Sería hermoso, sí, dejarse acunar por él, entregarse a al embrujo y permitir que penetrara a través de cada uno de sus poros para acabar convirtiéndose a su vez en un océano, en Pacífico, en inmensidad que no aceptara fronteras, ni aceptara que la encadenaran cada noche a los barrotes de una cama.
El portugués Pinto Souza pidió agua por tercera vez, y por tercera vez
la Iguana Oberlus
se la negó.
—Hay que racionarla… —dijo—. Comienza a escasear.
Una hora después, el portugués Pinto Souza, un hombre enclenque, del que parecía un milagro que hubiera aguantado tanto, se derrumbó sobre su remo, y resultaron inútiles cuantos esfuerzos hizo
Niña Carmen
por devolverle a la realidad.
—Dale agua… —suplicó una y otra vez—. Dale agua o se muere.
Oberlus se inclinó sobre el hombre inconsciente, estudió con detenimiento su rostro demacrado, sus brazos esqueléticos, sus manos ensangrentadas y su cuerpo vencido y cubierto de llagas supurantes, y negó con firmeza:
—Sería absurdo malgastar agua en él… —sentenció—. Está acabado.
—¿Vas a dejarlo morir así…?
—No. Voy a tirarlo al mar.
Carmen de Ibarra le miró confusa. Pese a permanecer casi un año ya a su lado y ser testigo y víctima de tantas de sus crueldades y de su absoluta carencia de sentimientos, aún se le antojaban inconcebibles algunas de las reacciones de un ser que en verdad nada parecía tener en común con el resto de los seres humanos.
—¡Pero aún está vivo…! —protestó al fin.
—Respira, eso es todo. Pero lo cierto es que está reventado… Cuanto antes acabe, mejor para él y para todos…
Fue hasta el timón, desenredó el extremo de la cadena a la que se encontraban unidos los cautivos, liberó a Pinto Souza, y ante la impotencia de la mujer y la indiferente mirada de los otros, lo tomó por los hombros y lo dejó caer al agua.
Muy despacio —se diría que aquel perezoso océano lo hacía todo muy despacio—, el cuerpo del portugués comenzó a hundirse en las transparentes aguas, para acabar desapareciendo como tragado por la inmensidad azul en lo que más se antojaba un sueño idílico que la realidad de una muerte.
La Iguana Oberlus
lo observó mientras se perdía de vista, y ocupó luego el asiento del muerto, apoderándose del remo que había quedado libre:
—Toma el timón… —ordenó a
Niña Carmen
—. Y recuerda… ¡Al Este…! Siempre hacia el Este… Si te desvías un solo grado te dejo sin agua… Tenemos que salir de esta zona muerta, sin viento y sin pesca… —comenzó a bogar con brío—. Si seguimos a este paso, en un par de días habremos superado la mitad del camino…
Ella dejó escapar un ronco sollozo:
—¡La mitad del camino…! —exclamó—. ¡Dios misericordioso…!
El tonto Knut, agotado, perdió la poca razón que le quedaba mediada la cuarta semana de travesía, cuando ya la comida escaseaba, y resultaba evidente que en aquel profundísimo y tranquilo mar los peces no ascendían a la superficie por más que lo intentaran con todos los tipos de posibles carnadas que tenían a bordo.
El noruego comenzó súbitamente a cantar una mañana, pese a que tenía los labios cuarteados por la sed, y la canción se le debía antojar muy divertida, porque de tanto en tanto rompía a reír escandalosamente agitando los brazos con grandes aspavientos.
Por último, arrojó el remo al agua, y aunque Oberlus le golpeó furiosamente, volvió a tirarlo en cuanto lo hubieron recuperado colocándoselo de nuevo en las manos.
