La insoportable levedad del ser (25 page)

BOOK: La insoportable levedad del ser
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Está solo en casa y mira a través del patio la sucia pared del edificio de enfrente. Extraña a aquel hombre alto de la barba larga, a sus amigos, a los que no conoce y entre los cuales no se cuenta. Se siente como si hubiera encontrado en el andén a una hermosa desconocida y, antes de haber podido dirigirle la palabra, ella hubiera subido al coche-cama en dirección de Estambul o Lisboa.

Trató de recapacitar sobre lo que hubiera sido correcto hacer. Aunque procuraba dejar de lado todo lo que tenía que ver con los sentimientos (la admiración que sentía por el redactor o la irritación que le producía el hijo), no estaba seguro todavía de si debía haber firmado el texto que le presentaron.

¿Es correcto levantar la voz cuando a uno lo acallan? Sí.

Pero por otra parte: ¿Por qué le habían dedicado tanto espacio los periódicos a aquella petición? La prensa (totalmente manipulada por el Estado) podía haber mantenido un silencio absoluto sobre el asunto y nadie se hubiera enterado. ¡Si había hablado de la petición era porque les había hecho el juego a los que gobernaban el país! Les había llegado como caída del cielo para justificar y poner en marcha una nueva serie de persecuciones.

¿Qué era entonces lo correcto? ¿Firmar o no firmar?

La pregunta puede formularse también del siguiente modo: ¿Es mejor gritar y acelerar así la propia muerte? ¿O callar y lograr así una muerte más lenta?

¿Puede haber alguna respuesta para estas preguntas?

Y se le vuelve a ocurrir una idea que ya conocemos: La vida humana acontece sólo una vez y por eso nunca podremos averiguar cuáles de nuestras decisiones fueron correctas y cuáles fueron incorrectas. En la situación dada sólo hemos podido decidir una vez y no nos ha sido dada una segunda, una tercera, una cuarta vida para comparar las distintas decisiones.

Con la historia sucede algo semejante a lo que ocurre con la vida. La historia de los checos es sólo una. Un día concluirá, igual que la vida de Tomás, y nunca podrá ya repetirse por segunda vez.

En 1618 los estados checos le plantaron cara a la situación, decidieron defender sus libertades religiosas, se enfadaron con el emperador que residía en Viena y tiraron por la ventana del castillo de Praga a dos de sus altos funcionarios. Así empezó la guerra de los treinta años que condujo a la casi completa destrucción de la nación checa. ¿Debieron haber tenido los checos en aquella ocasión más prudencia que arrojo? La respuesta parece sencilla, pero no lo es.

Trescientos años más tarde, en 1938, tras la conferencia de Munich, el mundo decidió sacrificar su país a Hitler. ¿Debieron haber intentado luchar por su propia cuenta contra una fuerza ocho veces superior? A diferencia de 1618, aquella vez tuvieron más prudencia que arrojo. Con su capitulación empezó la segunda guerra mundial que condujo a la pérdida definitiva de la libertad de la nación por muchos decenios o siglos. ¿Debieron haber tenido entonces más arrojo que prudencia? ¿Qué debían haber hecho?

Si la historia de Bohemia pudiera repetirse, sería sin duda bueno intentar la otra eventualidad y comparar después los resultados. Sin un experimento de este tipo, todas las reflexiones no son más que un juego de hipótesis.

Einmal ist keinmal. Lo que sólo ocurre una vez es como si no hubiera ocurrido. La historia de los checos no se repetirá por segunda vez, la de Europa tampoco. La historia de los checos y la de Europa son dos bocetos dibujados por la fatal inexperiencia de la humanidad. La historia es igual de leve que una vida humana singular, insoportablemente leve, leve como una pluma, como el polvo que flota, como aquello que mañana ya no existirá.

Tomás se acordó una vez más, con cierta nostalgia, casi con amor, del alto y encorvado redactor. Aquel hombre actuaba como si la historia no fuese sólo un boceto, sino un cuadro terminado. Actuaba como si todo lo que hacía tuviera que repetirse incontables veces en un eterno retorno y como si estuviera seguro de que nunca dudaría de lo que había hecho. Estaba convencido de que tenía razón y no creía que eso fuera un síntoma de limitación mental, sino un signo de virtud. Aquel hombre vivía en una historia distinta de la de Tomás: en una historia que no era un boceto (o que no sabía que lo era).

16

Unos días más tarde se le ocurrió la siguiente idea, que registro como complemento al capítulo anterior:

En el universo existe un planeta en el que todas las personas nacerán por segunda vez. Tendrán entonces plena conciencia de la vida que llevaron en la tierra, de todas las experiencias que allí adquirieron.

Y existe quizás otro planeta en el que todos naceremos por tercera vez, con las experiencias de las dos vidas anteriores.

Y quizás existan más y más planetas en los que la humanidad nazca cada vez con un grado más (con una vida más) de madurez.

Esa es la versión de Tomás del eterno retorno.

