La Ilíada (24 page)

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Authors: Homero

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BOOK: La Ilíada
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Aún no había acabado de pronunciar estas palabras, cuando aquéllos llegaron y echaron pie a tierra. Todos los saludaban alegremente con la diestra y con afectuosas palabras. Y Néstor, caballero gerenio, les preguntó el primero:

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—¡Ea, dime, célebre Ulises, gloria insigne de los aqueos! ¿Cómo hubisteis estos caballos: penetrando en el ejército troyano, o recibiéndolos de un dios que os salió al camino? Muy semejantes son a los rayos del sol. Siempre entro por las filas de los troyanos; pues, aunque anciano, no me quedo en las naves, y jamás he visto ni advertido tales corceles. Supongo que los habréis recibido de algún dios que os salió al encuentro, pues a entrambos os aman Zeus, que amontona las nubes, y su hija Atenea, la de ojos de lechuza.

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Respondióle el ingenioso Ulises:

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—¡Néstor Nelida, gloria insigne de los aqueos! Fácil le sería a un dios, si quisiera, dar caballos mejores aún que éstos, pues su poder es muy grande. Los corceles por los que preguntas, anciano, llegaron recientemente y son tracios: el valiente Diomedes mató al dueño y a doce de sus compañeros, todos aventajados. Y cerca de las naves dimos muerte al decimotercio, que era un espía enviado por Héctor y otros troyanos ilustres a explorar este campamento.

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De este modo habló; y muy ufano, hizo que los solípedos caballos pasaran el foso, y los demás aqueos siguiéronlo alborozados. Cuando estuvieron en la hermosa tienda del Tidida, ataron los corceles con bien cortadas correas al pesebre, donde los caballos de Diomedes comían el trigo dulce como la miel. Ulises dejó en la popa de su nave los cruentos despojos de Dolón, para guardarlos hasta que ofrecieran un sacrificio a Atenea. Ambos entraron en el mar y se lavaron el abundante sudor de sus piernas, cuello y muslos. Cuando las olas les hubieron limpiado el abundante sudor del cuerpo y recreado el corazón, metiéronse en pulimentadas pilas y se bañaron. Lavados ya y ungidos con craso aceite, sentáronse a la mesa, y, sacando de una rebosante crátera vino dulce como la miel, en honor de Atenea lo libaron.

Canto XI*
Principalía de Agamenón

* En la batalla entre aqueos y troyanos, aquéllos llevan la peor parte: Agamenón, Diomedes y Ulises resultan heridos. Ante la clara ventaja de los troyanos, Aquiles envía a Patroclo junto a Néstor.

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La Aurora se levantaba del lecho, dejando al ilustre Titono, para llevar la luz a los dioses y a los hombres, cuando, enviada por Zeus, se presentó en las veleras naves aqueas la cruel Discordia con la señal del combate en la mano. Subió la diosa a la ingente nave negra de Ulises, que estaba en medio de todas, para que lo oyeran por ambos lados hasta las tiendas de Ayante Telamonio y de Aquiles; los cuales habían puesto sus bajeles en los extremos, porque confiaban en su valor y en la fuerza de sus brazos. Desde allí daba aquélla grandes, agudos y horrendos gritos, y ponía mucha fortaleza en el corazón de todos los aqueos, a fin de que pelearan y combatieran sin descanso. Y pronto les fue más agradable batallar que volver a la patria tierra en las cóncavas naves.

