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Authors: Daniel Glattauer

Tags: #Humor, romántico

La huella de un beso (25 page)

BOOK: La huella de un beso
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La segunda Willinger, Lisbeth, respondió personalmente a su llamada. Tenía una voz joven y vivaz. Estaba casada y su marido acababa de irse de vacaciones con los niños para dos semanas. No, no se llamaba Max su marido; se llamaba Hubert.

—¿Es usted también de la lotería? —quiso saber la señora Willinger.

—Eh, no, demoscopia, estamos haciendo un sondeo —respondió Katrin.

—¿Y qué quieren saber? —preguntó la mujer.

—Cómo pasan la Navidad nuestras mujeres —contestó Katrin. Ella misma le había colgado el teléfono sin despedirse a una operadora que pretendía hacerle una entrevista sobre el tema.

—Somos un grupo de amigas y estamos todas encantadas de que nuestros maridos e hijos estén fuera de casa. Así es que hemos pensado que podríamos…

—Entonces la respuesta es: con su círculo de amigos —abrevió Katrin—. Muchísimas gracias.

No podía tratarse de la mujer cuya boca necesitaba el enfermo mental Max para poder mantener relaciones sexuales normales, pensó Katrin. Y cuando ya prácticamente le había colgado el teléfono, escuchó que la mujer decía:

—¿Ustedes no necesitan una foto mía?

—¿Por qué lo pregunta? —reaccionó Katrin. Y sintió dos golpes suaves en las sienes.

La señora Willinger le contó que unos días antes había enviado una foto suya a Loterías y Apuestas del Estado. Las circunstancias eran extrañas, pero la señora Willinger estaba esperando el regalo promocional que le habían prometido.

—¿Saben ustedes algo sobre eso? —preguntó. (A lo mejor alguien debería explicarle qué sabían las personas que realizaban encuestas y qué no.)

—No, pero podemos informarnos —le respondió Katrin. Y antes de dar por finalizada la conversación, le pidió que le diera el nombre, la dirección y el número de teléfono de la persona de contacto.

Ya era bastante tarde, pero la misteriosa dama de la lotería, que respondía al nombre de Paula Stein, todavía estaba de servicio. O al menos respondió al teléfono.

—¿Hablo con Loterías y Apuestas del Estado? —preguntó Katrin.

—No, soy Paula —respondió la mujer. Pero enseguida cambió de opinión y dijo—: O sí, en cierta manera. ¿La señora Willinger?

—No, no soy la señora Willinger —dijo Katrin—. Pero ya que ha salido a colación, ¿no tendrá usted por casualidad una foto de la señora Willinger? —preguntó Katrin.

—¿Y eso? —preguntó la mujer.

—¿Una foto de su boca, quizás? —le preguntó Katrin.

La mujer que estaba al otro lado de la línea telefónica guardó silencio. También es cierto que aquello no había sido una pregunta de la que se pudiera esperar respuesta. Katrin estaba nerviosa. Era posible que estuviera a punto de hacer saltar una red de tráfico de fotos de labios y blanqueo de dinero, una especie de cártel, secta o sindicato, en cualquier caso de tintes mafiosos, una asociación internacional, ilegal, mal organizada y, desde luego, criminal. Madrina: Paula Stein. Padrino: Max. Mascota:
Kurt
. Que estaba durmiendo.

—¿Conoce usted a Max? —preguntó Katrin rompiendo la calma de la línea telefónica.

—Si estamos hablando del mismo Max, entonces sí: lo conozco —confesó la mujer. Y preguntó—: ¿Es usted Katrin?

—Sí —contestó Katrin. Y se agarró con ambas manos al auricular telefónico.

—Creo que tenemos que hablar —sugirió la mujer.

23 de diciembre

Max no esperaba un domingo así. Se encontraron en la cama a mediodía.

