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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

La hora del mar (68 page)

BOOK: La hora del mar
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—¿Ya habéis terminado?

—Aja. Tengo… Tengo algo que decirte —dijo él.

—¿Y bien?

Thadeus estudió sus ojos antes de añadir nada, y en esos segundos, ella se encontró de pronto barajando una lluvia de imágenes en su cabeza. En algunas, él le decía que había encontrado a Jorge muerto en la carretera, pero en otras ocurría algo muy diferente: él sonreía y le susurraba algo que no podía entender, y al instante siguiente, estaba sobre ella, besándola.

Marianne aguantó la respiración, confusa.

—El sargento me ha pedido que mañana vaya con los boinas verdes.

Ella pestañeó. El estómago se le encogió. Su boca se abrió para decir algo, pero de repente, no supo encontrar ninguna palabra que resultase adecuada. Sentía miedo, y un poco de rabia, pero sobre todo, se sentía extraña por haber esperado algo tan diferente de lo que acababa de decir.

—¿Qué? —preguntó.

—El sargento

—¡Lo he oído, Tad! —exclamó ella.

El apretó los labios. Marianne tenía una expresión enfadada que no reconocía en ella. La había visto disgustada en muchas ocasiones, y hasta habían discutido sobre la mejor manera de enfocar un proyecto, pero nunca se había puesto así. Por unos instantes, la imagen de Rebeca se fundió con el rostro de ella, y eso le hizo sentirse terriblemente incómodo.

—Tad, vamos a ver… —dijo ella al fin, intentando encontrar otra vez el tono normal de la conversación—: ¿Quieres decirme…? ¿Quieres decirme qué pintas tú con unos boinas verdes?

—Seré una especie de asesor científico, Marianne —exclamó él—. El sargento Torres quiere que sea sus ojos cuando lleguen allí. Cualquier cosa que yo vea puede representar una gran diferencia a la hora de proceder.

Marianne asintió. Había escuchado la explicación con imperceptibles movimientos de cabeza. Se sabía al borde de las lágrimas y eso la confundía aún más.

Te has enamorado, eso es lo que pasa
, dijo una voz burlona en su interior. Sacudió la cabeza. Como química, sabía demasiado bien que el amor no eran más que procesos químicos complejos que podían representarse con una fórmula en un papel, por eso no se había interesado por nadie desde los tiempos del colegio. No tenía ningún valor. El mundo de los sentimientos eran elucubraciones exaltadas de poetas y adolescentes con un exceso de testosterona. ¿Cómo era todo el asunto, en realidad? El hipotálamo… No, la feniletilamina, era la culpable de todo. Un compuesto orgánico de la familia de las anfetaminas. Después… Después el cerebro se inunda de esa sustancia y responde mediante la secreción de dopamina. Era sencillo. Era reproducible, y no era diferente de unos a otros humanos. El
amor era
una burda farsa, una quimera de nuestros procesos internos. No era diferente de sentir hambre o sueño.

Y sin embargo…

—Bien… —dijo entonces—. ¿Y a nadie se le ha ocurrido comunicarse contigo por
radió
? O sea, podrían decirte lo que ven, ¿vale? Te lo explican por radio desde el campo de batalla o desde donde quiera que vayan los boinas verdes, y tú les das tus impresiones. ¿Acaso no tiene eso más sentido?

Thadeus miró hacia abajo, pero no dijo nada. Para Marianne estaba claro que él ya había decidido, y no se encontraba con fuerzas para decirle por qué no creía que fuera justo que volviera a marcharse ahora que lo había encontrado.

Que lo había encontrado de verdad.

Se dio la vuelta y empezó a andar, sin pronunciar palabra.

No fue hasta al cabo de un rato que se dio cuenta de que caminaba hacia el Temazcal.

El soldado revisaba los papeles que le habían presentado. Los oficiales estaban todo el día yendo y viniendo, y también el personal científico, secretarios, subsecretarios, altos cargos y directivos de los distintos departamentos. Todo el mundo andaba arriba y abajo durante todo el día y, como resultado, sentía que las yemas de los dedos iban perdiendo sensibilidad a base de revisar los mismos malditos papeles, una y otra vez. Era un trabajo de mierda.

Los permisos, por supuesto, estaban siempre en regla. Al fin y al cabo lo difícil era entrar, no salir, así que únicamente comprobaba la hora, el día y se aseguraba de que los rostros coincidieran. Y vaya si coincidían: Alan acababa de fotografiarlos con ayuda de la cámara web integrada en el portátil de Pichou.

—Todo en orden, señores —dijo el soldado.

Pichou asintió cortésmente y avanzó con resolución hacia al ascensor. No dijeron nada, aunque se permitieron intercambiar una mirada de complicidad una vez estuvieron dentro y las puertas se cerraron. El indicador de pisos, de un rojo resplandeciente, iba cambiando a gran velocidad.

