La insoportable levedad del ser (28 page)

BOOK: La insoportable levedad del ser
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¿Cómo sabía aquel senador que los niños son la felicidad? ¿Es que podía ver sus almas? ¿Y si en el momento en que desaparecieran de su vista, tres de ellos se lanzaran sobre el cuarto y empezaran a pegarle?

El senador tenía un solo argumento para su afirmación: sus sentimientos. Allí donde habla el corazón es de mala educación que la razón lo contradiga. En el reino del kitsch impera la dictadura del corazón.

Por supuesto el sentimiento que despierta el kitsch debe poder ser compartido por gran cantidad de gente. Por eso el kitsch no puede basarse en una situación inhabitual, sino en imágenes básicas que deben grabarse en la memoria de la gente: la hija ingrata, el padre abandonado, los niños que corren por el césped, la patria traicionada, el recuerdo del primer amor.

El kitsch provoca dos lágrimas de emoción, una inmediatamente después de la otra. La primera lagrima dice: ¡Qué hermoso, los niños corren por el césped!

La segunda lágrima dice: ¡Qué hermoso es estar emocionado junto con toda la humanidad al ver a los niños corriendo por el césped!

Es la segunda lágrima la que convierte el kitsch en kitsch.

La hermandad de todos los hombres del mundo sólo podrá edificarse sobre el kitsch.

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Nadie lo sabe mejor que los políticos. Cuando hay una cámara fotográfica cerca, corren en seguida hacia el niño más próximo para levantarlo y besarle la mejilla. El kitsch es el ideal estético de todos los políticos, de todos los partidos políticos y de todos los movimientos.

En una sociedad en la que existen conjuntamente diversas corrientes políticas y en la que sus influencias se limitan o se eliminan mutuamente, podemos escapar más o menos de la inquisición del kitsch; el individuo puede conservar sus peculiaridades y el artista crear obras inesperadas. Pero allí donde un solo movimiento político tiene todo el poder, nos encontramos de pronto en el imperio del kitsch totalitario.

Cuando digo totalitario, eso significa que todo lo que perturba al kitsch queda excluido de la vida: cualquier manifestación de individualismo (porque toda diferenciación es un escupitajo a la cara de la sonriente fraternidad), cualquier duda (porque el que empieza dudando de pequeñeces termina dudando de la vida como tal), la ironía (porque en el reino del kitsch hay que tomárselo todo en serio) y hasta la madre que abandona a su familia o el hombre que prefiere a los hombres y no a las mujeres y pone así en peligro la consigna sagrada «amaos y multiplicaos».

Desde ese punto de vista podemos considerar al denominado gulag como una especie de fosa higiénica a la que el kitsch totalitario arroja los desperdicios.

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El primer decenio posterior a la segunda guerra mundial fue el período más horrible del terror estalinista. Fue entonces cuando detuvieron por alguna tontería al padre de Teresa y echaron de la casa a su hijita, que tenía diez años. En la misma época Sabina, a sus veinte años, estudiaba en la Academia de Bellas Artes. El profesor de marxismo le explicaba a ella y a sus condiscípulos esta tesis del arte socialista: la sociedad soviética ha llegado tan lejos que la contradicción básica ya no se da allí entre el bien y el mal, sino entre lo bueno y lo mejor. Por eso la mierda (es decir, lo que es esencialmente inaceptable) sólo podía existir en «otra parte» (por ejemplo, en América) y sólo desde allá, desde fuera, como algo extraño (por ejemplo, en forma de espías), podía introducirse en el mundo de «los buenos y los mejores».

En efecto, las películas soviéticas, que precisamente en aquella época extremadamente cruel inundaron los cines de todos los países comunistas, estaban impregnadas de una increíble inocencia. El mayor conflicto que podía producirse entre dos rusos era un malentendido amoroso: él cree que ella ya no le quiere y ella opina lo mismo de él. Al final caen uno en los brazos del otro y gotean lágrimas de felicidad.

La interpretación convencional de aquellas películas es actualmente la siguiente: mostraban el ideal comunista mientras la realidad comunista era peor.

Sabina protestaba siempre por semejante interpretación. Cuando se imaginaba que el mundo del kitsch soviético tuviera que hacerse realidad y que a ella pudiera tocarle vivir en él, sentía escalofríos. Daba prioridad, sin la menor vacilación, al régimen comunista verdadero, con todas sus persecuciones y sus colas para comprar carne. En el mundo comunista real se puede vivir. En el mundo del ideal comunista hecho realidad, en ese mundo de idiotas sonrientes, con los que no sería capaz de cambiar ni una palabra, moriría de horror en una semana.

