Y desde su posición en la fila, Koldo, con ojos envidiosos, observó cómo desaparecían en el interior de la tienda de mando.
En marzo de 1995, Pichou publicó con seudónimo un libro sobre productividad personal titulado
Focus
, que mantuvo su título en inglés en todos los idiomas.
Focus
significa «concentración», y una de sus reglas de oro era evitar la multitarea. Tal y como explicaba en el libro, a menudo la gente incurría en el error de pensar que ocupándose de varias cosas a la vez se avanzaba más rápido. A Pichou nunca le había funcionado, y le estaba costando un trabajo enorme hacerlo ahora.
No sabía si había alguien escuchando en su pequeño despacho, pero como invitado del gobierno francés en uno de los lugares clave de la élite militar y política del Reino de España, la idea resultaba no sólo plausible, sino probable. Así que aparentaba mantener una conversación trivial con Alan mientras atendía a los datos que éste arrancaba del ordenador y le guiaba por los procelosos senderos de las bases de datos restringidas usando el teclado de su móvil. Incluso cuando hablaban en francés, le parecía una medida de prudencia mínima.
Y vaya si le estaba costando esfuerzo coordinarse.
Alan, por su parte, era excelente en lo que hacía. En cuestión de minutos había encontrado una vulnerabilidad en el sistema a través de un navegador web, inyectando un código que atacaba el sistema de llaveros donde se almacenaban todas las claves. Ése fue un buen punto de partida para continuar explorando toda la red local, accediendo a cortafuegos remotos y sorteándolos sin que nadie detectara su intrusión. Mientras escribía y ejecutaba complicados procesos, iba volcando en un disco duro externo cuanta información confidencial podía localizar sobre los fenómenos que estaban estudiando. Cuando veía una carpeta con un nombre prometedor, señalaba la pantalla con el dedo y lo sacudía en el aire con impaciencia.
Alan resoplaba. Pichou le estaba hablando de algún rollo sobre teoría de jugadores y dados, y su interminable monólogo estaba volviéndole loco.
—Los jugadores que inyectan plomo en los dados suponen que si un lado de la pieza se hace más pesado, siempre quedará abajo, pero… se equivocan.
Alan acababa de acceder cuatro niveles por encima del nivel de máxima confidencialidad. Eso le abría un nuevo mundo de posibilidades. En circunstancias normales, jamás habría podido acceder a la misma red en la que se movían esos usuarios privilegiados, pero en el sistema de red del bunker de la Moncloa, todos los documentos significativos compartían los mismos servidores. Era sólo cuestión de encontrar las puertas, y luego sus llaves.
—El dado —seguía diciendo Pichou mientras examinaba la hilera de iconos de la carpeta—, al caer desde cierta altura, no se voltea en el aire. ¿Por qué? Porque la resistencia del aire no influye gran cosa en su velocidad de caída. En un medio que no opone resistencia a la caída, los cuerpos caen con aceleración constante.
Pichou señalaba ahora dos de las carpetas. Alan las abrió brevemente y descubrió que contenían una extensa colección de documentos en PDF. Pichou leyó sus títulos con sorprendente rapidez y los desechó de inmediato. Pista falsa. Con un giro de la mano, indicó a su compañero que volviera atrás.
—Y por eso el dado no se voltea en el aire. Así pues, la artimaña de esos jugadores poco escrupulosos no sirve para nada.
—Pues he oído que funciona —dijo Alan distraídamente, abriendo nuevas carpetas.
—Funciona, claro que funciona. A eso iba. Porque los jugadores
creen
que funciona. Es como las pulseras de los deportistas de élite. Son pulseras normales, de cuerda, de hilo, de plástico, pero tienen un efecto significativo en la actitud mental del deportista, y eso hace que obtengan una ventaja significativa, ¿entiendes?
—Aja.
—Por eso han llegado a prohibir de forma oficial esas…
Pichou levantó una ceja. La carpeta que acababa de encontrar era bastante prometedora. Estaba aún lejos del máximo nivel disponible, pero allí parecía haber bastante enjundia que podía manejar. No sabía muy bien cómo funcionaba el sistema de jerarquías en España, pero en Estados Unidos lo llamaban nivel Cósmico, y no creía que hubiera ni veinticinco personas en todo el mundo con autoridad suficiente para acceder a él. Pero incluso a esos niveles, lo que acababa de encontrar había hecho que dudara incluso de su propia conversación insustancial.
—En fin —dijo por fin, con una expresión de triunfo—, basta de cháchara. Voy a leer y a pensar durante un rato, así que te dejo con tus cosas. En el teléfono móvil había escrito:
CÓPIALO TODO.
—Gracias a Dios —exclamó Alan, abarcando los ficheros con un golpe rápido de ratón y enviándolos al disco duro.