Claro que nosotros, aquí, en la tierra (en el planeta número uno, en el planeta de la inexperiencia), sólo podemos imaginar muy confusamente lo que le ocurriría al hombre en los siguientes planetas. ¿Sería más sabio? ¿Es acaso la madurez algo que pueda ser alcanzado por el hombre? ¿Puede lograrla mediante la repetición?

Sólo en la perspectiva de esta utopía pueden emplearse con plena justificación los conceptos de pesimismo y optimismo: optimista es aquel que cree que en el planeta número cinco la historia de la humanidad será ya menos sangrienta. Pesimista es aquel que no lo cree.

17

Julio Verne escribió una famosa novela que Tomás adoraba cuando era niño y que se titula Dos años de vacaciones y, en efecto, dos años son el plazo máximo para unas vacaciones. Tomás llevaba ya tres años limpiando ventanas.

Precisamente por entonces comprobaba (en parte con tristeza, en parte sonriendo calladamente) que estaba ya físicamente cansado (tenía todos los días uno y a veces hasta dos torneos amorosos) y, aun sin perder el apetito, para hacer el amor tenía que poner en juego las últimas fuerzas que le quedaban. (Añado: no se trataba de las fuerzas sexuales, sino de las físicas; no tenía problemas con el sexo, sino con la respiración; y era precisamente eso lo que resultaba un tanto cómico.)

Un día estaba intentando organizar una cita para la tarde, pero, como a veces ocurre, no conseguía localizar por teléfono a ninguna mujer, de modo que la tarde amenazaba con quedar vacía. Estaba desesperado. Ese día llamó unas diez veces a una chica, una encantadora estudiante de arte dramático cuyo cuerpo se había bronceado en alguna de las playas nudistas de Yugoslavia con tal regularidad que parecía que hubiera estado dando vueltas lentamente en algún asador asombrosamente preciso.

La llamó en vano desde todas las tiendas en las que trabajó y al terminar su jornada, alrededor de las cuatro de la tarde, cuando volvía a la oficina a entregar las facturas firmadas, lo detuvo de pronto en una calle del centro de Praga una mujer desconocida. Le sonrió:

—Doctor, ¿dónde se había metido? ¡Lo había perdido completamente de vista!

Tomás se esforzaba por recordar de dónde la conocía. ¿Sería una antigua paciente? Se comportaba como si fueran amigos íntimos. El trataba de comportarse de modo que ella no advirtiera que no la había reconocido. Estaba pensando en cómo convencerla para que fuera con él al piso del amigo, cuyas llaves llevaba en el bolsillo, cuando por un comentario casual comprendió quién era aquella mujer: era la estudiante de arte dramático, maravillosamente bronceada, a la que había estado llamando desesperadamente por teléfono durante todo el día.

Aquella historia le hizo reír y le aterró: no sólo está cansado física, sino también psíquicamente; dos años de vacaciones no pueden prolongarse indefinidamente.

18

Las vacaciones sin quirófano eran también vacaciones sin Teresa: durante seis días a la semana apenas se veían y sólo estaban juntos el domingo. A pesar de que los dos deseaban estar juntos, tenían que ir acercándose desde una gran distancia, poco más o menos como cuando él volvió al lado de ella desde Zurich. Hacer el amor les producía placer pero no les daba consuelo. Ella ya no gritaba y en el momento del orgasmo su cara parecía expresar dolor y una extraña ausencia. Sólo mientras dormían permanecían cada noche tiernamente unidos. Se cogían de la mano y ella olvidaba el abismo (el abismo de la luz del día) que les separaba. Pero las noches no bastaban para que la protegiera y la cuidara. Cuando la veía por la mañana se le encogía el corazón con un nuevo temor: tenía mal aspecto y parecía enferma.

Un domingo ella le pidió que fueran a dar un paseo en coche fuera de Praga. Llegaron al balneario en el que vieron todas las calles con los nombres cambiados por nombres rusos y se encontraron con el antiguo paciente de Tomás. Aquel encuentro le afectó mucho. De pronto alguien volvía a hablarle como a un médico y él sentía la voz distante de su antigua vida, con su agradable regularidad, con la atención a los enfermos, con sus miradas llenas de confianza, a las que no parecía prestar atención pero que en realidad le producían placer y que ahora añoraba.

Volvían en coche a casa y Tomás iba pensando que el regreso de Zurich a Praga había sido para ellos un error catastrófico. Miraba fijamente la carretera porque no quería ver a Teresa. Sentía rabia hacia ella. La presencia de ella a su lado aparecía ahora en toda su insoportable casualidad. ¿Por qué estaba junto a él? ¿Quién la había metido en el cesto y la había enviado río abajo? ¿Y por qué la habían mandado precisamente a la orilla de su cama? ¿Y por qué precisamente a ella y no a alguna otra mujer?

Durante todo el camino ninguno de los dos habló.

Regresaron a casa y cenaron en silencio.

