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Authors: Max Bentow

Tags: #Policíaco

La huella del pájaro (11 page)

BOOK: La huella del pájaro
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Cuando le llegó el turno, dejó la compra encima de la cinta. La cajera tenía una mancha roja en la blusa y se preguntó de qué debía de ser. Seguramente sería de sangre. Le habría gustado hacérselo notar, pero señalar con el dedo era de mala educación.

Sacó el monedero y comprobó con satisfacción que tenía el importe justo.

—Introduzca el número secreto y pulse aceptar —dijo la cajera de la blusa manchada.

Se sorprendió, pues no tenía intención de pagar con tarjeta, pero las palabras habían salido automáticamente de la boca de la cajera, que ni siquiera se había percatado de su error. No pudo reprimir una sonrisa.

Metió la compra en la bolsa de tela y se encaminó hacia el canal.

«No arrastres los pies —se dijo—, pareces un viejo».

Ya no estaba de tan mal humor y, siguiendo una súbita inspiración, decidió ir a la tienda de electrónica del centro comercial de Neukölln para echar un vistazo a las cámaras digitales. Le pareció una ocupación muy apropiada para un día por la mañana; a lo mejor incluso se decidía a comprar uno de esos aparatos.

Antes le gustaba mucho hacer fotos. Pasó un buen rato intentando pensar en las cosas de su vida que le gustaban. No había muchas.

Una vez más, la sonrisa de Magda acudió a su mente.

Empezaron a darle espasmos en los músculos de la cara. Se cambió de mano la bolsa de tela.

Podía pasear un rato con lo que había comprado, las salchichas no se echarían a perder tan rápido.

Como si fuera una señal, el M 29 dobló la esquina justo en el momento en que él llegaba a la parada del bus. Le enseñó un billete antiguo al conductor y se alegró de que éste picara.

Bajó del autobús en la esquina de la Sonnenallee y cruzó la calle, hasta la estación del M 41. Desde allí tenía una sola parada. Una vez más, el truco del billete dio resultado.

Al cabo de poco entró en el centro comercial, un sitio ruidoso y sofocante: había demasiada gente. Sabía que allí operaban grupos de jóvenes árabes que hostigaban a los propietarios de las tiendas, robaban bolsos y monederos, y amenazaban a los clientes con navajas. Era consciente de ello. Se llevó la mano al bolsillo del pantalón y palpó su cartera. «Tú quédate ahí —pensó—, no te muevas».

Tomó la escalera mecánica hasta el primer piso. Se oía música procedente de algún lugar y otra vez se acordó de Magda, con la que en una ocasión había ido a una discoteca. Magda era una buena bailarina. La vio ante él, agitando la melena.

Llegó al piso superior y se encaminó directamente hacia la entrada de la tienda de productos electrónicos.

Pero entonces se detuvo.

Por el rabillo del ojo vio algo que atrajo su atención.

Se dio la vuelta.

Había alguien sentado en uno de los sillones blancos. «Islas de paz», los llamaban en aquel centro comercial.

¿Era posible? ¿Pero no era…?

Otro guiño, un día lleno de señales.

Se acercó la bolsa de la compra al pecho y se quedó inmóvil durante un buen rato.

Tenía que tomar una decisión.

Finalmente hizo de tripas corazón y se dirigió hacia el sillón.

Aún quedaba sitio para él.

Inspiró y espiró, rápidamente, y se sentó.

—Hola —le dijo en voz baja a la niña.

DIEZ

Debería haber comprado cebollas, un sofrito de tomate como Dios manda lleva cebolla. Pero no podía volver a salir de casa.

Removió el contenido del cazo. Tampoco había encontrado ni un triste ajo. ¿Dónde tenía la cabeza últimamente? En la casa faltaba de todo.

Abrió el paquete de espaguetis, los dejó caer en el agua hirviendo y los dobló con cuidado. Por lo menos aún podía preparar un plato de pasta.

Pasó un rato ante los fogones, inmóvil, y entonces se acercó a la puerta cerrada del dormitorio. Dudó un instante, pero finalmente pegó la oreja a la puerta.

Tan sólo oyó el zumbido de su flujo sanguíneo.

No estaba acostumbrado a tener invitados, era emocionante y molesto al mismo tiempo.

Volvió a la cocina y soltó una maldición en voz baja. Un poco más y se le quema el tomate. Bajó el fuego y removió vigorosamente la salsa con la cuchara de madera. Ya ni siquiera era capaz de preparar unos espaguetis.

Probó el tomate: aún le faltaba un poco. Añadió una pizca de sal y otra de condimento para pizza y le dio varias vueltas al molinillo de pimienta, pero sin cebolla y ajo no había nada que hacer. Entonces recordó que había comprado salchichas. Las sacó de la nevera, las cortó en pedacitos y las añadió a la sartén.

A continuación programó el reloj de cocina: había cosas que requerían precisión. En el paquete ponía que la pasta debía hervir durante nueve minutos. Miró la hora: eran las 15:37. Cuando el reloj marcó las 15:48 sacó el cazo de fuego y vertió el agua con los espaguetis en el colador. Lo dejó escurrir y listo.