La unidad los duplicó en unos segundos. Había encriptado y guardado las claves maestras en un lugar donde nadie que no supiera lo que estaba buscando podría encontrar, así que cerró la conexión. Estaba seguro de que Pichou le haría bucear en piscinas privadas antes de lo que le gustaría. Alan hacía lo que hacía con pasmosa facilidad, pero eso no quitaba que no le gustase.
En cuanto a Pichou, conectó el disco duro a su portátil y empezó a indagar. Tenía suficiente material para estar hurgando en él toda la noche, pero no estaba cansado; la curiosidad recorría sus venas como la electricidad un tendido eléctrico, y estaba más que dispuesto a averiguar un par de cosas.
El amanecer llegó sin que Pichou lo advirtiera, ya que su despacho, como el resto de las instalaciones, se encontraba a gran profundidad bajo tierra. En un momento dado, desvió la mirada hacia la parte superior derecha y la hora le saltó a la cara como un mazazo. Las siete menos veinte de la mañana.
Miró a su compañero, que había caído rendido en la silla. Aún tenía una mano sobre el ratón, como si alguien lo hubiera desconectado mientras trabajaba.
Se incorporó, intentando desentumecerse. Pasarse la noche mirando la brillante pantalla de un portátil intentando descifrar los documentos que encontraba, algunos garabateados y enviados desde los centros de mando de cientos de lugares donde las contiendas se sucedían ininterrumpidamente, no era su idea de descansar, pero en el bunker no había pausas para dormir. Nadie se retiraba a descansar como no fuera por períodos breves de una hora, ni sonaba ninguna sirena para que todos se retiraran a sus dormitorios, se lavaran los dientes y se arrebujaran en sus edredones. Y ya a esas horas, el personal estaba tan activo como Wall Street a las once de la mañana.
Salió del despacho sin hacer ruido, con la cabeza retumbante, preñada de información. Sin embargo, una extraña paz lo embargaba. Era mejor saber la verdad, tener finalmente todas (o casi todas) las piezas del puzle, que no tener nada. Ahora sólo necesitaba despejarse un poco y sentarse a pensar.
Se dirigió primero a la cafetería y pidió dos cafés bien cargados, sin leche ni azúcar. Los cafés cargados eran la especialidad del sitio: las cafeteras siempre estaban trabajando al tope de su capacidad. El camarero le ofreció bollería, pan con mantequilla, tostadas, bocadillos calientes y mil otras cosas similares, pero no quiso nada.
—Tiene aspecto de necesitar algo sólido, si me permite decírselo —dijo el camarero.
—Gracias, muy amable, pero sólo café.
Salió con los dos cafés y regresó al despacho. Pensaba despertar a Alan, pero finalmente decidió dejarlo dormir un poco más. De todas maneras, él necesitaba ahora reflexionar, y era mejor hacerlo en soledad. Así que se bebió uno de los cafés con rápidos tragos y dejó el otro sobre la mesa, para saborearlo mientras pensaba.
Pero ¿por dónde empezaría, una vez que tuviera claro lo que debía hacer? Quizá podría contactar con su oficina, contarles lo que había descubierto, pero sospechaba que, a esas alturas, algo ocurriría en mitad de la conversación. La comunicación se cortaría, y luego él y Alan serían invitados a una reunión extraordinaria. Entran cuatro, salen dos.
Sin proponérselo, su mente empezó a trabajar.
Pichou había leído sobre las construcciones que el enemigo estaba levantando, y había leído sobre Ellos, criaturas de origen extraterrestre desconocida. Curiosamente, en los informes se las identificaba como «geodas». Si sus conocimientos sobre geología no le fallaban, una geoda era una estructura más o menos esférica, de varios centímetros de ancho, que se formaba como una cavidad por el paso del agua, con paredes compuestas de cuarzo. Debía suponer, entonces, que las geodas tenían una apariencia esférica.
Aprendió también que países como Estados Unidos, Rusia, España, Inglaterra y Alemania sabían de su existencia desde 1900, aunque cabía la posibilidad de que Ellos ya estuvieran entre nosotros desde mucho antes. Mientras leía sobre eso, recordó una pintura que seguía trayendo de cabeza a los especialistas en arte de todo el mundo, y que había sido la comidilla de revistas urológicas desde que empezaron a proliferar. Se trataba del célebre «Sputnik» del pintor vienes Ventura Salimbeni, que aparecía en un retablo conocido como
La glorificación de la Eucaristía
. En él, entre Jesús y Dios padre aparecía un objeto que era imposible que se hubiera construido con la tecnología del momento en que se ejecutó el cuadro (entre 1598 y 1614). Era extraordinariamente parecido al Sputnik ruso, perfectamente esférico, de apariencia metálica y con dos antenas. ¿No sería posible que Salimbeni viera a una de las geodas, ya en aquella época, y lo achacara a alguna exaltación religiosa, como todo lo inexplicable en la época?
Aunque los documentos a los que había tenido acceso hablaban de las geodas en términos casi familiares, como si fuera un tema sobradamente tratado desde hacía tiempo, supo también que los gobiernos pensaban que utilizaban la Tierra como si fuera un área de descanso, una parada entre dos puntos aún por determinar. Venían, se escondían, sobre todo en el fondo de los océanos, y luego desaparecían.
