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Authors: Max Bentow

Tags: #Policíaco

La huella del pájaro (10 page)

BOOK: La huella del pájaro
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Los ruidos del patio interior se colaban a través del ventanuco: gritos, parejas que discutían, estridentes televisores.

Pero el colchón estaba vacío.

Encima había sólo una colcha de flores y una almohada arrugada.

Trojan se acercó a la ventana y apartó la cortina. Durante un aterrador instante creyó ver a Lene en el patio, su cuerpo deformado, dislocado, destrozado.

Pero no había nada.

Se volvió hacia Gerber, negó con la cabeza y ambos miraron a Schuch.

Éste se rascó el brazo desnudo. Trojan vio que llevaba otro tatuaje, un corazón con una flecha, pero en medio del corazón no ponía «Melanie», sino «Marusha».

Durante un momento sólo se oyó a Schuch tragando saliva.

—Se ha ido —dijo entonces, en voz baja.

Trojan y Gerber lo miraban fijamente.

—Lene —dijo—. ¿Dónde se ha metido?

Los dos policías intercambiaron una mirada silenciosa.

—Señor Schuch —dijo finalmente Trojan, alzando la voz—, queda usted detenido.

NUEVE

La llamaban simplemente «la habitación». Era pequeña, estaba mal iluminada y no disponía de ventanas, ni de ningún tipo de ventilación. En la pared del fondo había un gran espejo desde detrás del cual era posible observar a los inculpados desde una sala contigua sin que éstos se percataran.

Las dos sillas y la mesa de la habitación estaban clavadas al suelo. Encima de la mesa había una lámpara con una bombilla de cien vatios que tan sólo se encendía cuando era estrictamente necesario.

Si se apuntaba a los ojos del interlocutor, a menudo obraba milagros.

Lo interrogaron sin mecanógrafo y sin testigos. Sabían que su declaración no tendría ninguna relevancia en un juicio, pero a menudo aquel método había dado sus frutos.

El rollizo y jovial Kolpert fue el primero en entrar y actuó como el poli bueno. Veinte minutos más tarde salió y dejaron a Schuch un rato a solas. A continuación le llegó el turno a Holbrecht en el papel del poli malo.

Cuando Holbrecht hubo terminado volvieron a dejarlo a solas. Entonces le tocó a Stefanie Dachs, que interpretó el papel de la agente más encantadora y comprensiva de la sección criminal.

Una hora más tarde, Dachs había lisonjeado a Schuch, lo había embaucado y en una ocasión incluso lo había hecho reír.

Le había llegado el turno a Trojan.

Éste entró en la habitación y cerró la puerta metálica de golpe a sus espaldas. Se acercó lentamente a la mesa y miró a Schuch, que estaba pálido y sudoroso.

—Tengo ganas de mear —dijo éste sin levantar los ojos.

—Pues te aguantas.

—¿Desde cuándo nos tuteamos?

—Yo te tuteo, tú me hablas de usted.

Schuch lo miró un momento.

—¿A qué viene todo esto?

Trojan se apoyó en la mesa, con las manos cerca del codo de Schuch, que estaba sentado con el tronco inclinado hacia delante y la barbilla apoyada en las manos.

—¿Dónde estabas el viernes por la noche? —le preguntó.

—Se lo acabo de contar todo a esa chica tan mona.

—Pues ahora me lo cuentas a mí.

—Estaba en mi casa.

—¿Puede corroborarlo alguien?

Schuch soltó el aliento por entre los incisivos.

—¿Mi televisor? ¿Mi sofá? ¡Ya sé, pregúnteselo a mi nevera!

Trojan le golpeó el codo con la mano plana. Schuch se inclinó bruscamente hacia delante, pero logró recuperar la verticalidad. A continuación se reclinó en la silla y le dirigió a Trojan una mirada hostil.

—Cuéntame todo lo que hiciste ayer por la noche.

Schuch cruzó los brazos encima del pecho.