El domingo no anunció su aparición ni con luz, ni con sonidos, ni con olor; se coló en silencio en su dormitorio, sin decir nada. Y una vez allí, evitó, de manera sospechosamente discreta, dejar impresiones; de tal manera que a Max no le quedó más remedio que despertarse. El domingo reaccionó con manifiesta dejadez. Nada. Así es que ambos se quedaron en la cama e hicieron como si no se vieran el uno al otro.

Max decidió volver a dormirse. Pero había una condición indispensable para que lo lograra: no pensar en nada que pudiera mantenerlo despierto. No pensar en
Kurt
, que no estaba tumbado debajo de su sillón durmiendo. No pensar en las Navidades, lo cual tampoco era absolutamente necesario si de lo que se trataba era de que Max tuviera la sensación de que no se perdía nada. No pensar en las vacaciones, en todo el ajetreo (hacer la maleta, ir al aeropuerto, despegar, aterrizar, neblina, deshacer la maleta, ponerse bronceador, sudar, refrescarse, sudar, hacer la maleta, sudar, refrescarse, sudar, neblina, despegar, aterrizar, congelarse), ajetreo que no merecía la pena. No pensar en la…, por favor, no pensar bajo ningún concepto en la boca de Sissi. ¡En qué especie de locura lo había metido Paula la terapeuta!

¡No pensar en Katrin! No podía pensar en ella. De ninguna manera. Max estaba tumbado de espaldas. Ella estaba a su lado. Desapareció. Otra vez estaba ahí. Le lanzó una mirada fulminante, plagada de reproche, y le dio a la foto con la esquina derecha de la uña del meñique de la mano derecha. ¡No! ¡No podía pensar en eso! Ella se acostó sobre él, lo excitó. ¡No! Él notaba todos los puntos de su cuerpo que rozaban con el de ella. Se había fundido con él. ¡No! Ella levantó la cabeza. Le acarició a Max la frente con las puntas del pelo e hizo que saltaran chispas. Sus ojos almendrados estaban muy abiertos (porque tenía los ojos almendrados, ¿no?) Y lo pulverizaban con un
spray
de estrellas. Eran miradas que automáticamente decidían lo que vendría después. ¡No! Ella le besó. Él no se defendió. Disfrutó. Abrió los ojos. Ella le estaba besando con…, no, no, por favor…, con la boca de Sissi.

Estaba completamente despierto. Era el domingo anterior a su viaje. Tenía que levantarse de inmediato. Tenía que explicárselo todo a Katrin.

Kurt
le puso la lengua en la barbilla y le pegó un lametón hasta el nacimiento del pelo. Es cierto que reaccionó con histeria y le gritó: «¡Qué asco,
Kurt
, cerdo!». Pero al menos era una muestra de que por fin estaba dispuesta a percibir su existencia y a ocuparse de él, que ya llevaba un buen rato de pie junto a la cama, le había frotado la cara con su bigote de pelo duro y le había masajeado los hombros con las pezuñas. Mientras tanto había entonado con voz de eunuco cánticos de coyote siberiano. Sin resultado. Era evidente que los humanos, mientras estaban durmiendo, no se dejaban impresionar por nada. Al final funcionó lo del lametón en la cara. Katrin parecía despierta y animada. Se fue corriendo a la ducha.

Ya era el tercer despertar que vivía con un
Kurt
totalmente transformado. Cada vez que pasaba la noche con Katrin se levantaba siendo otro: él, el dormilón empedernido, estaba… ¿Cómo sería el superlativo de «completamente despierto»? No le dejó a Katrin ni un segundo para pensar por qué de repente estaba como estaba. Diseñó de inmediato el programa de las próximas horas y Katrin formaba parte integrante del mismo.

