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Authors: Max Bentow

Tags: #Policíaco

La huella del pájaro (12 page)

BOOK: La huella del pájaro
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Él apagó la lavadora, abrió la puerta y sacó la camiseta, los pantalones, los calcetines y las braguitas de la niña.

La camiseta tenía un desgarrón en el hombro.

Colgó la ropa con cuidado en el tendedero del baño. Al ver los calcetines a rayas no pudo reprimir una sonrisa: eran los mismos que él había llevado de niño.

Entonces vio que en el baño había un charco de agua. Lene no había ido con cuidado. Con un suspiro, cogió un cubo y un trapo y lo secó.

Volvió a la cocina y pensó en tomarse otra cerveza. Ya tenía la botella en la mano, pero volvió a dejarla donde estaba.

Finalmente encendió el pequeño televisor del dormitorio. Cambió los canales con el mando a distancia.

De pronto se quedó helado.

En un canal local, un presentador le hacía preguntas a un policía de la brigada de homicidios, que respondía con frases breves y concisas. Se trataba de los asesinatos, unos asesinatos brutales.

Seguidamente mostraron la foto de Lene. Parecía un ángel rubio, inocente y delicado.

Notó cómo se le crispaban las manos.

Pulsó la tecla roja y la imagen se desvaneció.

«Ahora duerme, querido Konnie», le decía siempre Magda.

No sabía por qué tenía que volver a pensar en Magda, si ya no estaba solo.

Respiró hondo y se cubrió la cara con las manos.

De repente se sintió débil y pesado, como si estuviera a punto de contraer una enfermedad fulminante.

Se levantó pesadamente de la cama.

Tenía que comprobar sin falta si la niña ya dormía.

ONCE

El domingo por la mañana Emily fue a su casa. Trojan compró panecillos en la panadería y desayunaron juntos.

—Ayer te vi por la tele, papá —exclamó su hija, emocionada.

Trojan prefería no recordar su participación en el programa
Berlín por la noche
. Landsberg le había pedido que lo sustituyera, al parecer le pasaba algo a su mujer. No le dijo exactamente de qué se trataba, pero Trojan sospechaba que debía de ser algo grave, pues por lo general era siempre Landsberg quien atendía a los medios.

El entrevistador le había hecho varias preguntas sobre las dos mujeres asesinadas. Trojan había respondido con evasivas y, tal como había acordado con su jefe, no había mencionado lo de los pájaros para no poner en peligro las investigaciones.

El periodista se había mostrado poco satisfecho con él y Trojan se había sentido incómodo delante de la cámara.

—Mamá también te vio.

—Ah, ¿sí?

—Dijo que se te veía forzado.

—¿Forzado? ¿Qué quería decir con eso?

Emily se encogió de hombros y se untó el panecillo con mermelada. Llevaba una camiseta blanca y unos tejanos, y el pelo rizado le caía sobre los hombros. Estaba guapísima, pensó Trojan, orgulloso.

—Ni idea, pregúntaselo a ella —contestó la niña con un guiño—. Yo creo que estuviste bien.

—Gracias —dijo Trojan con una sonrisa.

—Qué asesinatos tan horribles, ¿no? No entiendo cómo puedes soportarlo.

Él la miró y de pronto se acordó de cuando Friederike se quedó embarazada y él vio por primera vez a su hija en la ecografía, aquel gusanito con una cabeza enorme que movía la boca, como si mascullara algo, nadando a sus anchas en el líquido amniótico. Después de la exploración, Friederike se había marchado a la tienda y él había montado en su bicicleta, embriagado de felicidad, y se había dirigido hacia la sección administrativa. «¡Voy a ser padre! —había susurrado una y otra vez, mientras cruzaba la ciudad a toda velocidad—, ¡voy a ser padre!»

Su vida había sido un delirio, un vértigo incomparable.

—Algunas veces me resulta muy duro. Pero creo que querías hablarme de Leo, ¿no?

—¿De Leo? —Emily se puso colorada y se rió—. Lo de Leo… en fin…

Y entonces empezó a hablar inconteniblemente. En un momento, Trojan se enteró de que Leo era un chico del décimo curso que iba en monopatín, llevaba el pelo largo y un
piercing
en el labio, tocaba muy bien el bajo eléctrico y hacía varios días que no la llamaba.

—Pero ¿sabes?, esta mañana enciendo el móvil y resulta que ayer por la noche me escribió un mensaje desde una fiesta de la que yo no sabía nada. Me decía que la fiesta era un rollo, que me echaba de menos y que le daba rabia no haberme preguntado si me apetecía que hiciéramos algo juntos.

—Yo de ti le contestaría inmediatamente.

—¡Pero qué dices! Voy a dejar que sufra un rato. Hasta esta tarde o así.

Trojan le dirigió una sonrisa radiante.

Terminaron de desayunar, él sorbiendo su café y ella su té verde, un hábito que había adquirido hacía poco de Friederike, que era una auténtica adicta al té.