El silencio yacía entre ellos como una desgracia. Era cada minuto más pesado. Para librarse de él fueron pronto a dormir. Por la noche la despertó, ella lloraba en sueños.

Le contó: «Estaba enterrada. Hace ya tiempo. Venías a verme todas las semanas. Siempre golpeabas con los nudillos en la tumba y yo salía. Tenía los ojos llenos de tierra.

»Decías: 'Así no puedes ver' y me quitabas la tierra de los ojos.

»Y yo te decía: 'De todos modos no veo. Si tengo agujeros en vez de ojos'.

»Y un día te fuiste y no volviste durante mucho tiempo y yo sabía que estabas con otra mujer. Pasaban las semanas y tú no volvías. Tenía miedo de no verte y por eso no dormía nunca. Por fin volviste a llamar a la tumba, pero yo estaba tan cansada después de un mes sin dormir que no tenía fuerzas para salir a la superficie. Cuando lo conseguí, tu me miraste decepcionado. Me dijiste que tenía muy mal aspecto. Sentí que te desagradaba terriblemente, que tenía la cara hundida y hacía unos gestos muy bruscos.

»Te pedí disculpas: 'No te enfades, no he dormido en todo el tiempo'.

»Y tú dijiste con voz falsa, tranquilizadora: 'Ya ves. Tienes que descansar. Deberías tomarte un mes de vacaciones'.

»Y yo sabía perfectamente qué querías decir con lo de las vacaciones. Sabía que no querías verme en todo el mes porque estarías con otra mujer. Te fuiste y yo bajé a la tumba y sabía que pasaría otro mes sin dormir para estar despierta cuando vinieses y que, cuando llegases al cabo de un mes, estaría aún más fea que hoy y que tu estarías aún más decepcionado.»

No había oído nunca un relato más torturado que aquél. Apretó a Teresa contra su pecho, sintió su cuerpo que temblaba y le pareció que era incapaz de soportar su amor.

La tierra puede estremecerse por las explosiones de las bombas, la patria puede ser expoliada cada día por un invasor distinto, todos los habitantes de la calle contigua pueden ser conducidos ante el pelotón de ejecución, todo eso lo soportaría con mucha mayor facilidad de lo que estaría dispuesto a reconocer. Pero era incapaz de soportar la tristeza de un solo sueño de Teresa.

Regresó al interior del sueño del que ella le había hablado. Se imaginaba que le acariciaba la cara y, disimuladamente, para que no se diese cuenta, le quitaba la tierra de las órbitas de los ojos. Después oyó que le decía aquella frase increíblemente torturada: «De todos modos no veo. En vez de ojos tengo agujeros».

El corazón se le estrechaba de tal modo que creyó que estaba al borde del infarto.

Teresa había vuelto a dormirse pero él no podía conciliar el sueño. Se imaginaba su muerte. Está muerta y tiene pesadillas; pero como está muerta él no puede despertarla. Sí, eso es la muerte: Teresa duerme, tiene pesadillas, pero él no puede despertarla.

19

En los cinco años que han pasado desde que el ejército ruso invadió la patria de Tomás, Praga ha cambiado mucho: la gente a la que Tomás encontraba por la calle era distinta de la de antes. La mitad de sus amigos había emigrado y de la mitad que se había quedado la mitad había muerto. Ese es un hecho que no será registrado por ningún historiador: los años que siguieron a la invasión rusa fueron años de entierros; la frecuencia de los fallecimientos fue mucho mayor que antes. No hablo sólo de los casos (más bien infrecuentes) en los que alguien era perseguido hasta la muerte, como Jan Prochazka. A los catorce días de que la radio emitiera a diario sus conversaciones privadas, ingresó en el hospital. El cáncer que probablemente dormitaba desde antes en su cuerpo floreció de pronto como una rosa. Le operaron en presencia de la policía que, cuando comprobó que el novelista estaba condenado a muerte, cesó de interesarse por él y le dejó morir en brazos de su mujer. Pero también morían los que no eran directamente perseguidos por nadie. La desesperanza que se había apoderado del país penetraba por las almas hasta los cuerpos y los destrozaba. Algunos huían desesperadamente del favor del régimen que quería obsequiarles honores y obligarles así a aparecer junto a los nuevos gobernantes. Así murió, huyendo del amor del partido, el poeta Frantisek Hrubin. El ministro de Cultura, ante el cual se escondía desesperadamente, lo alcanzó cuando ya estaba en el ataúd. Pronunció ante él un discurso sobre el amor del poeta a la Unión Soviética. Quizá pretendiera despertar a Hrubin con aquel escándalo. Pero el mundo era tan feo que nadie tenía ganas de levantarse de entre los muertos.

Tomás fue al crematorio a presenciar el funeral por un famoso biólogo expulsado de la Academia de Ciencias. En la nota necrológica no se permitió publicar la hora de las honras fúnebres para que el acto no se convirtiese en una manifestación, y sus deudos no se enteraron hasta el último momento de que la cremación sería a las seis y media de la mañana.

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