—Me tomé unas cervezas mientras veía la tele. Sobre las diez me llamó la vecina de Melanie y me dijo…

Se le quebró la voz.

—¿Qué te dijo?

—Que Melanie estaba muerta —respondió en tono lloroso—. Que la habían asesinado.

Miró a Trojan con unos ojos enormes, pasmados.

—¿Y qué hiciste después de la llamada?

—Pues… me puse a llorar… y…

—Te abriste otra cervecita. Tu querida Melanie acaba de morir y tú vas y…

—¿Y qué podía hacer? Estaba hecho polvo, me… me tomé un Rohipnol y…

Volvió a echarse a llorar. El cuello le palpitaba debajo del tatuaje, la corona temblaba. «El rey está derrotado», pensó Trojan.

—¡Sigue hablando!

—A medianoche volví a llamar a la vecina.

—¿Cómo se llama?

Schuch intentó recordar el nombre.

—Kaba… raba… Mierda, es un nombre polaco, soy incapaz de recordarlo.

Trojan se sentó en la silla de enfrente y lo miró fijamente. Tras una pausa, dijo en voz muy baja:

—Marieta Kabaczynski, la vecina de tu querida Melanie, nos ha contado que a veces oía gritos en el piso de al lado. Que a menudo tu querida Melanie tenía morados en la cara, en los brazos y en el cuello, siempre después de una de tus visitas. Una vez encontró a Lene sentada en la escalera, llorando desconsoladamente. Cuando le preguntó qué sucedía, la niña respondió: «Mi progenitor le está pegando a mi madre».

Schuch no se inmutó.

—¿Qué tienes que decir a eso?

—Quiero hablar con mi abogado.

—Tu mierda de abogado está de camino, aunque yo de ti no me haría muchas ilusiones: es un abogado cutre para gente pobre, no podrá hacer nada por ti. —Trojan soltó el aliento—. Estás solo, Schuch, no tienes a nadie.

Entonces se levantó, estuvo un rato yendo de aquí para allá y finalmente se detuvo ante él.

—¿Conoces a Coralie Schendel?

—No había oído nunca ese nombre.

Trojan se agachó para estar más cerca de él.

—¿Te la follaste?

—¿Cómo?

—Que si te la follaste.

Schuch no reaccionó.

—¿Primero te la follaste y luego la mataste? ¿O fue al revés? ¡Contesta!

Trojan podía percibir el mal aliento de Schuch. Se agachó más aún, casi hasta tocar la cabeza del otro con la frente.

—¿Dónde estabas el martes por la noche? El martes de la semana pasada. Vamos, contesta rápido y todo habrá pasado.

Vio cómo le palpitaba la vena de debajo de la corona, pero no respondió.

Trojan se sobrepuso a su repugnancia y le tocó el pelo; primero era tan sólo una caricia, pero entonces le clavó las uñas en el cuero cabelludo, cada vez con más fuerza.

—Dímelo. Sólo quiero ayudarte, Schuch. Soy el único amigo que tienes. Martes, cuatro de mayo, contesta.

Schuch tenía el semblante descompuesto por el dolor.

—No me acuerdo —susurró—. Creo que aquella noche estaba en casa. O en casa de Melanie, sí, creo que fui a ver a Melanie.

—Lo hemos comprobado y es imposible.

—¿Cómo?

—Que el martes pasado no estuviste en casa de Melanie.

—¿Y cómo lo sabe?

—¿Nos tomas por imbéciles?

—No. —Schuch se sorbió—. Creo que estaba en el bar.

—¿Cómo se llama el bar?

—Lahn-Eck, en la KarlMarx-Strasse.

—¿Y está bien el bar?

—No sé.

—¿Tienes amigos en el bar, Schuch?

Éste gimió, bajito.

—¿Habrá alguien que pueda confirmar que el martes pasado por la noche estabas allí?

—Seguro.

