdido sus negocios. Sus amigos, sus familias, hijos, esposas, padres… todo les había sido arrebatado. Un roedor acorralado tiene siempre el instinto de huir y esconderse, pero cuando se da cuenta de que no tiene ninguna posibilidad de hacerlo, ataca, sin importarle lo improbable que sea su victoria. Allí estaba ocurriendo algo parecido.
Asintió también, y sin que nadie hubiera orquestado nada, a la lenta formación de dos grupos. En un momento dado, cuando alguien se sentía fuera de lugar, se desplazaba lentamente hacia el bando donde otras personas compartían su punto de vista, y allí se enardecían.
Marianne observaba todo aquello, divertida por la repentina posibilidad que se le brindaba de hacer ese estudio sociológico, cuando un pequeño grupo de soldados se abrió paso entre la multitud.
—¡Atención, por favor! —dijo el sargento, caminando entre el gentío con las manos levantadas—. ¡Un momento de atención!
El clamor empezó a disminuir, hasta que terminó por apagarse casi al completo.
—Gracias por su atención —exclamó entonces el militar—. Soy el sargento Torres, y por el momento soy el máximo responsable aquí. Creo importante informarles de lo que está ocurriendo para que puedan tomar sus propias decisiones sobre el futuro de este asentamiento civil, y lo que está por venir.
Inesperadamente, unos aplausos aislados surgieron entre los congregados. Todo el mundo pareció prestar la máxima atención.
—Hace unas horas —continuó el sargento—, la práctica totalidad del cuerpo del ejército destinado a la defensa de la ciudad de Málaga, fue derrotada en combate. Apenas unos cuantos vehículos y un puñado de hombres pudieron escapar del desastre. Bien, ¡esto no quiere decir que todo esté perdido! Dense cuenta: el Estado español cuenta con un ejército profesional de casi ciento ochenta mil hombres, y una reserva activa de trescientos setenta mil hombres más, los cuales han sido movilizados ya. ¡Muchos de estos hombres, acompañados de brigadas blindadas, se dirigen en estos momentos hacia aquí!
La noticia arrancó exclamaciones de júbilo. Algunos empezaron a abrazarse. El hombre musculoso se abrió camino entre el grupo.
—¿Cuántos hombres? —preguntó. Tenía un brillo especial en la mirada—. ¿Qué tipo de ejército viene hacia aquí y cuándo llegará?
—¿Por qué no están aquí ya? —preguntó otro hombre, interrumpiendo al otro. Tenía un corte, ya curado, que le cruzaba toda la cara, desde la ceja hasta el hueco de la barbilla, y Marianne se estremeció al pensar que aquello pudo haberlo causado el roce con alguna de las pinzas—. ¿Por qué tardan tanto?
Otros preguntaban cosas similares, y algunos quisieron saber qué era ese sonido que se escuchaba ininterrumpidamente desde la mañana.
—¡Un momento, por favor! ¡Calma! ¡Calma!
Todos callaron de nuevo. A lo lejos, un perro empezó a ladrar.
—Por favor —continuó entonces el sargento—. Tengan en cuenta que España tiene cinco mil kilómetros de costa, y toda ella es en potencia un frente de ataque. La frontera con Portugal es recientemente motivo de preocupación también, porque Portugal ha caído.
Hubo un clamor general de sorpresa.
—Sin embargo, no hay motivo de preocupación por el momento. En ningún caso, el enemigo se ha adentrado en tierra firme. Dicho esto, pueden decidir libremente qué hacer a continuación. Es verdad que los disturbios recientes han acabado con las provisiones que teníamos almacenadas, pero hay alimentos, agua y medicamentos en camino, y los camiones de transporte para la evacuación volverán a estar también en funcionamiento. Todo esto llegará aquí mañana por la mañana. Quedarse aquí puede ser una buena decisión.
—¿Qué pasará con la gente que se ha ido? —preguntó una mujer.
—¿Qué es este sonido que todos escuchamos? —chilló alguien desde el fondo.
—¡Uno a uno, por favor! He informado del incidente hace unas horas. A estas alturas, deben estar recibiendo ayuda. Hay helicópteros que pueden transportar a los que necesiten asistencia médica urgente y muchos de nuestros hombres están desplegados alrededor. No deben preocuparse, estarán bien.
—¿Cuándo vendrán los refuerzos? —preguntó de nuevo el hombre musculoso.
El sargento carraspeó.
—Bien. Ésa es una pregunta que no sé responder. Como he dicho, tenemos frentes abiertos en toda la línea de la costa, por todo el país. Es posible que parte del cuerpo del ejército llegue mañana, pero llevará unos días coordinar de nuevo la defensa.
—¡Unos días! —exclamó el hombre con la cicatriz.
De nuevo se alzaron voces de protesta. Esta vez, el sargento no pudo acallarlas con tanta facilidad, y la algarabía continuó durante un rato. Los que habían simpatizado con la idea de luchar veían en este retraso un motivo más para coger las armas e idear una defensa. Los del bando contrario consideraban que la confirmación de que los refuerzos tardarían aún unos días era un buen motivo para marcharse.
Mientras tanto, casi sin darse cuenta, Marianne había acabado por ser rodeada por la muchedumbre, y ahora que lo había notado, empezaba a sentirse bastante incómoda. El calor era excesivo, y olía demasiado a sudor; un olor penetrante y avinagrado que hacía que la glotis se le cerrara con cada intento de respirar. La gente gritaba al lado de su oreja y pequeñas gotas de saliva volaban delante de su cara. Asqueada, levantó los codos para librar los brazos de su prisión, y empezó a abrirse paso.