Hablaron un rato más y entonces Trojan colocó los platos en el lavavajillas y le preguntó:

—¿Qué te parece si vamos a remar al Spree?

—¡Sí, sí! ¡En canoa!

—En canoa o en barco con remos, como tú prefieras.

—La canoa mola más.

—Vale.

Emily se levantó de un salto y le dio un beso en la mejilla. Él experimentó un acceso de alegría.

Se pusieron la chaqueta y salieron. En la escalera, Emily señaló hacia la puerta de Doro con gesto de interrogación.

Él respondió con un gesto vago, levantando las palmas hacia el cielo con una mueca en los labios.

Emily esbozó una sonrisa irónica y bajó brincando por la escalera. Él la siguió.

Al pasar frente a los buzones comprobó que se había guardado la llave del piso. Emily abrió la puerta del edificio y ya lo estaba esperando en la acera cuando de repente Trojan se quedó paralizado.

Algo lo había desconcertado, algo que había visto por el rabillo del ojo.

El corazón le latía a cien por hora.

—Espera un momento, Em.

Dio media vuelta y regresó a los buzones.

Barrió con la mirada los cartelitos con los nombres y se detuvo al llegar al suyo.

Allí había algo raro.

Se acercó un poco más y entonces lo vio: en la ranura del buzón había una pluma.

Se agitaba con la brisa.

«No pasa nada —pensó Trojan—, es sólo una pluma».

Pero el corazón aún le latía a cien por hora.

Se sacó las llaves del bolsillo del pantalón y abrió el buzón.

Retrocedió un paso y soltó un grito de horror ahogado.

En su buzón había un pájaro desplumado, destripado y cubierto de sangre. En el cuello, pegado con una chincheta, tenía un papel en el que, escrito con letras grandes, podía leerse:

TÚ TAMBIÉN MORIRÁS, TROJAN

Le dio un violento vahído y se apoyó en la pared, resollando.

Emily lo llamó desde la calle.

La sangre le zumbaba en los oídos.

«No toques nada —pensó—, no borres ninguna huella».

Tardó aún unos segundos en recuperarse medianamente. Se sacó un pañuelo del bolsillo de la chaqueta, se envolvió la mano y cerró el buzón con cuidado. Se guardó las llaves, enroscó el pañuelo y se lo metió de nuevo en el bolsillo de la chaqueta.

Volvía a estar junto a Emily.

—¿Qué ocurre, papi?

«No la puedo decepcionar —pensó—, iremos al Spree».

Miró instintivamente a su alrededor. La Forsterstrasse estaba tranquila y solitaria, y el viento hacía susurrar a los árboles.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Emily, y lo cogió del brazo.

—Ajá. Sólo me he mareado un poco. —Tragó saliva—. Vamos —añadió con voz ronca—, vamos a pasárnoslo bien.

Ella lo miró un momento y finalmente asintió con la cabeza.

En el puente cambiaron de acera y unos metros más adelante llegaron al Freischwimmer, donde estaba situada la empresa de alquiler de botes.

Trojan tuvo la sensación de que el suelo se balanceaba bajo sus pies, aunque aún se encontraban en tierra firme.

—Alquilemos mejor una barca, ¿vale?

—Ay, ¿por qué?

Trojan intentó sonreír.

—Porque la canoa se tambalea mucho.

Emily puso mala cara.

—Además, en la barca podemos sentarnos cara a cara.

—Bueno, vale.

Pagó en el mostrador del local por una hora de alquiler, les asignaron una barca y montaron en ella.

Emily quiso empezar remando.

Trojan se sentó en la popa, le sudaban las manos.

Su hija hablaba sin parar. Atravesaron el Flutgraben y llegaron al Spree.

La luz era deslumbrante y había nubes hechas jirones en el cielo. A lo lejos resplandecía la torre de comunicaciones de Alexanderplatz, un metro pasó traqueteando por encima del Oberbaumbrücke.

Remaron hacia la enorme escultura que representaba a tres gigantes de aluminio que luchaban en medio del agua. O tal vez bailaban, Trojan no estaba seguro.

Vio cómo la boca de su hija se abría y se cerraba, su pelo oscilaba al viento, pero todo parecía lejano y distante.

«No la puedo decepcionar», pensó de nuevo.

—Te toca, papá.

Emily soltó los remos y se levantó.

La barca se bamboleó.

Sucedió cuando Trojan se levantó para cambiar de sitio. Primero oyó el graznido, y entonces una gaviota se acercó volando a toda velocidad y pasó planeando muy cerca de su cabeza.

Notó una opresión en el pecho y de pronto le faltó el aliento.

Resollando, volvió a caer sobre el banco de madera. Emily se quedó de pie en el centro de la barca, que seguía oscilando, y lo miró con cara de no entender nada.

Durante un momento Trojan perdió el mundo de vista.

—¿Qué sucede?

Él se pasó la mano por la frente.

Hacía rato que la gaviota había desaparecido, pero el miedo seguía atenazándolo.