—¿Y si estabas en casa? ¿Qué quieres? ¿Que tus amigos del bar nos mientan? ¿Es eso lo que quieres, Schuch?

—Tengo que ir al baño —susurró éste.

Trojan le apartó la cabeza y se apoyó en el borde de la mesa.

—¿Y hoy, sábado, por la mañana? ¿Qué has hecho esta mañana?

Schuch suspiró.

—Lo he contado todo un centenar de veces.

—Contesta a lo que te pregunto.

—He recogido a Lene en el hospital.

—¿Qué hora era?

—Las ocho, ocho y media.

—¿Por qué tan pronto?

—No he podido pegar ojo en toda la noche.

—Pobre Schuch. La has recogido, ¿y luego qué?

El tipo estaba a punto de echarse a llorar.

—Hemos comido un trozo de pastel en un Kamps. Entonces hemos ido a mi casa, Lene quería dormir. He desenrollado el colchón. La he tapado con la colcha y le he dado un beso en la frente.

—Encantador, Schuch.

—Entonces he salido del cuarto y he echado una cabezadita. De pronto he oído golpes en la puerta.

—Y éramos nosotros.

Trojan se levantó de un brinco y le pegó un pisotón a Schuch.

—¿Dónde está Lene?

—No lo sé —gimió Schuch.

—¿Qué le has hecho?

—Nada.

—¿Le has hecho algo?

—No.

—¿Le has hecho daño?

—Pero si sólo la he…

—¿Qué eres, Schuch? Dímelo, ¿qué eres? ¿Eres un cerdo de mierda?

Schuch se sorbió.

—Soy su padre —dijo con voz apagada.

—¿Y quién es Marusha?

—¿Marusha?

Trojan le agarró el brazo y le señaló el tatuaje.

—¡Ésta!

Schuch se quedó un momento mirando el corazón con la flecha, sin comprender.

—Me lo hice hace una eternidad —gimió finalmente, rascándose la piel—. El muy jodido no se puede borrar.

Trojan lo soltó y le dio la espalda. Pasaron unos minutos en los que ninguno de los dos dijo nada.

—¿Puedo ir al baño ahora? —susurró finalmente Schuch, a sus espaldas—. ¿Por favor?

«A veces detesto mi trabajo», pensó Trojan.

Entonces se acercó a la puerta metálica, pulsó el botón y le abrieron desde fuera.

En el cuarto contiguo esperaban Landsberg, Kolpert, Holbrecht y Stefanie Dachs, detrás del espejo.

Landsberg se acercó a él.

—¿Tú qué crees?

Trojan se encogió de hombros.

—Tenemos que encontrar a la pequeña y rápido.

—Ya hemos puesto un aviso de persona desaparecida —dijo Stefanie—. He encontrado una foto suya en el piso y la he mandado a todas las comisarías, a la prensa y a la tele. Se ve que la niña tiene una tía. La he interrogado, pero no nos ha sabido dar ninguna indicación sobre dónde puede estar Lene. Hacía años que la mujer no tenía contacto ni con su hermana ni con su sobrina. La señora Halldörfer debía de llevar una vida bastante solitaria.

Los cinco observaron a través del cristal a Schuch, que seguía sentado, con los muslos muy juntos.

—¿Qué hacemos con éste? —preguntó Holbrecht.

—Dejémoslo ahí un rato más —dijo Landsberg.

—Las heridas de Lene —murmuró Trojan—, las estrías en los hombros… —añadió y tragó saliva—, corresponden con toda probabilidad a una hoja de afeitar. Eso es lo que dice el informe del hospital.

Se quedaron todos callados.

—¿Hemos encontrado algo en el piso de Schuch? —preguntó Trojan, rompiendo el silencio.

—Krach y Gerber lo están registrando, pero de momento no hay nada.

Landsberg le hizo un gesto con la cabeza.

—¿Qué dice tu instinto, Nils?

