Kurt es el braco alemán más perezoso que ha existido jamás.
Max quiere escapar de la rutina, los traumas, la navidad y volar a Las Maldivas, pero ¿quién cuidará de Kurt mientras él esté de vacaciones?
Katrin busca un pretexto para no pasar su 30 cumpleaños con sus padres, que no entienden cómo es posible que la hija perfecta siga soltera y sin compromiso. Su padre odia a los perros así que Kurt es la excusa perfecta.
Kurt, Max y Katrin entrecruzan sus vidas en una refrescante comedia que Daniel Glattauer, de forma ágil e ingeniosa, cimienta con altas dosis de humor y romanticismo.
«Tienes que reír, a menudo en voz alta.»
Echo
«Hay personas que pueden hacer que incluso la descripción de un cubito de caldo sea una lectura placentera. Daniel Glattauer es una de ellas.»
Der Standard
Daniel Glattauer
La huella de un beso
ePUB v1.4
Mística12.02.12
Título de la edición original:
Der Weihnachtshund
Traductor: Alicia Gómez Elizondo
«
Kurt
celebrará otra vez las Navidades en casa. Su dueño (yo) seguramente no. O sea, que estaría bien que alguien se lo quedara. Es manso y no da mucho trabajo. Es un buen perro.»
Tecleando en el buscador la palabra «Navidades» aparecía, entre otras cosas, este anuncio. Su dueño era Max.
Kurt
era un braco alemán de pelo duro de pura raza. ¿Que qué hacía? Estaba tumbado debajo de un sillón contando imaginariamente sus pelos duros de braco alemán. En realidad no era su sillón; era el sillón debajo del cual estaba siempre tumbado. Max y
Kurt
llevaban dos años viviendo bajo el mismo techo y
Kurt
debía de haber pasado más o menos un año y nueve meses tirado debajo de ese sillón. Así que se podía decir tranquilamente que era «su sillón». Si algo se había ganado
Kurt
, eso era, desde luego, ese sillón. Sin embargo, el sillón no se merecía a
Kurt
. Y es que, comparando a ambos, se podía apreciar claramente que el más vivo de los dos era, sin lugar a dudas, el sillón.
Max, aparte de su relación con
Kurt
, estaba solo. Era un soltero convencido. No es que lo fuera porque no le quedara más remedio; en esta vida todo tiene remedio pero él ya tenía 34 años. Y, para dejarlo claro desde el principio: no era gay. Tampoco pasaba nada por serlo; George Michael era gay. Pero a Max le gustaban los hombres tanto como limpiar los cristales o cambiar las sábanas o poner en funcionamiento a
Kurt
. Max lo tenía claro: los hombres eran para salir a echarse unas birras, jugar a los dardos, quemar las Harley Davidson o añorar aquellos hermosos pechos ahora inalcanzables. Y, por supuesto, para hablar de trabajo. Pero a Max lo que más le habría gustado hacer con un grupo de hombres habría sido echar de menos unos hermosos pechos ahora inalcanzables.
A Max le gustaban las mujeres. En teoría a ellas también les gustaba él. Pero por desgracia no se entendían. Ya lo habían probado muchas veces. Es que Max tenía un problema concreto, algo poco habitual, más bien nada habitual, fuera de lo habitual. (Pero eso después.) Las mujeres tampoco lo eran todo. ¿No?
Ahora sentía la cercanía de las Navidades. Venían directas hacia él. Ya había hecho su aparición el viento del Noroeste con bancos de niebla y granizo cargado con ese intenso aroma a extracto de ponche y bizcochitos de especias con canela. La gran ciudad a cero grados: demasiado calor para congelarse, demasiado frío para derretirse. La gente aceleraba el paso por la calle. Seguro que ya andaban pensando en el papel de regalo decorado con angelitos. Eso a Max le daba miedo.