Me parece que la sensación que despertaba en Sabina el kitsch soviético era semejante al horror que experimentaba Teresa en el sueño cuando marchaba con las mujeres desnudas alrededor de la piscina y tenía que cantar canciones alegres. Bajo la superficie del agua flotaban los cadáveres. Teresa no podía dirigirle a ninguna de las mujeres ni una sola palabra, ni una sola pregunta. Por respuesta no hubiera oído más que otra estrofa de la canción. Ni siquiera podía hacerle un guiño secreto a alguna de las mujeres. En seguida hubieran empezado a hacerle señas al hombre que estaba de pie en el cesto sobre la piscina para que la matase.

El sueño de Teresa descubre la verdadera función del kitsch: el kitsch es un biombo que oculta la muerte.

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En el imperio del kitsch totalitario las respuestas están dadas de antemano y eliminan la posibilidad de cualquier pregunta. De ello se desprende que el verdadero enemigo del kitsch totalitario es el hombre que pregunta. La pregunta es como un cuchillo que rasga el lienzo de la decoración pintada, para que podamos ver lo que se oculta tras ella. Así fue, por lo demás, cómo Sabina le explicó una vez a Teresa el sentido de sus cuadros: delante hay una mentira comprensible y tras ella reluce una verdad incomprensible.

Sólo que quienes luchan contra los llamados regímenes totalitarios difícilmente pueden luchar con interrogantes y dudas. Ellos también necesitan su seguridad y sus verdades sencillas, comprensibles para la mayor cantidad posible de gente y capaces de provocar el llanto colectivo.

En cierta ocasión, una organización política le preparó a Sabina una exposición en Alemania. Sabina cogió el catálogo: se encontró con que encima de su fotografía habían dibujado alambres de espino. En el interior publicaban su biografía, que se parecía a las biografías de los mártires y los santos: padeció, luchó contra la injusticia, tuvo que abandonar la patria destrozada y sigue luchando, «Lucha con sus cuadros por la libertad», decía la última frase de aquel texto.

Protestó, pero no la comprendieron.

¿No es verdad que en el comunismo se persigue al arte moderno?

Dijo con rabia:

-¡Mi enemigo no es el comunismo sino el kitsch!

Desde entonces empezó a inventar su propia biografía y cuando, más tarde, llegó a Norteamérica, logró incluso ocultar que era checa. Aquello no era más que un desesperado intento por huir del kitsch en el que la gente quería convertir su vida.

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Estaba de pie ante un caballete en el que había un cuadro a medio hacer. En un sillón detrás de ella estaba sentado un hombre mayor que observaba cada uno de los trazos de su pincel.

El hombre miró al reloj:

—Creo que deberíamos ir —dijo.

Dejó la paleta y fue al cuarto de baño a lavarse. El anciano se levantó del sillón y se inclinó para coger el bastón que estaba apoyado en la mesa. La puerta del atelier conducía directamente al parque. Oscurecía. Enfrente, a veinte metros de distancia, había una casa blanca de madera, con las ventanas de la planta baja iluminadas. Aquellas dos ventanas iluminando el ocaso emocionaron a Sabina.

Se ha pasado la vida diciendo que su enemigo es el kitsch. ¿Pero no lo lleva dentro de sí misma? Su kitsch es la imagen de un hogar, tranquilo, dulce, armónico, donde imperan una madre amable y un padre sabio. Aquella imagen surgió dentro de ella al morir sus padres. Cuanto menos se parecía la vida a aquel dulce sueño, más sensible era a su encanto, y varias veces le saltaron las lágrimas al ver en la televisión una historia sentimental en la que una hija desagradecida abrazaba a un padre abandonado y en el ocaso del día brillaban las ventanas de la casa de la feliz familia.

Conoció al anciano en Nueva York. Era rico y le gustaba la pintura. Vivían él y su mujer solos en una villa en el campo. Frente a la villa, en sus terrenos, había un viejo granero. El lo arregló como atelier para Sabina, la invitó a pintar allí y se pasaba los días observando los movimientos de su pincel.

Ahora mismo están cenando los tres. La vieja señora le llama a Sabina «¡mi niña!», pero todo parece indicar que la realidad es exactamente al revés: Sabina hace aquí el papel de mamá, con dos hijos que dependen de ella, la admiran y estarían dispuestos a obedecerla si quisiera darles órdenes.

¿Encontró entonces en el umbral de la vejez a sus ancianos padres, a quienes cuando niña se les había escapado de la mano? ¿Encontró por fin a los hijos que ella misma nunca tuvo?

Sabía bien que aquello era una ilusión. Su estancia junto a los ancianos no es más que una breve parada. El viejo señor está gravemente enfermo y su mujer, cuando se quede sin él, irá a vivir con su hijo al Canadá. El camino de traiciones de Sabina continuará y, en medio de la insoportable levedad del ser, se oirá de vez en cuando, desde las profundidades de su alma, una canción sentimental acerca de dos ventanas iluminadas tras las cuales vive una familia feliz.

