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Authors: Max Bentow

Tags: #Policíaco

La huella del pájaro

BOOK: La huella del pájaro
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Es el asesino en serie más cruel al que el comisario Nils Trojan se ha enfrentado nunca. Escoge mujeres jóvenes y rubias, les arranca el cabello y los ojos y coloca en el vientre de los cadáveres un pájaro muerto. Una niña, hija de la segunda víctima, podría haber visto al asesino de su madre, y Trojan alimentala esperanza de que pueda proporcionarles alguna pista valiosa. Sin embargo, antes de que eso ocurra la pequeña desaparece, ante la alarma general y la del propio comisario, que, entre ataques de pánico y amenazas, empieza a temer por la vida de aquellos a los que más quiere.

Divorciado, con una hija adolescente a la que apenas ve pero que desea proteger con todas sus fuerzas, Trojan es un hombre atormentado por pesadillas en las que se ve incapaz de rescatar a una misteriosa mujer de una muerte segura. Su único alivio son las citas que concierta con Jana Michels, su psicóloga, hacia la que siente un interés que va más allá de lo profesional, un interés que puede ponerla en peligro…

Con
La huella del pájaro
, Max Bentow consigue una novela que avanza a trescientos kilómetros por hora, se lee con el corazón en un puño y en la que nadie está a salvo.

Max Bentow

La huella del pájaro

ePUB v1.0

Crubiera
05.12.12

Título original:
Der federmann

Max Bentow, 2012.

Traducción: Carles Andreu Saburit

Editor original: Crubiera (v1.0)

Colaboradores: Natg, Mística, Mapita y Enylu (Grupo EarthQuake)

ePub base v2.1

PRÓLOGO

Los vio bailar alocadamente. Agitaban la cabeza, sus manos trazaban símbolos en el aire, la piel perlada de sudor. Se fijó sobre todo en las chicas: intentó captar sus miradas, pero ellas no le prestaban atención. Se quedó sentado en silencio, en un rincón, aparte de los demás, con una sonrisa helada en los labios. A veces movía el pie al ritmo de la música, pero, en cuanto lo advertía, detenía el gesto, erguía la espalda e inspiraba con aire desdeñoso.

Escuchó sus carcajadas. Las chicas se reían con voz aguda, como si chillaran. Llevaban faldas cortas y sus zapatos de tacón tableteaban sobre el parqué. Daban caladas ansiosas a sus cigarrillos y se les iluminaban los labios rojos.

El tiempo pasó mientras echaba traguitos de su cerveza; a diferencia de los demás, no bebió demasiado. Algunos de los chicos empezaron a gritar; él los despreció por ello. Entonces sonaron las canciones lentas, bajaron las luces, las parejitas se abrazaron y empezaron a bailar muy arrimadas. Vio como la anfitriona se arrimaba a un chico con vaqueros estrechos, los ojos cerrados en éxtasis.

Pronto estarían solos en casa de los padres de ella, sólo debía tener paciencia.

Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta. Allí dentro se movía algo, una postrera agitación: era algo blando, aún vivía. Aquel contacto lo calmó, todavía podía esperar. Ya faltaba poco para que los demás se marcharan.

Se encerró en el baño y olisqueó los perfumes y las cremas. Se imaginó a la anfitriona ante el espejo, untada de blanco, desnuda. Imaginó que sus manos hacían cosas con el cuerpo de ella, se inclinó hacia delante y observó su reflejo en el espejo, que se empañó con su aliento.

Después de salir del baño inspeccionó la casa. En el piso de arriba descubrió un cuarto sin luz, seguramente el dormitorio de los padres de la chica, y se escondió detrás de la puerta.

Poco a poco, el ruido en el piso de abajo fue menguando. Finalmente le pareció que todos se habían marchado.

Cuando se dejó de oír música, bajó por la escalera.

Ella había empezado ya a recoger las copas y los platos, y a vaciar los ceniceros. De pronto se dio media vuelta y lo descubrió, de pie tras ella.

—Me has asustado.

Él la miró fijamente.

—La fiesta ha terminado.

Él no respondió.

