La Ilíada (28 page)

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Authors: Homero

Tags: #Clásico

BOOK: La Ilíada
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230
Encarándole la torva vista, respondió Héctor, el de tremolante casco:

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—¡Polidamante! No me place lo que propones y podías haber pensado algo mejor. Si realmente hablas con seriedad, los mismos dioses te han hecho perder el juicio; pues me aconsejas que, olvidando las promesas que Zeus tonante me hizo y ratificó luego, obedezca a las aves aliabiertas, de las cuales no me cuido ni en ellas paro mientes, sea que vayan hacia la derecha por donde aparecen la aurora y el sol, sea que se dirijan a la izquierda, al tenebroso ocaso. Confiemos en las promesas del gran Zeus, que reina sobre todos, mortales e inmortales. El mejor agüero es éste: combatir por la patria. ¿Por qué te dan miedo el combate y la pelea? Aunque los demás fuéramos muertos en las naves argivas, no debieras temer por tu vida; pues ni tu corazón es belicoso, ni te permite aguardar a los enemigos. Y si dejas de luchar, o con tus palabras logras que otro se abstenga, pronto perderás la vida, herido por mi lanza.

251
Así, habiendo hablado, echó a andar. Siguiéronlo todos con fuerte gritería, y Zeus, que se complace en lanzar rayos, enviando desde los montes ideos un viento borrascoso, levantó gran polvareda en las naves, abatió el ánimo de los aqueos, y dio gloria a los troyanos y a Héctor, que, fiados en las prodigiosas señales del dios y en su propio valor, intentaban romper la gran muralla aquea. Arrancaban las almenas de las torres, demolían los parapetos y derribaban los zócalos salientes que los aqueos habían hecho estribar en el suelo para que sostuvieran las torres. También tiraban de éstas, con la esperanza de romper el muro de los aqueos. Mas los dánaos no les dejaban libre el camino, y, protegiendo los parapetos con boyunas pieles, herían desde allí a los enemigos que al pie de la muralla se encontraban.

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Los dos Ayantes recorrían las torres, animando a los aqueos y excitando su valor; a todas partes iban, y a uno le hablaban con suaves palabras y a otro le reñían con duras frases porque flojeaba en el combate:

2H —¡Oh amigos, ya entre los argivos seáis los preeminentes, los mediocres o los peores, pues no todos los hombres son iguales en la guema! Ahora el trabajo es común a todos y vosotros mismos lo conocéis. Nadie se vuelva atrás, hacia los bajeles, por oír las amenazas de un troyano; id adelante y animaos mutuamente, por si Zeus olímpico, fulminador, nos permite rechazar el ataque y perseguir a los enemigos hasta la ciudad.

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Dando tales voces animaban a los aqueos para que combatieran. Cuan espesos caen los copos de nieve cuando en un día de invierno Zeus decide nevar, mostrando sus armas a los hombres, y, adormeciendo los vientos, nieva incesantemente hasta que cubre las cimas y los riscos de los montes más altos, las praderas cubiertas de loto y los fértiles campos cultivados por el hombre, y la nieve se extiende por los puertos y playas del espumoso mar, y únicamente la detienen las olas, pues todo lo restante queda cubierto cuando arrecia la nevada de Zeus, así, tan espesas, volaban las piedras por ambos lados, las unas hacia los troyanos y las otras de éstos a los aqueos, y el estrépito se elevaba sobre todo el muro.