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El Atrida alzó la voz mandando que los argivos se apercibiesen, y él mismo vistió la armadura de luciente bronce. Púsose en torno de las piernas hermosas grebas sujetas con broches de pláta, y cubrió su pecho con la coraza que Ciniras le había dado por presente de hospitalidad. Porque hasta Chipre habíá llegado la noticia de que los aqueos se embarcaban para Troya, y Ciniras, deseoso de complacer al rey, le dio esta córaza que tenía diez filetes de pavonado acero, doce de oro y veinte de estaño, y a cada lado tres cerúleos dragones erguidos hacia el cuello y semejantes al iris que el Cronión fija en las nubes como señal para los hombres dotados de palabra. Luego, el rey colgó del hombro la espada, en la que relucían áureos clavos, con su vaina de plata sujeta por tirantes de oro. Embrazó después el labrado escudo, fuerte y hermoso, de la altura de un hombre, que presentaba diez círculos de bronce en el contorno, tenía veinte bollos de blanco estaño y en el centro uno de negruzco acero, y lo coronaba Gorgona, de ojos horrendos y torva vista, con el Terror y la Fuga a los lados. Su correa era argentada, y sobre la misma enroscábase cerúleo dragón de tres cabezas entrelazadas, que nacían de un solo cuello. Cubrió enseguida su cabeza con un casco de doble cimera, cuatro abolladuras y penacho de crines de caballo, que al ondear en lo alto causaba pavor; y asió dos fornidas lanzas de aguzada broncínea punta, cuyo brillo llegaba hasta el cielo. Y Atenea y Hera tronaron en las alturas para honrar al rey de Micenas, rica en oro.

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Cada cual mandó entonces a su auriga que tuviera dispuestos el carro y los corceles junto al foso; salieron todos a pie y armados, y levantóse inmenso viento antes que la aurora despuntara. Delante del foso ordenáronse los infantes, y a éstos siguieron de cerca los que combatían en carros. Y el Cronida promovió entre ellos funesto tumulto y dejó caer desde el éter sanguinoso rocío porque había de precipitar al Hades a muchas y valerosas almas.

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Los troyanos pusiéronse también en orden de batalla en una eminencia de la llanura, alrededor del gran Héctor, del eximio Polidamante, de Eneas, honrado como un dios por el pueblo troyano, y de los tres Antenóridas: Pólibo, el divino Agenor y el joven Acamante, que parecía un inmortal. Héctor, armado de un escudo liso, llegó con los primeros combatientes. Cual astro funesto, que unas veces brilla en el cielo y otras se oculta detrás de las pardas nubes; así Héctor, ya aparecía entre los delanteros, ya se mostraba entre los últimos, siempre dando órdenes y brillando por la armadura de bronce como el relámpago del padre Zeus, que lleva la égida.

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Como los segadores caminan en direcciones opuestas por los surcos de un campo de trigo o de cebada de un hombre opulento, y los manojos de espigas caen espesos, de la misma manera, troyanos y aqueos se acometían y mataban, sin pensar en la perniciosa fuga. Igual andaba la pelea, y como lobos se embestían. Gozábase en verlos la luctuosa Discordia, única deidad que se hallaba entre los combatientes; pues los demás dioses permanecían quietos en los hermosos palacios que se les había construido en los valles del Olimpo y todos acusaban al Cronida, el dios de las sombrías nubes, porque queria coneeder la victoria a los troyanos. Mas el padre no se cuidaba de ellos; y, sentado aparte, ufano de su gloria, contemplaba la ciudad troyana, las naves aqueas, el brillo del bronce, a los que mataban y a los que la muerte recibían.

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Al amanecer y mientras iba aumentando la luz del sagrado día, los tiros alcanzaban por igual a unos y a otros y los hombres caían. Cuando llegó la hora en que el leñador prepara el almuerzo en la espesura del monte, porque tiene los brazos cansados de cortar grandes árboles, siente fatiga en su corazón y el dulce deseo de la comida le ha llegado al alma, los dánaos, exhortándose mutuamente por las filas y peleando con bravura, rompieron las falanges teucras. Agamenón, que fue el primero en arrojarse a ellas, mató primeramente a Biánor, pastor de hombres, y después a su compañero Oileo, hábil jinete. Éste se había apeado del carro para sostener el encuentro, pero el Atrida le hundió en la frente la aguzada pica, que no fue detenida por el casco del duro bronce, sino que pasó a través del mismo y del hueso, conmovióle el cerebro y postró al guerrero cuando contra aquél arremetía. Después de quitarles a entrambos la coraza, Agamenón, rey de hombres, dejólos allí, con el pecho al aire, y fue a dar muerte a Iso y a Antifo, hijos bastardo y legítimo, respectivamente, de Príamo, que iban en el mismo carro. El bastardo guiaba y el ilustre Antifo combatía. En otro tiempo Aquiles, habiéndolos sorprendido en un bosque del Ida, mientras apacentaban ovejas, atólos con tiernos mimbres; y luego, pagado el rescate, los puso en libertad. Mas entonces el poderoso Agamenón Atrida le envainó a Iso la lanza en el pecho, sobre la tetilla, y a Antifo lo hirió con la espada en la oreja y lo derribó del carro. Y, al ir presuroso a quitarles las magníficas armaduras, los reconoció; pues los había visto en las veleras naves cuando Aquiles, el de los pies ligeros, se los llevó del Ida. Bien así corno un león penetra en la guarida de una ágil cierva, se echa sobre los hijuelos y despedazándolos con los fuertes dientes les quita la tierna vida, y la madre no puede socorrerlos, aunque esté cerca, porque le da un gran temblor, y atraviesa, azorada y sudorosa, selvas y espesos encinares, huyendo de la acometida de la terrible fiera; tampoco los troyanos pudieron librar a aquéllos de la muerte, porque a su vez huían delante de los argivos.