Apartaron el remo y le dieron a beber un sorbo de agua a la espera de que recuperara el juicio y se aviniera a razones, pero continuó aullando su ininteligible canción, sin cesar un solo instante durante todo el día y la siguiente noche. Al fin, con el alba,
la Iguana Oberlus
extrajo una de sus pistolas del interior del saco en que las guardaba para preservarlas de la humedad, y le apunto con ella a la cabeza llevándose imperativamente el dedo a los labios en inequívoco gesto de silencio.
Pero aun así, el pobre tonto continuó cantando.
Oberlus amartilló el arma de forma ostensible.
El otro le vio hacer, indiferente, rompió a reír, divertido sin duda por la obscenidad de la tonada, y siguió con ella como si se encontrara —y de hecho se encontraba— en otro mundo.
—No lo mates… —intercedió
Niña Carmen
—. ¿No ves que se ha vuelto loco…?
—Lo que veo es que nos volverá locos a todos… Si no quieres que le mate, hazle callar.
Carmen de Ibarra se aproximó al noruego y comenzó a acariciarle la cabeza con dulzura, como si se tratara de un niño:
—¡Ya está bien…! —musitó—. Tranquilízate… Ya nos hemos reído bastante con tus canciones… ¡Para, por favor…! ¿No ves que va a matarte…? —exhaló un resoplido de impotencia—. ¡Dios! —exclamó—. Ni siquiera me escucha, y de escucharme tampoco me entendería… ¡Calla, Knut, por favor…! ¡Calla…!
Le colocó una mano sobre la boca, y el noruego Knut, el tonto, se la mordió con tanta fuerza, que se diría que pretendía atravesársela de parte a parte.
Niña Carmen
lanzó un alarido de dolor, pero el otro continuó apretando hasta que sonó un disparo que le voló la cabeza tumbándole de espaldas.
Salpicada de sangre y sesos, ensordecida por la explosión que le había retumbado junto al oído, histérica ante la visión del rostro destrozado por la bala, y aferrándose con fuerza la mano sangrante y desgarrada, Carmen de Ibarra se derrumbó, vencida, en el fondo de la ballenera, y comenzó a sollozar rota por completo su capacidad de resistencia.
La Iguana Oberlus
por su parte, lanzó al agua el cadáver del noruego, cargó nuevamente el arma, volvió a guardarla con sumo cuidado, y tomando ahora los remos que habían pertenecido a los difuntos, comenzó a bogar muy lentamente, con aquel ritmo pausado, monótono y constante que había impuesto desde el primer momento.
El portugués Ferreira, que había asistido al desarrollo de la escena con la indiferencia de un sonámbulo, se acurrucó en su banco como si nada de aquello tuviera que ver con él, y se quedó dormido de inmediato.
Sin cesar de remar, Oberlus golpeó levemente a Carmen de Ibarra con el pie y ordenó:
—¡Al Este…! ¡Pon rumbo al Este…!
—¡Vete al infierno…! —fue la respuesta—. Ese es el único camino que debes conocer… ¡Vete al infierno…! Regresa al lugar de donde viniste, maldito hijo del Averno…
La patada fue ahora tan violenta, que a punto estuvo de quebrarle una costilla y la obligó a lanzar un quejido.
—¡Rumbo al Este…! —repitió roncamente—. Si ni siquiera me sirves para eso, te tiraré al mar también… No pienso compartir mi agua y mi comida con inútiles… ¡Al Este…!
Niña Carmen
se arrastró trabajosamente hasta la popa, tomó el timón, consultó la brújula con los ojos inyectados en lágrimas, se sonó los mocos, restañó con un sucio pañuelo la sangre que manaba de su mano herida y enderezó la proa, rumbo al Este.
La Iguana Oberlus
, que la observaba con los ojos enrojecidos por el sueño y la fatiga, continuó bogando, mecánico, distante e inhumano, como un robot programado para efectuar una y otra vez, durante horas, exactamente los mismos movimientos.
—¡Un barco…!
—Sí. Es un barco…
——Tal vez nos vea… ¡Dios mío, haz que nos vea…!