Las cejas levemente fruncidas de la muchacha y su rápido parpadeo revelaban su irritación.

—Tú eras… ¿Cómo te llamabas?

Ella no lo había invitado, por lo que debía de suponer que había acudido allí acompañando a alguno de sus amigos, pero lo cierto era que estaba solo. No lo conocía casi nadie.

Su mano acarició el animalillo medio estrangulado que llevaba en el bolsillo. Cerró el puño. Se oyó un crujido sordo y la sangre, cálida, le bañó la piel. Entonces extendió la mano y le ofreció a la chica el pájaro aplastado.

—Esto es para ti.

La chica abrió mucho los ojos.

Él acercó la mano a la cara de ella. Había plumas, estaban por todas partes; una incluso se había pegado a la mejilla de la chica.

—Será mejor que te marches —balbució ésta.

Él tan sólo sonrió.

—Si no, gritaré.

«Grita —pensó él—. Vamos, grita».

PRIMERA PARTE
UNO

La puerta estaba apenas entornada. Nils Trojan empuñó el arma y entró en el piso. Lo recibió un olor extraño. Era una mezcla de comida podrida y de algo más que inicialmente no logró identificar, hasta que se dio cuenta de que era su propio olor, acerbo y mordaz, el olor de sus sudores fríos. «Tranquilo —se dijo—, no te pongas nervioso».

Avanzó a tientas por el pasillo en penumbra, pegado a la pared. Entonces oyó un leve gemido procedente de la habitación del fondo.

Se acercó poco a poco. Empujó la puerta con el codo y cogió el arma con las dos manos.

Encima de la cama había una mujer, tenía los hombros hundidos y sollozaba con voz apagada. La lámpara de la mesita de noche estaba orientada hacia ella y proyectaba la sombra agrandada de su cabeza, su pelo desgreñado, en la pared. Pero la luz era tan deslumbrante que no lograba verle la cara.

—¿Nos ha llamado? —le preguntó Trojan. Entrecerró los ojos, pero aun así no lograba reconocerla—. ¿Le ha pasado algo?

De repente se dio cuenta de que había alguien más en la habitación. Un hombre salió de detrás de la cortina que cubría la ventana. Trojan advirtió que llevaba una pistola en la mano.

La mujer rompió en sollozos.

—Ayúdeme —dijo en voz baja.

—Deje el arma en el suelo —balbució Trojan.

El otro se limitó a sonreír.

—Ayúdeme —repitió la mujer.

—¡Suelte el arma! —gritó Trojan, pero el otro se acercó un paso y colocó la pistola sobre la sien de la mujer.

—Dispara —le dijo, con una sonrisa.

Trojan notó su dedo en el gatillo.

—Dispara —repitió el otro.

La cara de la mujer abandonó el haz de luz y Trojan pudo ver su expresión temblorosa, muerta de miedo. Conocía a aquella mujer, la había visto en alguna parte. Tenía que salvarla, debía tomar una decisión y hacerlo rápido.

Pero la mano le pesaba cada vez más. En el rostro del otro se dibujó una horrible mueca.

Entonces oyó el disparo, fulminante, ensordecedor, pero Trojan sabía que no había salido de su arma. La sangre brotó de la cabeza de la mujer, que se desplomó.

—No puedo —susurró Trojan, que se despertó, sobresaltado.

Le pareció que se asfixiaba. Conocía aquella sensación, sabía lo que tenía que hacer: incorporarse lentamente y no mover la cabeza demasiado deprisa, para no marearse. Encender la luz, quitarse la camiseta empapada de sudor y abanicarse con ella. Y respirar hondo, desde el estómago, eso era lo más importante: respirar contando, uno, dos, tres, cada vez más hondo.

Trojan soltó un suspiro. Su despertador decía que pasaban tan sólo unos minutos de las cuatro, el momento típico para un ataque de pánico, el tercero en muy poco tiempo.

Se levantó muy despacio, se acercó tambaleándose a la cocina, encendió la luz también allí y se bebió un vaso de agua. Se sentía ligeramente mareado y no sabía si aún estaba soñando.