Hizo ruido intencionadamente con los cubiertos.

Volvió a acercarse a la puerta.

No se oía nada.

Sirvió los espaguetis en un plato, colocó un tenedor y una cuchara a cada lado y esperó dos minutos. Entonces entreabrió la puerta del dormitorio y echó un vistazo dentro.

Estaba echada en el sofá. Entre los brazos sujetaba la chaqueta con capucha, como si de un animal de peluche se tratara. Tenía su pelo rubio esparcido sobre el brazo del sofá, como una hermosa tela rubia.

Se perdió en aquella visión.

De repente la niña volvió la cabeza y él retrocedió un paso, asustado, pero la niña lo había descubierto.

Ésta se incorporó rápidamente y le clavó la mirada. Tenía las mejillas coloradas por el sueño, pero le centelleaban los ojos, parecía estar muy despierta.

—¿Tienes hambre? —le preguntó él en tono cauto, pero la niña no contestó.

Él volvió a la cocina, cogió el plato de espaguetis y los cubiertos, y regresó a la habitación. Se detuvo ante el sofá y volvió a preguntar:

—¿Tienes hambre?

La niña observó primero el plato que llevaba en la mano y luego a él.

Al ver que no respondía, dejó el plato encima de la mesita de centro.

A continuación se sentó a su lado, a una distancia prudente, cerca del otro brazo. La niña se incorporó sin soltar en ningún momento la chaqueta con capucha. Entonces se separó un poco más de él y se acurrucó en el rincón del sofá.

Durante un momento ninguno de los dos habló.

—¿Dónde está mi madre ahora? —preguntó de repente la niña, con voz ronca.

Él soltó un suspiro. Era una pregunta muy difícil. Se tiró del lóbulo de la oreja.

—¿Crees en Dios? —le preguntó.

La niña se encogió de hombros.

—A lo mejor existe Dios —dijo él.

Y si existía, pensó, Magda debía de estar con él y entonces todo tenía sentido. Aunque ¿cambiaba mucho la cosa? Para él, desde luego, no. Aquellas cuestiones tan sólo le producían rabia.

Le acercó el plato.

—Debes de tener hambre.

La niña dudó un instante, pero finalmente cogió el tenedor y la cuchara y empezó a enroscar hábilmente los espaguetis. Él se dio cuenta de que al comer chasqueaba la lengua; eso le gustó. También él había sido un niño y había tenido que adquirir los modales en la mesa. Pero había pasado mucho tiempo y se había convertido en un hombre que necesitaba el orden, pues el orden le proporcionaba paz de espíritu.

—¿Y tú? —preguntó ella con la boca llena.

Él negó con la cabeza.

Estaba demasiado emocionado y se habría atragantado, habría eructado y posiblemente se habría manchado la barbilla de tomate.

La niña siguió comiendo y él la observó con atención. No le pasó por alto que se le llenaban los ojos de lágrimas. Se dio cuenta de que se resistía a ellas y se obligaba a seguir comiendo, aunque finalmente dejó los cubiertos y se cubrió la cara con las manos.

Él se acercó un poco más y le acarició el pelo. Tenía un pelo denso, una espesa maravilla rubia.

Ella se apartó.

—¡No me toques!

Aún con el brazo estirado, asintió y volvió a su rincón del sofá.

Ella se secó las lágrimas y comió un par de bocados más antes de apartar el plato.

—Tu comida no sabe bien.

A lo mejor no le había echado bastante condimento, sin cebolla ni ajo era muy difícil. Fue a la cocina a buscar el salero y el molinillo de pimienta, y se los dio. La niña los cogió y aderezó el plato, volvió a probarlo, pero meneó la cabeza.

Estaba decepcionado, había querido alegrarla un poco. Los dos se quedaron mirando el plato rehusado.

Lene se abrazó con más fuerza a la chaqueta con capucha.

Ésta desprendía un olor peculiar y él frunció la nariz.

Entonces lo intentó con una sonrisa, pero la niña seguía sin reaccionar.

Al cabo de un momento se secó una lágrima con un dedo y preguntó:

—¿Seguirá mi madre en casa, tendida en la cama?

Durante un momento él intentó imaginar la escena.

—Seguramente se la habrán llevado ya. Es como funciona.

La niña pareció pensar un rato.

—¿Y adónde se la han llevado?

—A algunos los queman, a otros los entierran.

La niña se mordió el labio y a él le dieron ganas de volver a acariciarle el pelo. Su respuesta no la había consolado, era evidente. Por Dios, no era nada fácil hablar con ella de eso.

Vio que la niña se echaba a llorar de nuevo, pero decidió no moverse.

—¿Y tu padre? —preguntó.

—No es mi padre, sólo es mi progenitor —respondió ella, y cerró los ojos—. Eso es lo que siempre decía mamá.

Él asintió: conocía aquella diferenciación por propia experiencia.

—Mi progenitor tampoco fue nada bueno conmigo.