Trojan volvió la mirada hacia Schuch, que se sujetaba el bajo vientre con las manos; lo oyeron maldecir a través de los altavoces.

—Este tío es un pobre desgraciado, nada más —dijo—. Es un borracho que la toma violentamente con las mujeres, pero no es nuestro hombre.

—¿Y si miente? —preguntó Stefanie Dachs, frotándose las sienes—. ¿Y si se ha cargado a Lene porque era la única testigo?

«O por su pelo —pensó Trojan—. Tiene el pelo tan rubio y bonito como su madre».

—Si Schuch es inocente y la niña sigue viva —dijo finalmente—, está en peligro.

En la nevera encontró aún un trozo de pan y una manzana. El cartón de leche desprendía un olor agrio y el queso estaba cubierto de pelusa. Lo cogió con la punta de los dedos, abrió el cubo de la basura y lo tiró.

Sacó la bolsa de tela del cajón. La había dejado bien doblada, era importante prestar atención a los detalles. El orden proporcionaba seguridad y fuerza.

El llavero también estaba colgado del gancho correspondiente. Lo cogió y salió de casa.

En la calle lo cegó la luz del sol.

Eligió el camino de la derecha. En su barrio había dos supermercados, los dos con un personal malhumorado y un ambiente horrible.

Pero tenía tiempo, mucho tiempo.

Se sentó en un banco del canal, con la bolsa de tela en las manos, y dejó correr el asa entre los dedos. Un barco de vapor para turistas se acercó lentamente por el agua, aunque en la cubierta no había casi nadie. Por los altavoces, una voz anunció que a la derecha estaba el Paul-Lincke-Ufer, y que Paul Lincke era el compositor de la famosa canción
Berliner Luft
.

Al instante oyó la melodía en su cabeza.

Un chico y una chica pasaron caminando a su lado, abrazados, y los siguió sin querer con la mirada. La mano del chico se deslizó hasta el culo de la chica. Ésta llevaba unos pantalones tan extremadamente cortos que dejaban a la vista el pliegue de la piel que separaba el muslo de la nalga. No pudo evitar fijarse.

El tipo le dio un pellizco y la chica se rió.

La chica era joven, su pelo se ondulaba al viento.

«El tipo debe de tener algo que despierta sus deseos», pensó.

Por un momento se acordó de Magda, vio su cara claramente ante él. Ésta le sonrió.

Recordó cómo una vez, en medio de la calle, Magda le había pedido que la cogiera por las axilas y la hiciera volar por el aire, delante de todo el mundo.

Cómo se rieron.

Agachó la cabeza y se sacudió aquellos pensamientos.

Finalmente se levantó y cruzó el puente paseando. En la otra orilla del canal habían esparcido veneno para ratas, un cartel amarillo advertía de ello. Temía a aquellos roedores que a menudo correteaban por los caminos en busca de un botín, los odiaba profundamente.

Metió la ficha en la ranura, tiró de la cadena y sacó el carro de la compra de la fila.

El supermercado olía a congelado, a carne cruda y a abrillantador de suelos.

No necesitaba demasiado. Echó un vistazo al pan, ya cortado. El cierre de plástico del paquete indicaba que aún faltaban cinco días para que caducara. No le gustaba ir a comprar demasiado a menudo, no le gustaba tener que salir de casa.

¿Un cartón de leche o dos? Y verdura, pensó, fruta, las vitaminas necesarias para mantener el cuerpo en marcha. Cogió varios tomates. De repente, al pasar frente a la nevera, le dieron ganas de romper los paquetes de salchichas y esparcirlas por el suelo. No sabía por qué, a lo mejor le apetecía hacer algo subversivo, pero logró contenerse y pasar inadvertido, como siempre.

Ni siquiera se quejó cuando, en la cola de la caja, el cliente de detrás le golpeó los talones con el carrito de la compra. Era un lugar delicado y sintió un dolor intenso, pero se volvió sin decir nada e incluso logró esbozar una sonrisa.

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