Pichou tuvo un momento de vértigo. Si lo pillaban ahora no recibirían una amonestación; las represalias serían bastante más graves, pero lo peor era saber que Alan lo estaba pasando peor. El… Bueno, él era un poco más relajado con las normas. A veces tenía que serlo, por su trabajo, pero Alan era programador. Todo su trabajo se basaba en conocer unas reglas simples y trabajar con ellas de mil maneras diferentes. Estaba sudando y sus ojos estaban vidriosos como el escaparate de una tienda en las galerías Lafayette.

El pasillo de la recepción resultó ser un infierno. Al otro lado del Punto de Control había una horda de medios con cámaras, micrófonos y aparatos de grabación. Cada vez que alguien pasaba en un sentido o en otro, unos soldados unían sus manos para contenerlos.

—Dios mío —exclamó Alan.

Afortunadamente, resultó que para llegar a su destino no debían atravesar ese pasillo. Un hombre ataviado con una elegante chaqueta y corbata les indicó, elevando la voz para ser oído, que tomaran un corredor que llevaba al garaje del edificio. Los periodistas gritaban. Pichou sonrió brevemente y se pusieron en marcha. Alan estaba blanco.

Salieron entonces al exterior, donde un enjambre de vehículos oficiales esperaban aparcados. Todavía era de noche, pero después de pasar varios días encerrados en el bunker, agradecieron respirar un poco de aire puro. Había coches circulando por todas partes, recogiendo o dejando personas vestidas de uniforme. Algunos portaban maletines y carpetas, y se desplazaban dando grandes zancadas. A Pichou no se le escapó la presencia de unos Audi de alta gama con la matrícula de la Casa Real.

El último control resultó ser igual de sencillo. El responsable revisó tanto su documentación como los permisos de transporte sin mirarles apenas a la cara, y luego levantó una mano para indicar a uno de los coches que se acercara.

—A la base aérea —le dijo al chófer a través de la ventanilla.

Unos instantes más tarde, el coche abandonaba el aparcamiento para perderse por las calles de Madrid.

—Ya casi está —dijo Pichou en voz baja.

Pero Alan no contestó; se limitó a maldecir en voz baja, en perfecto francés, y abrir la ventanilla para respirar un poco de aire fresco.

El sonido que producía el colosal despliegue de tropas se hizo oír en todo el campamento mucho antes de que los soldados llegaran. Ruido de camiones, de maquinaria moviéndose, lenta, pesada, hidráulica, y el sonido inequívoco de las cadenas de los pesados tanques blindados. Producían una algarabía ensordecedora.

El hombre musculoso se había encaramado en lo alto de uno de los camiones cisterna arruinados, y oteaba el horizonte visiblemente excitado. A su alrededor, casi una treintena de personas esperaban con impaciencia.

—¡Lando! —gritó alguien desde abajo—. ¿Se ve algo?

—¡Aún no!

—¡Baja, coño! ¡Vamos a hablar con Torres!

A eso, el grupo de personas respondió con vítores y puños alzados. Lando asintió con una sonrisa, y descendió del camión con ágiles movimientos.

Empezaron a caminar hacia el cuartel con paso decidido. Desaseados y mal vestidos, la imagen se asemejaba al famoso cuadro de Pellizza da Volpedo,
Il quarto stato
, con todos los refugiados caminando juntos y formando un frente común.

Cuando llegaron ante los guardias que vigilaban el acceso a las instalaciones militares, encontraron a dos hombres temerosos que los miraban como si estuviesen portando guillotinas. Uno de ellos dio un par de pasos indecisos.

—¡No se puede pasar! —exclamó.

—No queremos pasar —dijo Lando—. Queremos hablar con el sargento Torres. ¡Queremos ayudar, queremos luchar!

Los refugiados lanzaron una exclamación entusiasmada.

—Ustedes son civiles —dijo el soldado—. Deben quedarse aquí.

—No nos moveremos de aquí hasta que podamos hablar con el sargento —dijo Lando, seguido de una nueva ovación.

Los soldados estudiaron las miradas decididas y duras de aquellos hombres y mujeres; gente joven en su mayoría, y comprobaron que harían lo que decían. Después de consultar brevemente entre sí, uno de ellos se metió dentro.

—¡Vamos a conseguirlo! —dijo alguien, y el grupo entero se entregó a veladas murmuraciones.

Esperaron, con la luz del nuevo día apartando poco a poco las sombras de la noche. En unas horas, los primeros rayos del sol empezarían a castigarles de nuevo.

—¿Qué clase de nombre es Lando? —preguntó un hombre que estaba parado cerca del hombre musculoso—. Nunca lo había oído.

—Mis padres son fans de
Star Wars
—explicó éste—. Creo que debieron volver a casa con un subidón de la leche y lo celebraron al viejo estilo. Me llamaron Lando, como Lando Calrissian.

—¿En serio? ¿Ése no era el negro?

—El negro, sí.

—¿Y por qué te pusieron el nombre de un negro?

—¿Qué? ¿Qué más da? No me importa que fuera negro o chino. Pero Lando es el cabrón que traiciona a los rebeldes. Hubiera preferido que me llamaran Chubaca, como el gorila ése.