La niña levantó la mirada.

—¿Te pegaba?

Él volvió a asentir.

—El mío también me ha pegado. —La niña se sorbió los mocos—. No quiero volver con él.

—No me extraña.

La niña lo observó en silencio con sus ojos azulísimos. Tenía el vestido arrugado y su chaqueta apestaba. Él pensó que necesitaba urgentemente una ducha.

—Tú descansa —dijo por fin—. Tómate unos días, unas noches, el tiempo que quieras. Ya verás como todo irá bien.

La niña no contestó.

—El sofá es cómodo, ¿verdad?

Al ver que no tenía intención de responder, dio unos golpecitos sobre el relleno, como para confirmar sus palabras.

—Es un buen sofá.

Se levantó y cogió el plato con los restos de comida, pero entonces volvió a sentarse junto a ella.

—¿Tienes miedo?

Ahora estaba muy cerca de la niña, que lo miraba fijamente.

—¿De qué tienes miedo? Tu madre está en el cielo, está salvada.

Sí, pensó, al final todo el mundo se salvaba, también él. ¿O no?

—Eres raro —le dijo la niña al cabo de un rato.

Él bajó la cabeza; se lo habían dicho ya demasiadas veces.

Se levantó, se llevó el plato a la cocina y echó los restos a la basura.

A continuación se acercó a la puerta y dijo:

—Descansa tanto tiempo como quieras.

Finalmente cerró la puerta y pensó: «Hay tiempo para todo».

Por la tarde, la niña salió de la habitación y preguntó:

—¿Me puedo duchar?

Él se sorprendió tanto que se le derramó la cerveza.

—Pues claro —dijo.

En el baño le enseñó el montón de toallas y, aunque no hacía falta, también dónde estaba el jabón, junto a la bañera. La niña no dijo nada y esperó a que la dejara a solas.

Él oyó el rumor del agua detrás de la puerta. A veces, cuando el chorro de la ducha golpeaba en la cortina, el rumor subía de volumen y se convertía en un siseo.

En algunos momentos, el sonido amainaba y al cabo de un rato volvía a empezar.

Después se hizo el silencio.

Él la imaginó palpando las toallas.

Aguzó el oído, tomó un trago de cerveza y volvió a aguzar el oído.

Por fin se oyó el pestillo de la puerta.

Se había puesto su albornoz, que le quedaba varias tallas grande. Aquella imagen lo conmovió.

Llevaba sus cosas en el brazo.

Se detuvo en el umbral de la puerta, descalza, a un metro de él.

—¿Tienes lavadora? —le preguntó.

—Pues claro —dijo él, y señaló el ojo de buey que había junto a la nevera. Había tenido que instalarla en la cocina, pues el baño era demasiado pequeño—. Dame.

Se levantó para cogerle las cosas.

Pero la niña negó con la cabeza. Se acercó a la lavadora, abrió la puerta y metió la ropa dentro.

—¿Y la chaqueta? —le preguntó él.

¿Dónde había dejado la chaqueta?

Pero la niña volvió a negar con la cabeza y empezó a manipular los mandos de la lavadora.

Él quiso ayudarla a elegir el programa apropiado y se colocó detrás de ella, pero la niña hizo un gesto para que la dejara tranquila. Entonces le resbaló el albornoz y le quedó el hombro a la vista.

Vio el apósito que le cubría la herida: una gasa sujeta por los bordes con esparadrapo, más o menos del ancho de una mano.

Tragó saliva.

La niña se ajustó el albornoz y pulsó el botón de encendido. El agua empezó a entrar en la máquina y el tambor se puso a girar.

La niña se quedó un momento inmóvil, sin saber qué hacer, y finalmente se sentó a la mesa de la cocina.

Él se dio cuenta de que miraba la botella de cerveza.

—¿Quieres una? —le preguntó.

—¿Una cerveza? ¿Te has vuelto loco?

Se dio cuenta de su error y notó cómo se le encendían las mejillas.

—Mi progenitor siempre bebía eso —murmuró la niña con desprecio.

—Tienes razón, la cerveza no es buena.

Cogió la botella y vació el resto en el fregadero.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó ella.

Él pensó un rato.

—¿Te apetece jugar a cartas?

Sacó la baraja y jugaron al Mau-mau. No se acordaba muy bien de las reglas y la dejó ganar. Cuando volvió a ganarlo una tercera y una cuarta vez, se propuso apuntarse una partida para equilibrar un poco la cosa, pero la niña se deshizo con gesto triunfal de la penúltima y de la última carta.

—¡Mau! ¡Mau-mau!

Él la observó. Al parecer le gustaba ganar.

Sin embargo, al cabo de un rato se le pusieron los ojos vidriosos y él dijo que tal vez sería mejor que se acostara.

Estuvo un buen rato rebuscando en el armario, hasta encontrar un segundo juego de sábanas. Olía a naftalina. Se lo dio.

Le deseó buenas noches y la niña se metió en la sala sin decir una palabra.

BOOK: La huella del pájaro
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