Ya he dicho que a él le gustaba su soltería. Era la forma más sincera de enfocar una relación humana: Max pasaba veinticuatro horas al día acompañado de sí mismo. En ocasiones resultaba conmovedor cómo se esforzaba por llevarse bien consigo mismo. Esa relación requería toda su atención y lo distraía de otras cosas, sin importancia, como lo cotidiano. Pero hay que reconocer que, en Navidades y con esa atmósfera invernal, se quedaba un poco colgado. Él tenía claro que no le iba bien eso de meterse en tanta preparación para tanta fiesta y con tan poco motivo. Además, padecía una alergia a la decoración con estrellitas para la que no había tratamiento. Y sufría de un peligroso síndrome que se desataba ante la presencia de bolas de cristal. (Se mostraba en una tendencia a destrozarlas.) Recientemente había detectado también una pérfida intolerancia a la hoja de abeto y una neurosis, bastante avanzada, relacionada con la cera de las velas. Si, además, sonaban villancicos, Max se sumía en una profunda depresión invernal que no empezaba a ceder hasta que llegaba Pentecostés. Por eso había decidido que este año se marchaba a las Maldivas. Lo cierto es que la idea era tan estridente que hasta le dolía. Pero estaba decidido a sufrir las Navidades a pleno sol. Quería darle un gusto a la piel; aunque ella a él no le regalaba nada. Por cierto, habían pronosticado nieve para el día siguiente. Para el domingo. Espantoso. Max odiaba los domingos.
Fuera no nevaba. Habían anunciado nieve para que la gente supiera que existía la posibilidad, para que se compraran plumíferos con capucha y aparatos quitanieves. Dentro estaba Katrin; sentada ante el ordenador, navegando. Era capaz de pasarse así horas. Una especie de compromiso entre la actividad y la inactividad. Entrar sin aportar. Soñar sin ponerse sentimental. Buscar sin andar buscando. Clavar la mirada en las palabras. Que salga el bostezo a través del teclado. Hurgarse la nariz sin necesidad de nariz. Y sin dedo. ¿Quién da más?
Katrin procedía de una familia humilde. Se podía decir que sus padres habían logrado todo lo que tenían en la vida de la manera más sencilla; incluida su hija Katrin, su tesoro. Mamá Erni, Ernestine Schulmeister, había pescado a papá Rudi, Rudolf Hofmeister, en una muestra explosiva de lo que puede suponer la intolerancia a la ingestión de alcohol en forma de cerveza en grandes cantidades. Sucedió en la fiesta de un grupo de voluntarios de los bomberos. Una vez al año ellos mismos tenían que provocar un incendio para desfogarse y tener la sensación de que extinguían algo más que la llama de la propia vida en la rutina diaria. Aunque sólo fuera eso: una vez al año. Había demasiadas pocas casas en los pueblos de la zona y todas eran demasiado húmedas para arder.
—¿Se encuentra mal? —preguntó Erni.
—Sí —respondió Rudi entre dos pruebas que lo confirmaban.
Él era un hombre llano. Después se casaron. No inmediatamente después; dos años después. Si hubieran sido un poco más innovadores, Katrin Schulmeister-Hofmeister se llamaría ahora Katrin Schulhofmeister. Entonces quizás las cosas hubieran sido de otra manera. Probablemente no.
Katrin había venido a este mundo en perfecto estado de salud hacía treinta años menos veintidós días. (O sea, que cumpliría treinta en Nochebuena.) Aquel día la ciudad estaba aislada del resto del mundo y sumida en el más absoluto caos; había unos tres centímetros de nieve. Las medidas antinieve fracasaron; es decir: no hubo ninguna. El concejal responsable tendría que haber dimitido, pero se negó.