Esa canción le emociona, pero Sabina no se toma su emoción en serio. Sabe muy bien que esa canción es una hermosa mentira. En el momento en que el kitsch es reconocido como mentira, se encuentra en un contexto de no-kitsch. Pierde su autoritario poder y se vuelve enternecedor, como cualquiera otra debilidad humana. Porque ninguno de nosotros es un superhombre como para poder escapar por completo al kitsch. Por más que lo despreciemos, el kitsch forma parte del sino del hombre.

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La fuente del kitsch es el acuerdo categórico con el ser.

¿Pero cuál es la base del ser? ¿Dios? ¿El hombre? ¿La lucha? ¿El amor? ¿El hombre? ¿La mujer?

Las opiniones sobre este tema son diversas y por eso hay también diversos tipos de kitsch: católico, protestante, judío, comunista, fascista, democrático, feminista, europeo, americano, nacional, internacional.

Desde la época de la Revolución francesa la mitad de Europa se denomina izquierda mientras la otra mitad se llama derecha. Es casi imposible definir la una o la otra a partir de algún tipo de principios teóricos en los que se apoyen. Eso no es nada extraño: los movimientos políticos no se basan en posiciones racionales, sino en intuiciones, imágenes, palabras, arquetipos, que en conjunto forman tal o cual kitsh político. La idea de la Gran Marcha, por la que se deja embriagar Franz, es el kitsch político que une a las personas de izquierdas de todas las épocas y corrientes. La Gran Marcha es ese hermoso camino hacia delante, el camino hacia la fraternidad, la igualdad, la justicia, la felicidad y aún más allá, a través de todos los obstáculos, porque ha de haber obstáculos si la marcha debe ser una Gran Marcha.

¿Dictadura del proletariado o democracia? ¿Rechazo a la sociedad de consumo o incremento de la producción? ¿Guillotina o supresión de la pena de muerte? Eso no tiene la menor importancia. Lo que hace del hombre de izquierdas un hombre de izquierdas no es tal o cual teoría, sino su capacidad de convertir cualquier teoría en parte del kitsch llamado Gran Marcha hacia adelante.

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Por supuesto Franz no es una persona para la cual el kitsch sea esencial. La idea de la Gran Marcha juega en su vida aproximadamente el mismo papel que desempeña en la vida de Sabina la canción sentimental sobre las dos ventanas iluminadas. ¿A qué partido político votará Franz? Me temo que no vota a ninguno y que el día de las elecciones prefiere irse de excursión a la montaña. Pero eso no significa que la Gran Marcha haya dejado de emocionarlo. Es hermoso soñar que somos parte de una masa que marcha a través de los siglos y Franz no olvidó nunca ese hermoso sueño.

Un día le llamaron por teléfono unos amigos desde París. Dicen que están organizando una marcha a Camboya y lo invitan a que se sume a ellos.

Camboya había pasado ya en aquella época por la guerra civil, por los bombardeos norteamericanos, por la devastación producida por los comunistas locales que habían reducido en una quinta parte a la población y, finalmente, había sido ocupada por el vecino Vietnam, que a su vez ya no era en aquella época más que un instrumento de Rusia. En Camboya había hambruna y la gente moría sin atención médica. La Organización Internacional de Médicos había pedido ya muchas veces autorización para entrar en el país, pero los vietnamitas se negaban. Por eso los grandes intelectuales de Occidente debían marchar a pie hasta la frontera de Camboya y forzar así, con este gran espectáculo representado ante los ojos de todo el mundo, la entrada de los médicos al país ocupado.

El amigo que llamó por teléfono a Franz era uno de aquellos con quienes había ido a las manifestaciones por las calles de París. Al principio le entusiasmó la invitación, pero después dirigió la vista hacia la estudiante de las grandes gafas. Estaba sentada frente a él y sus ojos, tras los gruesos cristales, parecían aún mayores. Franz tenía la sensación de que aquellos ojos le rogaban que no fuera a ninguna parte. Así que se disculpó.

Pero en cuanto colgó el auricular, lo lamentó. Había satisfecho, en efecto, a su amante terrenal, pero descuidaba al amor celestial. ¿No era Camboya una variante de la patria de Sabina? ¡Un país ocupado por el ejército de un país comunista vecino! ¡Un país sobre el que cayó el puño de Rusia! Franz imagina de pronto, que su casi olvidado amigo le ha llamado siguiendo unas instrucciones secretas de ella.

Los seres celestiales todo lo ven y todo lo saben. Si participara en aquella marcha, Sabina lo vería y estaría orgullosa de él. Comprendería que le ha sido fiel.

«¿Te enfadarías mucho si fuese?» le preguntó a su chica de las gafas, que no quiere estar ni un solo día sin él, pero es incapaz de negarle nada.

Unos días más tarde estaba en un gran avión en el aeropuerto de París. Había veinte médicos, acompañados por unos cincuenta intelectuales (profesores, escritores, parlamentarios, cantantes, actores y alcaldes) y todos ellos acompañados por cuatrocientos periodistas y fotógrafos.

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