»El cuadro científico de los medios de contrarrestar ausencias era, hace poco, más o menos así:
»En cuanto a la vista: la televisión, el cinematógrafo, la fotografía.
»En cuanto al oído: la radiotelefonía, el fonógrafo, el teléfono.
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»Conclusión:
»La ciencia, hasta hace poco, se había limitado a contrarrestar, para el oído y la vista, ausencias espaciales y temporales. El mérito de la primera parte de mis trabajos consiste en haber interrumpido una desidia que ya tenía el peso de las tradiciones y en haber continuado, con lógica, por caminos casi paralelos, el razonamiento y las enseñanzas de los sabios que mejoraron el mundo con los inventos que he mencionado.
»Quiero señalar mi gratitud hacia los industriales que, tanto en Francia (Société Clunie), como en Suiza (Schwachter, de Sankt Gallen), comprendieron la importancia de mis investigaciones y me abrieron sus discretos laboratorios.
«El trato de mis colegas no tolera el mismo sentimiento.» Cuando fui hasta Holanda, para conversar con el insigne electricista Juan Van Heuse, inventor de una máquina rudimentaria que permitiría saber si una persona miente, encontré muchas palabras de aliento, y, debo decirlo, una baja desconfianza.
»Desde entonces trabajé solo.
»Me puse a buscar ondas y vibraciones inalcanzadas, a idear instrumentos para captarlas y transmitirlas. Obtuve, con relativa facilidad, las sensaciones olfativas; las térmicas y las táctiles propiamente dichas requirieron toda mi perseverancia.
»Hubo, además, que perfeccionar los medios existentes. Los mejores resultados honraban a los fabricantes de discos de fonógrafo. Desde hace mucho era posible afirmar que ya no temíamos la muerte, en cuanto a la voz. Las imágenes habían sido archivadas muy deficientemente por la fotografía y por el cinematógrafo. Dirigí esta parte de mi labor hacia la retención de las imágenes que se forman en los espejos.
»Una persona o un animal o una cosa, es, ante mis aparatos, como la estación que emite el concierto que ustedes oyen en la radio. Si abren el receptor de ondas olfativas, sentirán el perfume de las diamelas que hay en el pecho de Madeleine, sin verla. Abriendo el sector de ondas táctiles, podrán acariciar su cabellera, suave e invisible, y aprender, como ciegos, a conocer las cosas con las manos. Pero si abren todo el juego de receptores, aparece Madeleine, completa, reproducida, idéntica; no deben olvidar que se trata de imágenes extraídas de los espejos, con los sonidos, la resistencia al tacto, el sabor, los olores, la temperatura, perfectamente sincronizados. Ningún testigo admitirá que son imágenes. Y si ahora aparecen las nuestras, ustedes mismos no me creerán. Les costará menos pensar que he contratado una compañía de actores, de sosías inverosímiles.
»Esta es la primera parte de la máquina; la segunda graba; la tercera proyecta. No necesita pantallas ni papeles; sus proyecciones son bien acogidas por todo el espacio y no importa que sea día o noche. En aras de la claridad osaré comparar las partes de la máquina con: el aparato de televisión que muestra imágenes de emisores más o menos lejanos; la cámara que toma una película de las imágenes traídas por el aparato de televisión; el proyector cinematográfico.
»Pensaba coordinar las recepciones de mis aparatos y tomar escenas de nuestra vida: una tarde con Faustine, ratos de conversación con ustedes; hubiera compuesto así un álbum de presencias muy durables y nítidas, que sería un legado de unos momentos a otros, grato para los hijos, los amigos y las generaciones que vivan otras costumbres.
»En efecto, imaginaba que si bien las reproducciones de objetos serían objetos —como una fotografía de una casa es un objeto que representa a otro—, las reproducciones de animales y de plantas no serían animales ni plantas. Estaba seguro de que mis simulacros de personas carecerían de conciencia de sí (como los personajes de una película cinematográfica).
»Tuve una sorpresa: después de mucho trabajo, al congregar esos datos armónicamente, me encontré con personas reconstituidas, que desaparecían si yo desconectaba el aparato proyector, sólo vivían los momentos pasados cuando se tomó la escena y al acabarlos volvían a repetirlos, como si fueran partes de un disco o de una película que al terminarse volviera a empezar, pero que, para nadie, podían distinguirse de las personas vivas (se ven como circulando en otro mundo, fortuitamente abordado por el nuestro). Si acordamos la conciencia, y todo lo que nos distingue de los objetos, a las personas que nos rodean, no podremos negárselos a las creadas por mis aparatos, con ningún argumento válido y exclusivo.
«Congregados los sentidos, surge el alma. Había que esperarla. Madeleine estaba para la vista, Madeleine estaba para el oído, Madeleine estaba para el sabor, Madeleine estaba para el olfato, Madeleine estaba para el tacto: ya estaba Madeleine.»
He señalado que la literatura de Morel es desagradable, rica en palabras técnicas y que busca en vano cierto impulso oratorio. En cuanto a la cursilería, se manifiesta sola:
»¿Les cuesta admitir un sistema de reproducción de vida, tan mecánico y artificial? Recuerden que en nuestra incapacidad de ver, los movimientos del prestidigitador se convierten en magia.
»Para hacer reproducciones vivas, necesito emisores vivos. No creo vida.