—No puede vernos… Está demasiado lejos…
—¡Tiene que vernos…! ¿Me oyes…? Tiene que vernos… —sollozó
Niña Carmen
—. No quiero morir aquí… ¡Dios bendito! ¡Santa Virgen de los Desamparados…! Haz que nos vea… Nunca te he pedido nada, pero ahora te lo ruego, te lo suplico… Haz que ese barco nos vea y haré lo que me pidas… ¡Te ofreceré mi vida…! Me encerraré en un convento para siempre…
La Iguana Oberlus
no pudo contener la risa al escucharla aunque le dolían terriblemente los labios cubiertos de costras:
—¡Monja…! —exclamó—. Sería lo peor que pudiera pasarle a la Iglesia desde la persecución de Nerón… ¡Monja…! La Virgen preferiría hundir el barco a que nos viese… Le pedirías al confesor que, en lugar de penitencia, te azotase y te diera luego por el culo.
Pero ella no pareció escucharle, o si lo hizo, no le prestó atención. Había buscado un trapo y lo agitaba alzada sobre las puntas de los pies, en la borda, aferrada a uno de los postes que mantenían malamente en pie el maltrecho toldillo ya casi destruido:
—¡Aquí, aquí…! —gritó con tan escasas fuerzas que apenas se la hubiera podido escuchar a quince metros—. ¡Estamos aquí…!
Oberlus alargó el brazo, le arrebató el trapo y la obligó a descender tirando de ella:
—¡Baja ya…! —ordenó—. Ya te he dicho que no puede vernos. Y si nos viera, ten por seguro de que, antes de que llegara, os habría mandado a los dos al fondo del mar… Te lo advertí… No pienso dejarme atrapar…
—¡Pero es nuestra única esperanza…! —suplicó ella—. No tenemos nada que comer, los peces continúan sin picar, y el agua se está acabando.
—Ya estamos cerca…
—¿Cómo puedes saberlo…?
—Porque ese barco va hacia el norte… A Guayaquil o Panamá, probablemente, y, por lo tanto, tiene que pegarse a la costa para aprovechar la corriente que sube desde el Sur… Si navegara hacia el Noroeste, habría tenido que alejarse de la costa, buscando que le empujaran los alisios… Pero no estamos en zona de alisios, sino en la Región de las Calmas que los barcos tratan de evitar… —señaló hacia la vela lejana—. Si ése avanza… ¡Y avanza…! lo empuja la corriente que ya le viene del Sur, y un viento de tierra. —Hizo una pausa y añadió con un nuevo brillo en los ojos—. He pasado mi vida navegando y conozco estos mares… Tenemos que encontrarnos al sudoeste de Guayaquil, al noroeste de Paita y Punta Negra, a menos de cien millas de la costa… ¡Llegaremos…!
—¡Pero no tenemos agua…!
—Pronto lloverá… —afirmó
la Iguana Oberlus
convencido—. En esta zona, siempre llueve…
Llovió.
Llovió como si los cielos hubieran decidido derramarse por completo sobre sus cabezas, tratando tal vez de anegarles, de hundirles, de hacerles zozobrar en un intento de conseguir lo que no había logrado aquel apático océano sin garra.
Llovió.
Llovió.
Llovió.
Y con la lluvia volvieron a la vida.
Y al esfuerzo.
Ferreira ya era una sombra inútil y vencida, pese al agua y al descanso, pero
la Iguana Oberlus
, aferrado a los remos, se inclinaba adelante y atrás, atrás y adelante, infatigable, indestructible, incomprensible casi, teniendo en cuenta que hacía más de tres días que no probaba bocado.
Niña Carmen
, tumbada en la cama, incapaz de realizar un solo gesto, vencida y aniquilada por el hambre y la fatiga, se esforzaba aún, a menudo inútilmente, por mantener el rumbo…
Al este… Siempre al Este pese a que estaba convencida de que el Este se había convertido en una quimera; un sueño inalcanzable; un lugar mítico y portentoso al que nadie en la historia había llegado jamás.
¡Al Este…!