Ese día jugaron a volcar macetas, a sacar de su sitio los utensilios de cocina
(Kurt)
y a volver a recogerlos (Katrin), a saltar por el sofá y quedarse enganchado en la funda
(Kurt)
o a intentar evitar con todas sus fuerzas esos saltos (Katrin), a esconder la visera de
Hell’s Bells
debajo de la caja (mejor olvidarlo), a buscar la visera, a encontrarla, a gruñirle y esperar a que saliera de su escondite (cosa que no pasaba), a intensificar el gruñido, a esperar hasta que Katrin perdiera la paciencia y sacara de su escondite la visera de las campanas del infierno. Ése fue un buen juego, pasaron mucho rato con él. A continuación vino el «¡Vecinos! ¡A ver cuánto puedo aguantar ladrando hasta que aviséis a la policía!». Katrin a eso no quiso jugar. Al final se trasladaron al Parque Esterhazy. Allí se cargaron a un par de perros paralíticos, tiraron a unos cuantos niños y abonaron algún que otro banco. Luego
Kurt
por fin tuvo la oportunidad de desfogarse corriendo.

Después de comer Katrin recibió la visita de la señora Stein. Cuando empezó a atardecer Katrin y Paula eran amigas. Se marchó cuando ya era de noche. Aquél había sido el encuentro más largo, bonito e intenso que había tenido Katrin con Max hasta el momento. Y decidió prolongarlo. Lo llamó y le dijo que iba a ir a su casa con
Kurt
. Él parecía no saber quién era
Kurt
. Se mostró incapaz de articular un «sí». Pero no tenía que decir «sí». No hacía falta que dijera nada. Katrin estaba feliz con él. Ya nada podía pasar.

Aparecieron poco antes de la medianoche.
Kurt
era otro. Todavía estaba despierto cuando entró por la puerta. Y ya no había ninguna duda de que se había convertido en el perro de Katrin, porque la seguía por todas partes, pegado a su pierna derecha, y movía impaciente las patas traseras mientras esperaba los impulsos de ella, sus estímulos o incluso sus órdenes. Aunque en un par de ocasiones lo miró con cortesía de reojo. Parecía alegrarse de volver a tener cerca al viejo Max. Y a pesar de la hora se encontraba en plena forma.

Max había hecho té y café. Había puesto en la nevera champán y cerveza. Y había abierto dos botellas de tinto. Había preparado coñac y licor. El piso estaba anegado de agua mineral, zumo de naranja y de manzana. Por todas partes había vasos y en cualquier superficie se podían encontrar unas galletitas para picar. En todos los cuartos estaban las luces encendidas y, además, había prendido un buen número de velas. Max había entornado las persianas y había cerrado una de cada dos cortinas. Había puesto un concierto de Mozart para piano: uno conocido pero no demasiado famoso, el súmmum de la discreción. Y lo había sintonizado a ese volumen en el que la música puede estar sonando durante una semana sin que nadie se dé cuenta, pero que se echaría de menos si de repente alguien la apagara.

El piso presentaba un estado de perfecta hospitalidad. Se había pensado en todo lo necesario para atender perfectamente a quienquiera o lo que quiera que pudiera presentarse y para que así fuera durante todo el tiempo que se quedara ese alguien o lo que fuera que aconteciese: un minuto, una noche o toda una vida.

Ella se quedó más de un minuto. Le besó en el cuello e inclinó la cabeza para encajarla perfectamente en el hueco que había bajo su barbilla. Él dijo: «Katrin, déjame que te explique una cosa». Ella levantó la mano derecha y tanteó buscándole la boca. Cuando dio con ella, se la tapó con dos o tres dedos. Permanecieron en esa postura hasta que
Kurt
intentó sacudirse el aburrimiento. Tuvieron que dejarle claro que el día ya había terminado. Soplaron todas las velas, apagaron todas las luces, hicieron callar a Mozart y se acostaron. Hasta la medianoche no hubo palabras. Y no se dieron ni un solo beso en la boca.