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Mas los troyanos y el esclarecido Héctor no habrían roto aún las puertas de la muralla y el gran cerrojo, si el próvido Zeus no hubiese incitado a su hijo Sarpedón contra los argivos, como a un león contra bueyes de retorcidos cuernos. Sarpedón levantó enseguida el escudo liso, hermoso, protegido por planchas de bronce, obra de un broncista que sujetó muchas pieles de buey con varitas de oro prolongadas por ambos lados hasta el borde circular; alzando, pues, la rodela y blandiendo un par de lanzas, se puso en marcha como el montaraz león que en mucho tiempo no ha probado la carne y su ánimo audaz le impele a acometer un rebaño de ovejas yendo a la alquería sólidamente construida; y, aunque en ella encuentre pastores que, armados con venablos y provistos de perros, guardan las ovejas, no quiere que lo echen del establo sin intentar el ataque, hasta que, saltando dentro, o consigue hacer presa o es herido por un venablo que ágil mano le arroja; del mismo modo, el deiforme Sarpedón se sentía impulsado por su ánimo a asaltar el muro y destruir los parapetos. Y enseguida dijo a Glauco, hijo de Hipóloco:

310
—¡Glauco! ¿Por qué a nosotros nos honran en la Licia con asientos preferentes, manjares y copas de vino, y todos nos miran como a dioses, y poseemos campos grandes y magníficos a orillas del Janto, con viñas y tierras de pan llevar? Preciso es que ahora nos sostengamos entre los más avanzados y nos lancemos a la ardiente pelea, para que diga alguno de los licios, armados de fuertes corazas: «No sin gloria imperan nuestros reyes en la Licia; y si comen pingües ovejas y beben exquisito vino, dulce como la miel, también son esforzados, pues combaten al frente de los licios». ¡Oh amigo! Ojalá que, huyendo de esta batalla, nos libráramos para siempre de la vejez y de la muerte, pues ni yo me batiría en primera fila, ni lo llevaría a la lid, donde los varones adquieren gloria; pero, como son muchas las clases de muerte que penden sobre los mortales, sin que éstos puedan huir de ellas ni evitarlas, vayamos y daremos gloria a alguien, o alguien nos la dará a nosotros.

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Así dijo; y Glauco ni retrocedió ni fue desobediente. Ambos fueron adelante en línea recta, siguiéndoles la numerosa hueste de los iicios. Estremecióse al advertirlo Menesteo, hijo de Péteo, pues se encaminaban hacia su torre, llevando consigo la ruina. Ojeó la cohorte de los aqueos, por si divisaba a algún jefe que librara del peligro a los compañeros, y distinguió a entrambos Ayantes, incansables en el combate, y a Teucro, recién salido de la tienda, que se hallaban cerca. Pero no podía hacerse oír por más que gritara, porque era tanto el estrépito, que el ruido de los escudos al parar los golpes, el de los cascos guarnecidos con crines de caballo, y el de las puertas, llegaba al cielo; todas las puertas se hallaban cerradas, y los troyanos, detenidos por las mismas, intentaban penetrar rompiéndolas a viva fuerza. Y Menesteo decidió enviar a Tootes, el heraldo, para que llamase a Ayante:

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—Ve, divino Tootes, y llama corriendo a Ayante, o mejor a los dos; esto sería preferible, pues pronto habrá aquí gran estrago. ¡Tal carga dan los caudillos licios, que siempre han sido sumamente impetuosos en las encarnizadas peleas! Y si también allí se ha promovido recio combate, venga por lo menos el esforzado Ayante Telamonio y sígalo Teucro, excelente arquero.

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Así dijo; y el heraldo oyólo y no desobedeció. Fuese corriendo a lo largo del muro de los aqueos, de broncíneas corazas, se detuvo cerca de los Ayantes, y les habló en estos términos:

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—.—¡Ayantes, jefes de los argivos, de broncíneas corazas! El caro hijo de Péteo, alumno de Zeus, os ruega que vayáis a tener parte en la refriega, aunque sea por breve tiempo. Que fuerais los dos, sería preferible; pues pronto habrá allí gran estrago. ¡Tal carga dan los caudillos licios, que siempre han sido sumamente impetuosos en las encarnizadas peleas! Y si también aquí se ha promovido recio combate, vaya por lo menos el esforzado Ayante Telamonio y sígalo Teucro, excelente arquero.