Erni empezó con dolores de parto mientras estaba poniendo el árbol. Rudi, como les suele pasar a los que están a punto de convertirse en padres, se quedó atascado entre el tráfico. Si no hubiera habido tráfico también se habría quedado atascado porque llevaba el Ford Fiesta con neumáticos de verano. No pasa nada, Erni. Sokop, el del tercero, que era médico de familia, y Alice, la comadrona del bajo, la asistieron en un parto doméstico navideño que ellos mismos habrían tachado de tópico y exagerado si hubiera aparecido en la prensa rosa más radical; así es que no lo hicieron público. Cuando Rudi llegó a casa, prácticamente se encontró a su hija Katrin debajo del árbol como si de un regalo de Navidad se tratara. Dicen que estaba cubierta de cintas brillantes, pero eso se lo inventaron los bisabuelos, que eran muy pretenciosos. En cualquier caso, el brazalete chapado en oro que tenía Rudi para Erni y que le había costado 1300 chelines aquella noche pasó bastante desapercibido. Y nadie probó la carpa de Navidad. Así por lo menos no se atragantó ninguno con las espinas.
Como es lógico, un bebé que viene al mundo en estas circunstancias, en primer lugar, acaba siendo hijo único (ni siquiera un hermanito planificado para Pascua podría hacerle la competencia) y, en segundo lugar, será siempre un hijo deseado. Los encantadores Schulmeister-Hofmeister deseaban (bueno, en parte lo fueron deseando con el tiempo, cuando ya había pasado) que Katrin tuviera el pelo largo y negro, los ojos verdes y grandes, los dientes bonitos y muy blancos, que no armara escándalo en la guardería, que sacara sobresalientes en la escuela, que nunca fuera una púber (nada de granos, ni pósteres de Tom Cruise, ni backstages en conciertos de AC/DC, ni clases particulares para aprender a tocar los bongos con un jamaicano que se llamara «Jim» y que le enseñaría que lo único que importaba en la vida era la libertad). Es más: nada de besos con lengua antes de los catorce, ni discusiones sobre el uso de preservativos antes de los dieciséis, ni embarazos antes de los dieciocho. Todo lo contrario; esperaban que acabara el bachillerato —a ser posible con matrícula y a ser posible sin esforzarse— y después hiciera una carrera universitaria —a ser posible Medicina—. Y ahí Katrin empezó a ponerse testaruda y escogió Ingeniería Mecánica. Aunque aquello no iba en serio y acabó dejando la carrera después de un trimestre de asombro y desconcierto. Se hizo ayudante técnico sanitario de Oftalmología. Sus padres se repusieron y se alegraron. Al fin y al cabo, los ojos también eran objeto de estudio de la Medicina.
Ya, prácticamente, sólo faltaba una cosa: él, el yerno, ese hombre para toda la vida, distinguido, inteligente, de buena familia, con su buen dinerito, su buen gusto y sus buenos modales; un auténtico hombre del tipo «señora-Schulmeister-Hofmeister, ¿puedo-llamarla-mamá?, nadie-hace-el-café-como-usted». Y ésa era la tragedia de los Schulmeister-Hofmeister: ese hombre no existía. Nadie lo conocía, ni sabían de él, ni aparecía por ninguna parte. Katrin estaba a punto de cumplir los treinta y… no, no se podía decir en voz alta. No se podían pronunciar esas palabras. Que no se diera cuenta, pobre tesoro. Sólo se podía hacer una excepción y escribirlo con palabras silenciosas en este libro: ¡Katrin-iba-a-cumplir-treinta-y-ni-tenía-novio! En consecuencia tampoco tenía hijos, ni familia, ni chalé adosado con jardín, ni un huertecito, ni siquiera unas plantitas de cebollino, nada.
Como decía, fuera no nevaba. Dentro estaba Katrin navegando por Internet y tecleó la palabra «Navidades» porque es lo primero que le vino a la cabeza sin que en realidad ella pusiera ninguna intención. Y ahí aparecieron las agencias de viajes con sus ofertas de última hora para escapar de las fiestas navideñas y refugiarse en las playas más lejanas; ahí se colaban las ofertas de los bazares que ofrecían guirnaldas para decorar; ahí estaba la batalla que libraban los vendedores de belenes: madera contra madera natural contra techos de paja contra pastorcitos de nácar; ahí desfilaban con toda su grasa las ocas engordadas para la cena de Navidad implorando que las encargaran con tiempo. Y ahí… ¡Anda! ¿Y este tío qué quiere? Que le cuiden el perro. A Katrin se le ocurrió una idea.