24 de diciembre

No era una de esas noches en las que es importante saber qué hora es. Pero Max debió de dormirse poco antes de las cuatro de la madrugada. La cabeza de Katrin subía y bajaba a ritmo acompasado. Por su oído se filtraba una especie de zumbido que retumbaba suavemente. Sobre él se destacaba el sonido limpio de una respiración que subía y bajaba indicando que el flujo de aire atravesaba unas vías respiratorias bastante despejadas. Era un alivio que Max no roncara. Pero eso tampoco habría sido motivo de separación. Ya no había motivo de separación.

Por cierto, entre una cosa y otra, Katrin, por si a alguien le interesa, acababa de cumplir los treinta. Probablemente, era la primera vez que se alegraba de que hubiera llegado el día de su cumpleaños; habitualmente le hacía más ilusión que por fin hubiera pasado. Aunque «alegrarse» o «hacer ilusión» eran expresiones descaradamente despectivas, que subestimaban su excepcional estado de ánimo. Katrin se encontraba tan bien que habría podido arrancar un árbol de Navidad; es más: habría podido salir a comprar uno que ya estuviera talado, se lo habría llevado a casa y lo habría decorado con galletas navideñas en forma de angelitos. ¿Y por qué no hacerlo? La felicidad permitía todos los clichés.

Su almohada tenía vida, era fuerte, tenía pelo y olía a Max: era su tórax. Tendrían que hacer un perfume con él; no con el tórax, sino con esa fragancia: Max. Era un nombre bonito para un perfume. Es que Max en sí era un nombre bonito. Lo amaba. No, que no se le ocurriera a nadie hacer ese perfume. Ese olor le pertenecía a ella en exclusiva. Lo abrazó con fuerza (el tórax de Max) y entrelazó los dedos de las manos por debajo; o sea, en la espalda de él. Qué postura tan buena para «quedarse-así-siempre»; aunque no era muy buena para quedarse dormida. Pero ella ya no necesitaba dormir. No quería estar cansada nunca más. Las noches eran demasiado valiosas como para soterrar la vigilia y la consciencia.

A las cuatro sonó cuatro veces el reloj de pared que había en la sala, desencadenando en Katrin una pequeña serie de pensamientos lejanos: al final se le había olvidado el reloj de caza para su padre; en realidad, se le habían olvidado sus padres por completo; probablemente lo habría hecho a posta. ¿Se habrían enfadado? ¿Habrían adoptado a Aurelio? ¿Debería invitarlos a casa? ¿Por qué no hoy mismo? ¿Y por qué no aquí mismo? Bueno, por Max. Sobre todo por
Kurt
.
¿Kurt?
¿Dónde estaba
Kurt?
¿Por qué no se le oía? ¿No vivía aquí? ¿No dormía aquí?

Katrin necesitó aproximadamente diez minutos para sacar las manos de debajo de Max. De repente había tenido la revelación de su vida (por la claridad y la combinación de ideas que presentaba) y se dispuso a seguirle la pista de puntillas. Avanzó, tanteando en las paredes, hasta el último rincón de la sala; el sonido del tictac del reloj de pared griego se iba haciendo cada vez más intenso. Al llegar allí se giró. Y posó su mirada sobre… ¡Sor-pre-sa! Max tenía que verlo con sus propios ojos. Katrin se sentía satisfecha; en cuestión de pocas horas había arrojado luz sobre dos misterios existenciales que la afectaban directamente: el del beso y el del sueño.

—Katrin, tengo que explicarte lo de la foto —susurró Max en algún momento ya por la mañana. No era una de esas mañanas en las que es importante saber en qué momento pasa cada cosa.

—¿Cuándo sale tu vuelo? —respondió Katrin. Ese detalle le parecía mucho más importante.

—¿Cuánto tiempo puedes quedarte? —preguntó Max. A él le parecía mucho más importante ese detalle.

—Hoy es mi cumpleaños —le contestó Katrin.

—¿En serio? —preguntó él.

—Treinta —respondió ella con rotundidad.

—¡No me digas! Entonces tenemos que celebrarlo —dijo él—. ¿Qué te gustaría de regalo?

BOOK: La huella de un beso
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