Cruzó los brazos y hundió las uñas en la piel. «Calma, no pasa nada —pensó—. Estoy vivo, estoy aquí».

Estuvo un buen rato pensando si debía bajar y hacerle una visita a Doro; durante uno de sus ataques de pánico nocturnos lo había hecho. Ella lo había invitado a su cama, donde había podido calmarse entre sus brazos, mientras ella le susurraba: «Pobrecito poli, pobre poli miedoso». Seguramente, aquél había sido el momento más íntimo de su extraña relación. Le habría gustado volver a llamar a su puerta, pero no se atrevió.

En lugar de eso, entró en el pequeño dormitorio en el que hasta hacía poco había vivido Emily. No había cambiado nada, encima de la cama aún estaba colgado el póster de Tokio Hotel, desde el que le sonrió aquel cantante tan raro con su tupé. Cada vez que Emily iba a visitarlo se reía y le decía que por qué no quitaba de una vez el maldito póster.

Entretanto, Emily había cumplido ya quince años y vivía de nuevo en casa de su madre. La echaba de menos. Acarició la colcha de la cama con la mano y pensó si debía echarse allí, pero al final decidió caminar un poco por el piso hasta haberse calmado del todo.

Notaba el latido del corazón en la garganta. Respiró con dificultad y miró a su alrededor.

Encima de la cama de Emily vio su osito de peluche con reloj incorporado y lo cogió. Era una reliquia de cuando Emily era pequeña y no podía dormirse sin oír la melodía de
Au clair de la lune
, que salía de la barriga del osito. A veces, cuando Emily era ya mucho mayor, Trojan volvía tarde a casa tras una operación y se encontraba a su hija, ya casi adulta, durmiendo abrazada a su oso, una escena que lo conmovía casi hasta las lágrimas.

Tiró del cordón que salía de la espalda del osito y empezó a sonar la melodía.

Encendió las luces de todo el piso. La oscuridad era peligrosa, en la oscuridad acechaba el miedo. Al pasar junto al espejo del pasillo, la palidez de su cara lo asustó. Le vino a la mente la mujer de su sueño, a la que no había podido salvar, su mirada fugaz, las lágrimas de sus ojos en el momento de la muerte.

Volvió a tirar del cordón que conectaba con el mecanismo del interior del osito. Menos mal que no lo veía nadie. ¿Quién era la mujer del sueño?

Trojan echó un vistazo a la calle oscura desde la ventana de la sala. La ciudad dormía. El alba asomaba muy lentamente por el este. Escuchó aquella cancioncilla infantil infinidad de veces, hasta que por fin se atrevió a volver a su dormitorio, donde se hundió en su cama, agotado. Mentalmente, deambuló centímetro a centímetro por todo su cuerpo, intentando relajar cada fibra de sus músculos agarrotados, pero no lo consiguió.

A las siete sonó el despertador. Trojan estaba tenso, inmóvil, con el osito de peluche entre sus brazos, aunque no dormía. Tenía los ojos cerrados, pero le temblaban los párpados.

Hora de ir a trabajar, de luchar contra el crimen. Hora de dominar de una vez por todas el miedo.

Coralie Schendel despertó con una sonrisa en los labios. Últimamente dormía la mar de bien, profunda y reposadamente. Salió de la cama con agilidad, satisfecha, y abrió las cortinas. Los árboles de la calle habían recuperado al fin todas las hojas, la primavera había hecho su entrada. Para Coralie, era la estación del año más hermosa en Berlín. Mentalmente, echó la cuenta de cuándo volvería Achim a la ciudad.

Sólo una semana, concluyó con alegría; entró en el baño, abrió los grifos de la bañera, se quitó la camisa de dormir por la cabeza y se dio una larga ducha de agua caliente.

Achim era el hombre de su vida, estaba convencida, nunca antes se había sentido tan segura y protegida con un hombre. No era un tipo particularmente impetuoso y quizá tampoco fuera el mejor amante del mundo, pero era de fiar, tenía un gran corazón y, en cuanto hubiera terminado la carrera de Derecho y ganara un buen sueldo, Coralie podía imaginarse perfectamente casándose y teniendo hijos con él.

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