Escapó del círculo con una sensación de alivio. No lo había notado, pero el aire nocturno tenía un punto de frescura que ahora recibía con agrado. Caminó unos pasos, alejándose mientras la gente seguía discutiendo y enredándose en una discusión cada vez más acalorada, mientras ella se sentía cada vez un poco mejor.
A cierta distancia, divisó lo que parecía ser el resplandor de unas llamas. Eran fogatas, al menos cuatro de ellas, dispuestas alrededor de la tortuga gigante. Los trabajos habían avanzado bastante, y el caparazón se había convertido en una especie de cúpula fabricada con ramas. ¿De dónde habían sacado tantas ramas en medio de aquella desolación? Marianne no lo sabía, pero a juzgar por el ímpetu con el que todas aquellas personas trabajaban, las veía muy capaces de haber recorrido kilómetros para arrastrar toda esa madera hasta allí.
Ahora estaban cubriendo la cúpula con las lonas de tela de las tiendas que habían quedado vacías. El número de personas trabajando era abrumador: así a ojo, calculaba que debía haber un centenar, diligentemente ocupadas en diversas tareas.
Marianne los observó durante un rato, desde la distancia. Todavía albergaba la esperanza de ver a Thadeus o a Jorge entre ellos, aunque la incertidumbre crecía en su interior como un cáncer, transformándose en rabia. Las mejillas y los ojos le ardían. Y el ruido… ese sonido de motor, omnipresente, empezaba a taladrarle el cerebro como un martillo hidráulico. Si continuaba así durante más tiempo acabaría por volverla loca.
—¿Marianne?
Se volvió, sobresaltada. Su primer pensamiento fue para aquel tipo, su Jesucristo particular; al fin y al cabo siempre parecía andar alrededor cuando ella llegaba hasta allí. Pero lo que vio fue tan inesperado, que no pudo evitar que un grito escapara de su garganta.
Era una de aquellas cosas, uno de los monstruos negros, avanzando hacia ella en la oscuridad, a menos de veinte metros. Se bamboleaba como si fuera a desmayarse de un momento a otro, arrastrando las enormes pinzas a ambos lados de su cuerpo.
Marianne abrió mucho los ojos. Quiso gritar, decir algo, pero no pudo hacer ni una cosa ni otra. Luego quiso correr, pero descubrió que sus piernas no le respondían. Estaba hipnotizada, superada por el terror, que la mantenía congelada en el sitio. Empezó a temblar de forma incontrolada.
—¡Marianne!
La química abrió mucho los ojos. La criatura la estaba llamando por su nombre, con una voz que parecía surgir de un pozo oscuro, preñada de una reverberación insoportable.
Imposible. Es imposible…
Tuvo la sensación de estar inmersa en algún tipo de pesadilla. La idea de que podía haberse quedado dormida mientras miraba la calidez de las fogatas pasó brevemente por su cabeza.
Inesperadamente, la criatura se detuvo y empezó a sacudirse como si estuviera aquejada de fiebres. Marianne consiguió dar un paso atrás, embargada por un repentino sentimiento de asco. Una vez vio una cabra muerta en el campo, tan hinchada y saturada de gusanos que el cadáver se sacudía de una forma similar. La imagen le vino casi inmediatamente a la cabeza.
Y entonces, la pinza izquierda se desprendió y cayó al suelo. PUM.
Marianne se quedó mirando el miembro amputado, tirado en el suelo como si fuera un objeto extraño, un adorno, parte del atrezo de alguna macabra puesta en escena.
PUM.
La otra pinza se desprendió también. Dos pasos atrás.
Mientras retrocedía, Marianne asistió con infinito horror a una escena atroz, tan descabellada como imposible, pero que sin embargo estaba ocurriendo delante de sus ojos: la criatura pareció estirarse hacia arriba, como si estuviese mutando en alguna forma nueva. Su torso se alargó, haciéndola crecer. En un momento dado, pareció crecer tanto que el torso empezó a inclinarse hacia un lado. Ella se sobrecogió, transportada a una tormenta de sensaciones. Una parte de su mente le decía que no era real, que no podía serlo, que eso no estaba pasando y que había pasado demasiadas horas al sol. Pero la otra reparaba en el aspecto mate de la coraza, la nube de polvo que había levantado la pinza al caer y hasta en un olor rancio en el aire que venía de su dirección.
Y finalmente, el torso se estremeció con una última sacudida final y cayó al suelo con un golpe sordo. Marianne pestañeó mientras intentaba comprender lo que estaba viendo.
No había mutado. El torso se había caído, como las pinzas, como…
Como una camiseta.
Lo que quedaba allí de pie, en mitad de la noche, era un hombre.
—Marianne… —repitió.
Esta vez, la química reconoció la voz, y con esa comprensión, las lágrimas brotaron finalmente de sus ojos, calientes y abundantes.
—¿T-Tad?… ¿Tad?
Thadeus extendió los brazos, como si la invitara a darle un abrazo, y ella descubrió que podía por fin liberar sus piernas. Empezó a andar, muy lentamente al principio, pero los últimos metros los superó corriendo, hasta que los dos compañeros se fundieron como si fuesen un solo cuerpo.