Los informes, además, ponían de relieve que el fenómeno de los peces muertos en todo el mundo había sido provocado por las geodas. No encontró, sin embargo, ninguna mención a los motivos por los que habían llegado a esa conclusión, y le hubiera gustado leer algo al respecto. Sencillamente, esa teoría no le cuadraba; le chirriaba tanto como la tiza de la señorita Babineaux cuando estudiaba en el colegio, estridente y extraña.
¿Qué motivo podían tener las geodas para destruir la vida marina tan por completo? Cabía la posibilidad de que hubiera sido por accidente: que estuvieran haciendo algún tipo de experimento y hubieran decidido llevarlo a cabo en ese pequeño, primitivo y remoto planeta (poblado con monos evolucionados) donde paraban de tanto en cuando a echar una meada o dos.
O quizá realmente querían acabar con los peces, pero ¿con qué propósito? ¿Era una acción contra los seres humanos?
Era cierto que el impacto de la desaparición de la vida marina sería una de las formas más determinantes de acabar con la vida en la Tierra. Sin vida en los océanos, los niveles de gas carbónico comenzarían a aumentar hasta alcanzar el temido efecto invernadero: una brusca elevación de la temperatura, el eventual deshielo de los casquetes polares, y todo lo demás. Pero el proceso sería demasiado lento, y de todas maneras, no habían acabado con
toda
la vida, como las importantísimas algas del plancton y las especies más grandes, ni siquiera todos los tipos de peces. Había sido una especie de genocidio selectivo.
Pichou pensó en ello, jugando con un bolígrafo entre los dedos.
Apretaba el botón y sacaba la mina, luego volvía a apretarlo y la escondía, y así una y otra vez.
No, no era una acción dirigida contra los humanos. Una especie capaz de viajar por el espacio debía tener medios más eficaces para aniquilar una especie tan primitiva. Entonces, ¿era una manera de ayudar a esos monstruos?
Inconscientemente, cogió el café y le dio un sorbo. El estómago recibió el líquido, pero no había probado bocado desde el almuerzo del día anterior y protestó con un rugido.
Dio un respingo.
—¿Alimento?
Una imagen estalló en su cabeza: las granjas que poblaban las estepas rusas durante la segunda guerra mundial. Cuando los ejércitos nazis avanzaron por Rusia, Stalin ordenó a todos los granjeros quemar sus casas y los fértiles campos cultivados que tan buenos alimentos proporcionaron a civiles y militares rusos. ¿Y si las geodas habían hecho lo mismo?
Se enderezó en la silla, intentando ordenar sus pensamientos. ¿Qué comían los crustáceos comunes? Cuando era niño capturó un cangrejo de río, no uno autóctono, que eran por lo general pequeños y esquivos, sino un ejemplar americano, más grande, con pinchos sobre el cuerpo y de color rojo oscuro. Sacudía sus pinzas como si quisiese enfrentarse a él, y eso le hizo tanta gracia al pequeño Pichou que, aunque la primera idea era cocinarlo, decidieron cuidarlo como una mascota. Su padre le ayudó con la dieta, que consistía sobre todo en pescado crudo.
—Estos bichos pueden comer de todo —explicó su padre—. Hasta una ballena, si encuentran una muerta. La desmenuzan poco a poco con sus pinzas. Pero la mayor parte del tiempo comen algas y limo, porque es lo que pueden encontrar con más facilidad. Sin embargo, lo que necesitan para su dieta son peces pequeños. Entonces crecen fuertes y saludables.
Peces pequeños.
Pensó en la enorme cantidad de criaturas que estaban invadiendo las costas de todo el mundo. Millones, miles de millones… no se atrevía siquiera a imaginar una cifra concreta, siempre parecía insuficiente para intentar abarcar la inconmensurable cantidad de monstruos que debían estar abandonando los mares en esos mismos momentos.
Y esos tremendos ejércitos… ¿de qué se alimentaban?
Recordó otra vez a los soldados nazis y las granjas rusas, quemadas para que no pudieran ser aprovechadas. Y pensó que, en ningún caso, había escuchado nada acerca de que aquellos monstruos comieran carroña; no devoraban a los seres humanos caídos. Al menos por el momento. Pero entonces…
Mina fuera, mina dentro. Mina fuera, mina dentro.
—¡No son enemigos! —exclamó al fin a la habitación, exultante.
Alan dio un respingo y se enderezó, como si alguien le hubiera arrojado un cubo de agua fría.
—¡Dios! —dijo, pestañeando con rapidez.
Pichou se incorporó. Necesitaba hablar con su compañero y necesitaba hacerlo deprisa, porque estaba demasiado excitado como para contarle todo lo que había aprendido durante la noche. Pero seguía pensando que hablar abiertamente podía ser una temeridad.