Pero el Este siempre seguía estando al Este del Este.
¿Por qué estaba entonces marcado en la brújula, si el Este no existía…? ¿Por qué jugaban de aquel modo con las esperanzas de tantos desgraciados? ¿Por qué habían inventado alguna vez semejante término…?
—El Este ha muerto… —murmuró y él la miró, severo, entre palada y palada—. El Este ha muerto y ya lo sabías cuando embarcamos. —Agitó su negra cabellera—. Ya nada existe… Ni el Norte, ni el Sur, ni el Este, ni el Oeste… Y tú no eres más que Caronte, el barquero de la muerte que me cruza a la otra orilla… Pero no existe tampoco esa otra orilla. No existe más que el mar, y el mar es la muerte, la eternidad, el infinito… Quizás el infierno al que me han castigado por tanto daño como he hecho…
Guardó silencio, pero él la apremió con voz ronca.
—Sigue hablando… —ordenó—. Continúa diciendo tonterías, pero di algo, cualquier cosa… Si no lo haces, también yo creeré que estoy muerto y que mi condena es ésta de remar y remar llevándote a ninguna parte… ¡Di algo…! —pateó a Ferreira—. ¡Y tú, portugués de mierda…! Di algo también o te tiro al agua… No eres más que un peso. Habla o rema, pero haz algo…
El otro entreabrió apenas los ojos.
—Tengo hambre… —musitó.
—¡Oh, vaya…! ¡Qué gracioso…! —exclamó Oberlus burlón—. Tienes hambre… Eso no es nuevo… Todos tenemos hambre, porque hace ya tres días que nuestra hermosa timonel se comió la última patata…
—Voy a morir… —sollozó Ferreira quedamente—. Pero no quiero morir porque sé que vas a comerme… —Las lágrimas corrían mansamente por su rostro—. Lo estás esperando… He visto cómo me miras, y lo leo en tus ojos de fiera… Vas a comerme… Sé que eres capaz de hacerlo…
La Iguana Oberlus
no replicó y continuó bogando, mientras
Niña Carmen
se erguía a duras penas apoyándose en el codo:
—¿Es eso lo que piensas…? —inquirió—. ¿Vas a comértelo? ¿Serás capaz de hacerlo…?
Se limitó a mirarla y sus ojos se le antojaron más fríos e inhumanos que nunca.
—¡Dios bendito…! —admitió ella—. Realmente lo harías… O él o yo, el que caiga antes, ¿no es cierto…? Serás capaz de cualquier cosa por alcanzar esa maldita costa… —Señaló hacia adelante—. Pero ¿es que no te has dado cuenta de que no existe…? Ya te lo he dicho… No existe el Este… Se lo han llevado; el mar se tragó el Continente; las tierras han desaparecido y no quedamos más que nosotros tres condenados a flotar hasta el fin de los tiempos… ¿Por qué no quieres creerme…?
—Te creo… —admitió él, entrecortadamente, fatigado por su constante esfuerzo—. Y si en lugar de ahí tumbada, te encontraras aquí, remando, estarías más convencida aún… Ya nada existe; sólo el mar, pero al cubrir las tierras tal vez se haya vuelto poco profundo y no te llegue siquiera al culo… ¿Por qué no te tiras a probarlo…?
—Porque si me tirase y aún fuera profundo, no podrías comerme —fue la respuesta—. ¿Por qué no te tiras tú?
Oberlus fue a responder, pero pareció comprender que no disponía de energías suficientes como para hablar y remar al mismo tiempo, y continuó con la tarea, que se le antojaba ya inútil, de tratar de conseguir que la embarcación avanzara —siempre hacia el Este— aunque fuera tan sólo unos centímetros.
Un nuevo sopor se apoderó de la embarcación.
Niña Carmen
se dejó caer sobre el jergón, y el portugués Ferreira, espatarrado en su banco, abría más y más la boca al respirar, como si le costara un esfuerzo agotador lograr que el aire descendiese hasta sus pulmones.