—Yo sólo digo que es un nombre de negro —exclamó el hombre, ahora a la defensiva—. No tengo nada contra los negros, pero los nombres significan algo. Y un blanco no debería llevar un nombre de negro.

Lando asintió lentamente.

—¿Sabe? Siempre que me preguntan suelto esa chorrada sobre
Star Wars
, pero creo que a partir de ahora diré solamente que es un nombre de negro.

El hombre sonrió, aunque Lando estaba seguro de que no había entendido nada.

De repente, el sargento Torres apareció, acompañado de varios hombres armados.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

Lando avanzó.

—Sargento… señor, queremos ayudar. Queremos que nos den armas y luchar por nuestra vida, por nuestro país.

Una vez más, sus palabras fueron respaldadas por exclamaciones de entusiasmo.

—Ya se lo ha dicho este soldado —dijo el sargento—. Ustedes son civiles. Entiéndanlo. Si les dejamos participar, serán más una molestia que una ayuda. No saben nada de procedimientos tácticos, no conocen los protocolos, las señales, y estoy seguro de que la mayoría de ustedes nunca ha tenido un arma en las manos.

—Pero podemos aprender —dijo Lando. Sus pequeños ojos grises parecían centellear con la luz de la mañana.

—Podrían aprender, pero no hay tiempo. Nuestras tropas están aquí ya, y todos tenemos un sinfín de cosas que hacer.

Lando asintió.

—Denos armas, por lo menos. Tenemos derecho a defendernos.

El sargento lo miró durante unos instantes.

—¿Sabe lo que está diciendo? Me expedientarían.

—Si no nos las da, las tomaremos por la fuerza —exclamó Lando—. ¿Dispararía contra nosotros?

—Sería mi deber hacerlo —contestó secamente.

—Ayer perdieron a todos sus hombres. ¿Y si vuelve a pasar? ¿Cómo garantizará entonces nuestra seguridad?

—¿Cree que si hoy perdemos otra vez todo lo que pensamos lanzarles, sus treinta fusiles representarán alguna diferencia?

—Al menos es mejor morir disparando que morir gritando.

Se produjo un intenso silencio. El sargento escrutaba sus ojos y Lando respondía sosteniendo la mirada. Al lado de Torres, Lando parecía un ser de otro planeta, con sus brazos musculosos y el cuello esculpido en una miríada de tensos tendones.

—No puedo darles armas, y desde luego no voy a permitir que nos acompañen a la batalla —dijo al fin—. Pero cuando todo empiece, no quedará nadie aquí. Si quieren cogerlas, no podré impedírselo.

Lando no contestó, pero después de unos segundos, el sargento se dio la vuelta y desapareció en el interior.

El sonido de los carros de combate y el resto de los equipos mecánicos arrancó a Thadeus de su sueño. Durante unos confusos segundos, pensó que estaba todavía en el piso de Málaga, y que Rebeca estaría tumbada a su lado, con la herida de la pierna convertida en un volcán que manaba sangre y manchaba las sábanas hasta dejarlas oscuras.

Pero no estaba en el piso. Estaba en la pequeña tienda que servía de cuartel a los pocos militares que quedaban en el campamento.

Se incorporó, sobresaltado, y la cabeza protestó con un doloroso pinchazo. No le extrañó; había dormido apenas un par de horas, del todo insuficientes para el cansancio que arrastraba. Sin embargo, el sonido de los ejércitos le advertía de que el día D y la hora H había llegado, y relegó el dolor a un rincón de su mente.

Cuando salió, el sonido inequívoco de unos helicópteros le hizo mirar arriba. Allí descubrió al menos ocho aparatos acercándose a la planicie. Eran grandes, y parecían resplandecer en el aire porque, a diferencia del valle en el que estaban, allí arriba eran alcanzados por los primeros rayos del sol.

—¡Thadeus! —llamó alguien.

El biólogo miró. El sargento Torres le llamaba, con las ropas tremolando por el viento que provocaban las hélices. La tierra se levantaba y salía huyendo en forma de pequeñas nubes de polvo.

—¡Venga usted aquí!

—Buenos días, sargento —saludó Thadeus—. Menuda se está preparando.

—No lo sabe usted bien. Acompáñeme.

Le llevó entonces a la parte trasera de las tiendas. Los helicópteros estaban aterrizando ya a unos trescientos metros más allá, pero tan pronto vio lo que el sargento quería enseñarle, se olvidó de ellos. Dio un respingo, sobresaltado, hasta que comprendió de qué se trataba.

A simple vista parecía una criatura monstruosa, provista de una coraza oscura similar a la de los invasores, pero que se retorcía siguiendo una línea de diseño aberrante. Y era grande, grande como un autobús. Unas extremidades provistas de pinzas sobresalían por los lugares más insospechados.

En el extremo asomaba la punta de un cañón.

Thadeus se llevó las manos a la cabeza. Conocía el plan, pero verlo realizado era otra cosa. Era, obviamente, uno de los tanques supervivientes de la batalla del día anterior, al que le habían acoplado restos de corazas hasta camuflarlo completamente.

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