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Alcanzó luego el rey Agamenón a Pisandro y al intrépido Hipóloco, hijos del aguerrido Antímaco (éste, ganado por el oro y los espléndidos regalos de Alejandro, se oponía a que Helena fuese devuelta al rubio Menelao): ambos iban en un carro, y desde su sitio procuraban guiar los veloces corceles, pues habían dejado caer las lustrosas riendas y estaban aturdidos. Cuando el Atrida arremetió contra ellos, cual si fuese un león, arrodilláronse en el carro y así le suplicaron:

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—Haznos prisioneros, hijo de Atreo, y recibirás digno rescate. Muchas cosas de valor tiene en su casa Antímaco: bronce, oro, hierro labrado; con ellas nuestro padre lo pagaría inmenso rescate, si supiera que estamos vivos en las naves aqueas.

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Con tan dulces palabras y llorando hablaban al rey, pero fue amarga la respuesta que escucharon:

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—Pues si sois hijos del aguerrido Antímaco que aconsejaba en el ágora de los troyanos matar a Menelao y no dejarle volver a los aqueos, cuando vino a título de embajador con el deiforme Ulises, ahora pagaréis la insolente injuria que nos infirió vuestro padre.

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Dijo, y derribó del carro a Pisandro: diole una lanzada en el pecho y lo tumbó de espaldas. De un salto apeóse Hipóloco, y ya en tierra, Agamenón le cercenó con la espada los brazos y la cabeza, que tiró, haciendola rodar como un montero, por entre las filas. El Atrida dejó a éstos, y seguido de otros aqueos, de hermosas grebas, fuese derecho al sitio donde más falanges, mezclándose en montón confuso, combatían. Los infantes mataban a los infantes, que se veían obligados a huir; los que combatían desde el carro daban muerte con el bronce a los enemigos que así peleaban, y a todos los envolvía la polvareda que en la llanura levantaban con sus sonoras pisadas los caballos. Y el rey Agamenón iba siempre adelante, matando troyanos y animando a los argivos. Como al estallar voraz incendio en un boscaje, el viento hace oscilar las llamas y lo propaga por todas partes, y los arbustos ceden a la violencia del fuego y caen con sus mismas raíces, de igual manera caían las cabezas de los troyanos puestos en fuga por Agamenón Atrida, y muchos caballos de erguido cuello arrastraban con estrépito por el campo los carros vacíos y echaban de menos a los eximios conductores; pero éstos, tendidos en tierra, eran ya más gratos a los buitres que a sus propias esposas.

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A Héctor, Zeus le sustrajo de los tiros, el polvo, la matanza, la sangre y el tumulto; y el Atrida iba adelante, exhortando vehementemente a los dánaos. Los troyanos corrían por la llanura, deseosos de refugiarse en la ciudad, y ya habían dejado a su espalda el sepulcro del antiguo Ilo Dardánida y el cabrahígo; y el Atrida les seguía al alcance, vociferando, con las invictas manos llenas de polvo y sangre. Los que primero llegaron a las puertas Esceas y a la encina detuviéronse para aguardar a sus compañeros, los cuales huían por la llanura como vacas aterrorizadas por un león que, presentándose en la obscuridad de la noche, da cruel muerte a una de ellas, rompiendo su cerviz con los fuertes dientes y tragando su sangre y sus entrañas; del mismo modo el rey Agamenón Atrida perseguía a los troyanos, matando al que se rezagaba, y ellos huían espantados. El Atrida, manejando la lanza con gran furia, derribó a muchos, ya de pechos, ya de espaldas, de sus respectivos carros. Mas cuando le faltaba poco para llegar al alto muro de la ciudad, el padre de los hombres y de los dioses bajó del cielo con el relámpago en la mano, se sentó en una de las cumbres del Ida, abundante en manantiales, y llamó a Iris, la de doradas alas, para que le sirviese de mensajera:

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—¡Anda, ve, rápida Iris! Dile a Héctor estas palabras: Mientras vea que Agamenón, pastor de hombres, se agita entre los combatientes delanteros y destroza filas de hombres, retírese y ordene al pueblo que combata con los enemigos en la encarnizada batalla. Mas así que aquél, herido de lanza o de flecha, suba al carro, le daré fuerzas para matar enemigos hasta que llegue a las naves de muchos bancos, se ponga el sol y comience la sagrada noche.

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Así dijo; y la veloz Iris, de pies ligeros como el viento, no dejó de obedecerlo. Descendió de los montes ideos a la sagrada Ilio, y, hallando al divino Héctor, hijo del belicoso Príamo, de pie en el sólido carro, se detuvo a su lado, y le habló de esta manera:

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—¡Héctor, hijo de Príamo, que en prudencia igualas a Zeus! El padre Zeus me manda para que te diga lo siguiente: Mientras veas que Agamenón, pastor de hombres, se agita entre los combatientes delanteros y destroza sus filas, retírate de la lucha y ordena al pueblo que combata con los enemigos en la encarnizada batalla. Mas así que aquél, herido de lanza o de flecha, suba al carro, te dará fuerzas para matar enemigos hasta que llegues a las naves de muchos bancos, se ponga el sol y comience la sagrada noche.

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Cuando Iris, la de los pies ligeros, hubo dicho esto, se fue. Héctor saltó del carro al suelo sin dejar las armas; y, blandiendo afiladas picas, recorrió el ejército, animóle a luchar y promovió una terrible pelea. Los troyanos volvieron la cara a los aqueos para embestirlos; los argivos, por su parte, cerraron las filas de las falanges; reanudóse el combate, y Agamenón acometió el primero, porque deseaba adelantarse a todos en la batalla.

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Decidme ahora, Musas, que poseéis olímpicos palacios, cuál fue el primer troyano o aliado ilustre que a Agamenón se opuso.

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Fue Ifidamante Antenórida, valiente y alto de cuerpo, que se había criado en la fértil Tracia, madre de ovejas. Era todavía niño cuando su abuelo materno Ciseo, padre de Teano, la de hermosas mejillas, lo acogió en su casa; y así que hubo llegado a la gloriosa edad juvenil, lo conservó a su lado, dándole a su hija en matrimonio. Apenas casado, Ifidamante tuvo que dejar el tálamo para ir a guerrear contra los aqueos: llegó por mar hasta Percote, dejó allí las doce corvas naves que mandaba y se encaminó por tierra a Ilio. Tal era quien salió al encuentro de Agamenón Atrida. Cuando ambos se hallaron frente a frente, acometiéronse, y el Atrida erró el tiro, porque la lanza se le desvió; Ifidamante dio con la pica un bote en la cintura de Agamenón, más abajo de la coraza, y, aunque empujó el astil con toda la fuerza de su brazo, no logró atravesar el labrado tahalí, pues la punta al chocar con la lámina de plata se torció como plomo. Entonces el poderoso Agamenón asió de la pica, y tirando de ella con la furia de un león, la arrancó de las manos de Ifidamante, a quien hirió en el cuello con la espada, dejándole sin vigor los miembros. De este modo cayó el desventurado para dormir el sueño de bronce, mientras auxiliaba a los troyanos, lejos de su joven y legítima esposa, cuya gratitud no llegó a conocer después que tanto le había dado: habíale regalado cien bueyes y prometido cien mil cabras y mil ovejas de las innumerables que sus pastores apacentaban. El Atrida Agamenón le quitó la magnífica armadura y se la llevó, abriéndose paso por entre los aqueos.

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