—Tenemos que volver —dijo con un jadeo.

—Pero si acabamos de…

—Por favor, Emily, date prisa. —El sudor le salía por todos los poros, estaba temblando—. Hazlo por mí.

Emily le dirigió una mirada de irritación.

—Te lo cuento más tarde, ¿vale, Em? —dijo con una voz quebradiza que lo asustó—. Pero es muy, muy importante que des media vuelta.

Su hija frunció el ceño.

Entonces, sin decir nada, se sentó, cogió los remos y guió la barca de vuelta a la orilla.

—¿Necesita un médico? —le preguntó el tipo de la empresa de alquiler de botes.

Trojan negó con la cabeza.

—Pues claro que necesita un médico —dijo Emily, incapaz de contenerse—. Le pasa algo, ¿no lo ve?

Trojan apoyó la cabeza en un bolardo y se masajeó el pecho. Con la otra mano sacó el móvil.

—Emily, ¿qué te parece si vuelves a casa de mamá?

—No pienso dejarte tirado, papi.

Trojan mantuvo una breve conversación por el móvil. El tipo de la empresa de alquiler se encogió de hombros y se fue a atender al siguiente cliente, que esperaba ya en el embarcadero.

Trojan colgó el teléfono y miró a Emily.

—Lo siento mucho, Emily.

—¿Qué pasa, papá?

—Yo quería que fuera un día bonito.

—Y lo es —dijo ella, aunque se la veía contrariada.

Trojan aún estaba temblando, no quería que su hija lo viera así.

Entonces llegó un coche patrulla y los recogió a los dos.

Regresaron a su casa.

—¿Me lo vas a contar? —preguntó Emily.

—No pasa nada. He encontrado una cosa en el buzón relacionada con el caso en el que estoy trabajando.

—Me lo tendrías que haber dicho.

Él se la quedó mirando, pero no contestó.

Al cabo de un momento, Krach, Gerber y Holbrecht se reunieron en la escalera del edificio y llegaron también los del departamento técnico forense.

Trojan le pidió a Emily que lo esperara en el piso.

Los técnicos forenses examinaron los buzones y se llevaron el pájaro y la nota al laboratorio.

Trojan puso a sus colegas al corriente de lo sucedido. Enseguida llegó Landsberg, que miró a Trojan con preocupación y le dijo que, de momento, lo más importante era que se calmara.

A petición de su padre, Emily se metió en su cuarto.

Entonces Trojan se hundió en una silla de la cocina y tomó un sorbo del vaso de agua que le ofreció Landsberg.

—Nils, lo siento mucho. Si hubiera podido ir al programa de televisión ese, no habría pasado nada de todo esto.

—¿Estás seguro? A lo mejor entonces el tío habría ido a por ti.

—¿De dónde ha sacado tu dirección?

Aquélla era la pregunta decisiva, la pregunta que más miedo le daba.

—Lo mismo me he estado preguntando yo, claro. Debe de haberme estado vigilando.

—No puedes quedarte aquí. Te encontraremos otro piso.

—Ni hablar.

—Sé razonable, Nils.

—No voy a permitir que este cabrón me eche de mi casa.

Landsberg se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un paquete de tabaco.

—¿Se puede fumar aquí?

—Si no hay más remedio…

Se encendió el cigarrillo con manos temblorosas.

A continuación exhaló el humo y dijo:

—Si te quedas aquí, Nils, quiero que lleves el arma siempre contigo, ¿de acuerdo?

Trojan se llevó el dedo a los labios.

—Baja la voz, por favor, te va a oír mi hija…

—No puede quedarse aquí.

—Ya lo sé.

Landsberg dio otra calada.

—Te asignaremos una escolta policial; en la calle, para que vele por la seguridad de tu domicilio.

—Pero que no llame mucho la atención, por favor.

Ya no le había hecho ninguna gracia que un par de vecinos vieran cómo sus colegas buscaban pistas en la escalera, ni tampoco que los interrogaran, según el procedimiento habitual, por si alguien había visto algo sospechoso. Por suerte Doro no estaba en casa.

—¿Se sabe algo del laboratorio? —preguntó.

—Los he llamado poco antes de venir. Papel de la marca Copy X, impresora HP, seguramente un modelo de la serie 10 y una chincheta corriente. Ni rastro de huellas dactilares, ni rastro de fibras. Ahora lo están intentando con una técnica infrarroja especial, pero… —dio otra calada al cigarrillo— yo no me haría muchas ilusiones. El tipo es listo.

—Y seguramente también nos podemos olvidar de encontrar huellas en el buzón… —dijo Trojan.

Landsberg asintió.

—Por lo general los buzones están cubiertos de huellas dactilares diversas.

—¿Y qué hay del pájaro?

—Pertenece a la misma especie que el que encontramos junto al primer cadáver.

—¿Y has averiguado ya de qué especie se trata?

—Sí, es un frailecillo, conocido también como avefría.

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