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Así habló; y el gran Ayante Telamonio no fue desobediente. En el acto dijo al Oilíada estas aladas palabras:

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—¡Ayante! Vosotros, tú y el fuerte Licomedes, seguid aquí y alentad a los dánaos para que peleen con denuedo. Yo voy allá, combatiré con aquéllos, y volveré tan pronto como los haya socorrido.

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Así habiendo hablado, Ayante Telamonio partió y con él fueron Teucro, su hermano de padre, y Pandión, que llevaba el corvo arco de Teucro. Llegaron a la torre del magnánimo Menesteo, y, penetrando en el muro, se unieron a los defensores que ya se veían acosados; pues los caudillos y esforzados príncipes de los licios asaltaban los parapetos como un obscuro torbellino. Trabaron el combate y se produjo gran vocerío.

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Fue Ayante Telamonio el primero que mató a un hombre, al magnánimo Epicles, compañero de Sarpedón, arrojándole una piedra grande y áspera que había dentro del muro, en la parte más alta, cerca del parapeto. Difícilmente habría podido sospesarla con ambas manos uno de los actuales jóvenes, y aquél la levantó y, tirándola desde lo alto a Epicles, rompióle el casco de cuatro abolladuras y aplastóle los huesos de la cabeza; el troyano cayó de la elevada torre como salta un buzo, y el alma separóse de los miembros. Teucro, desde lo alto de la muralla, disparó una flecha a Glauco, esforzado hijo de Hipóloco, que valeroso acometía; y, dirigiéndola adonde vio que el brazo aparecía desnudo, lo puso fuera de combate. Saltó Glauco y se alejó del muro, ocultándose para que ningún aqueo, al advertir que estaba herido, profiriera jactanciosas palabras. Apesadumbróse Sarpedón al notario; mas no por esto se olvidó de la pelea, pues, habiendo alcanzado a Alcmaón Testórida, le envasó la lanza, que al punto volvió a sacar: el guerrero, siguiendo la lanza, dio de cara en el suelo, y las broncíneas labradas armas resonaron. Después, cogiendo con sus robustas manos un parapeto, tiró del mismo y lo arrancó entero; quedó el muro desguarnecido en su parte superior y con ello se abrió camino para muchos.

400
Pero en el mismo instante acertáronle a Sarpedón Ayante y Teucro: éste atravesó con una flecha el lustroso correón del gran escudo, cerca del pecho; mas Zeus apartó de su hijo las parcas, para que no sucumbiera junto a las naves; Ayante, arremetiendo, dio un bote de lanza en el escudo: la punta no lo atravesó, pero hizo vacilar al héroe cuando se disponía para el ataque. Sarpedón se apartó un poco del parapeto, pero no se retiró del todo, porque en su ánimo deseaba alcanzar gloria. Y volviéndose a los licios, iguales a los dioses, los exhortó diciendo:

409
—¡Oh licios! ¿Por qué se afloja tanto vuestro impetuoso valor? Difícil es que yo solo, aunque haya roto la muralla y sea valiente, pueda abrir camino hasta las naves. Ayudadme todos, pues la obra de muchos siempre resulta mejor.

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Así habló. Los licios, temiendo la reconvención del rey, junto con éste y con mayores bríos que antes, cargaron a los argivos; quienes, a su vez, cerraron las filas de las falanges dentro del muro, porque era grande la acción que se les presentaba. Y ni los bravos licios, a pesar de haber roto el muro de los dánaos, lograban abrirse paso hasta las naves; ni los belicosos dánaos podían rechazar de la muralla a los licios desde que a la misma se habían acercado. Como dos hombres altercan, con la medida en la mano, sobre los lindes de campos contiguos y se disputan un pequeño espacio, así, licios y dánaos estaban separados por los parapetos, y por cima de los mismos hacían chocar delante de los pechos las rodelas de boyuno cuero y los ligeros broqueles. Ya muchos combatientes habían sido heridos con el cruel bronce, unos en la espalda, que al volverse dejaron indefensa, otros por entre el mismo escudo. Por doquiera torres y parapetos estaban regados con sangre de troyanos y aqueos. Mas ni aun así los troyanos podían hacer volver la espalda a los aqueos. Como una honrada obrera coge un peso y lana y los pone en los platillos de una balanza, equilibrándolos hasta que quedan iguales, para llevar a sus hijos el miserable salario, así el combate y la pelea andaban iguales para unos y otros, hasta que Zeus quiso dar excelsa gloria a Héctor Priámida, el primero que asaltó el muro aqueo. El héroe, con pujante voz, gritó a los troyanos:

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—¡Acometed, troyanos domadores de caballos! Romped el muro de los argivos y arrojad a las naves el fuego abrasador.

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Así dijo para excitarlos. Escucháronlo todos; y reunidos fuéronse derechos al muro, subieron y pasaron por encima de las almenas, llevando siempre en las manos las afiladas lanzas.

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Héctor cogió entonces una piedra de ancha base y aguda punta que había delante de la puerta: dos de los más forzudos hombres del pueblo, tales como son hoy, con dificultad hubieran podido cargarla en un carro; pero aquél la manejaba fácilmente porque el hijo del artero Crono la volvió liviana. Bien así como el pastor lleva en una mano el vellón de un carnero, sin que el peso lo fatigue, Héctor, alzando la piedra, la conducía hacia las tablas que fuertemente unidas formaban las dos hojas de la alta puerta y estaban aseguradas por dos cerrojos puestos en dirección contraria, que abría y cerraba una sola llave. Héctor se detuvo delante de la puerta, separó los pies, y, estribando en el suelo para que el golpe no fuese débil, arrojó la piedra al centro de aquélla: rompiéronse ambos quiciales, cayó la piedra dentro por su propio peso, recrujieron las tablas, y, como los cerrojos no ofrecieron bastante resistencia, desuniéronse las hojas y cada una fue por su lado, al impulso de la piedra. El esclarecido Héctor, que por su aspecto a la rápida noche semejaba, saltó al interior: el bronce relucía de un modo terrible en torno de su cuerpo, y en la mano llevaba dos lanzas. Nadie, a no ser un dios, hubiera podido salirle al encuentro y detenerlo cuando traspuso la puerta. Sus ojos brillaban como el fuego. Y volviéndose a la turba, alentaba a los troyanos para que pasaran la muralla. Obedecieron, y mientras unos asaltaban el muro, otros afluían a las bien construidas puertas. Los dánaos refugiáronse en las cóncavas naves y se promovió un gran tumulto.

Canto XIII*
Batalla junto a las naves

* Zeus, cuya voluntad dirigía los acontecimientos, abandona de momento sus planes, y Poseidón aprovecha la circunstancia para organizar la resistencia en el bando aqueo. Al sufrir la presión de los troyanos por la izquierda y por el centro, inician el contraataque por la derecha.

1
Cuando Zeus hubo acercado a Héctor y los troyanos a las naves, dejó que sostuvieran el trabajo y la fatiga de la batalla, y, volviendo a otra parte sus ojos refulgentes, miraba a lo lejos la tierra de los tracios, diestros jinetes; de los misios, que combaten de cerca; de los ilustres hipomolgos, que se alimentan con leche; y de los abios, los más justos de los hombres. Y ya no volvió a poner los brillantes ojos en Troya, porque su corazón no temía que inmortal alguno fuera a socorrer ni a los troyanos ni a los dánaos.

10
Pero no en vano el poderoso Poseidón, que bate la tierra, estaba al acecho en la cumbre más alta de la selvosa Samotracia contemplando la lucha y la pelea. Desde allí se divisaba todo el Ida, la ciudad de Príamo y las naves aqueas. En aquel sitio habíase sentado Poseidón al salir del mar; y compadecía a los aqueos, vencidos por los troyanos, a la vez que cobraba gran indignación contra Zeus.

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