»¿No debe llamarse vida lo que puede estar latente en un disco, lo que se revela si funciona la máquina del fonógrafo, si yo muevo una llave? ¿Insistiré en que todas las vidas, como los mandarines chinos, dependen de botones que seres desconocidos pueden apretar? Y ustedes mismos, cuántas veces habrán interrogado el destino de los hombres, habrán movido las viejas preguntas: ¿Adónde vamos? ¿En dónde yacemos, como en un disco músicas inauditas, hasta que Dios nos manda nacer? ¿No perciben un paralelismo entre los destinos de los hombres y de las imágenes?
»La hipótesis de que las imágenes tengan alma parece confirmada por los efectos de mi máquina sobre las personas, los animales y los vegetales emisores.
»Es claro que no alcancé estos resultados, sino después de muchos reveses parciales. Recuerdo que hice los primeros ensayos con empleados de la casa Schwachter. Sin prevenirlos, abría las máquinas y los tomaba trabajando. Había fallas, todavía, en el receptor; no congregaba armónicamente sus datos: en algunos, por ejemplo, la imagen no coincidía con la resistencia al tacto; a veces, los errores son imperceptibles para testigos poco especializados; en otras, la desviación es amplia.»
S
toever preguntó:
—¿Puedes mostrarnos esas primeras imágenes?
—Si ustedes me lo piden, cómo no; pero les advierto que hay fantasmas ligeramente monstruosos —contestó Morel.
—Muy bien —dijo Dora—. Que los muestre. Un poco de diversión nunca es malo.
—Yo quiero verlos —Stoever continuó— porque recuerdo unas muertes inexplicadas, en la casa Schwachter.
—Te felicito —dijo Alec, saludando—. Hemos encontrado un creyente.
Stoever respondió con seriedad:
—Idiota, ¿no has oído?: Charlie también fue tomado. Cuando Morel estaba en Sankt Gallen empezaron a morirse los empleados de la casa Schwachter. Yo vi las fotografías en revistas. Los reconoceré.
Morel, tembloroso y amenazador, salió del cuarto. Hablaban a gritos:
—Ahí tienes —dijo Dora—: lo has ofendido. Hay que ir a buscarlo.
—Parece mentira que hayas hecho eso con Morel.
Stoever insistió:
—¡Pero ustedes no comprenden!
—Morel es nervioso. No veo qué necesidad había de insultarlo.
—Ustedes no comprenden —Stoever gritó enfurecido—. Con su máquina ha tomado a Charlie, y Charlie ha muerto; ha tomado a empleados de la casa Schwachter, y hubo muertes misteriosas de empleados. ¡Ahora dice que nos ha tomado a nosotros!
—Y no estamos muertos —dijo Irene. —Él también se tomó.
—¿No hay quien entienda que todo es una broma?
—El mismo enojo de Morel. Yo nunca lo vi enojado.
—Sin embargo, Morel se ha portado mal —dijo el de los dientes salidos—. Pudo avisarnos.
—Voy a buscarlo —dijo Stoever.
—Te quedas —gritó Dora.
—Iré yo —dijo el de los dientes salidos—. No a insultarlo; a pedirle que nos disculpe y que siga.
Se agolparon alrededor de Stoever. Trataban de calmarlo, excitados.
Después de un rato volvió el hombre de los dientes:
—No quiere venir. Nos pide que lo disculpemos. Fue imposible traerlo.
Salieron Faustine, Dora, la mujer vieja.
Después no quedaron sino Alec, el de los dientes, Stoever e Irene. Parecían tranquilos, de acuerdo, serios. Se fueron.
Oía hablar en el
hall
, en la escalera. Se apagaron las luces y la casa quedó en una lívida luz de amanecer. Esperé, alerta. No había ruidos, no había casi luz. ¿La gente habría ido a acostarse? ¿O estaba al acecho, para capturarme? Estuve ahí, no sé cuánto tiempo, temblando, hasta que empecé a caminar (creo que para oír mis pasos y tener testimonio de alguna vida) sin advertir que hacía, tal vez, lo que mis presuntos perseguidores habían previsto.
Fui hasta la mesa, guardé los papeles en el bolsillo. Pensé, con miedo, que el cuarto no tenía ventanas, que debía pasar por el
hall
. Caminé con una extrema lentitud; la casa me parecía ilimitada. Estuve inmóvil en la puerta del
hall
. Por fin, caminé despacio, en silencio, hasta una ventana abierta; salté y me vine corriendo.
C
uando llegué a los bajos tuve un sentimiento confuso de reprobación por no haber huido el primer día, por haber querido averiguar los misterios de esa gente.
Después de la explicación de Morel me pareció que todo era una maniobra de la policía; no me perdonaba mi lentitud en comprenderlo. Esto es absurdo, pero creo que puedo justificarlo. ¿Quién no desconfiaría de una persona que dijera: «Yo y mis compañeros somos apariencias, somos una nueva clase de fotografías»? En mi caso la desconfianza es aún más justificada: se me acusa de un crimen, he sido condenado a prisión perpetua y es posible que todavía mi captura sea la profesión de alguno, su esperanza de mejora burocrática.
Pero como estaba cansado, me dormí en seguida, entre vagos proyectos de fuga. Había sido un día de mucha agitación.
Soñé con Faustine. El sueño era muy triste, muy emocionante. Nos despedíamos; venían a buscarla; se iba el barco. Después volvíamos a estar solos, despidiéndonos con amor. Lloré durante el sueño y me desperté con una inconsolable desesperanza porque Faustine no estaba y con llorado consuelo porque nos habíamos querido sin disimulo. Temí que se hubiera consumado, durante mi sueño, la partida de Faustine. Me levanté. El barco se había ido. Mi tristeza fue hondísima, fue la decisión de matarme; pero, al subir los ojos vi a Stoever, a Dora y después a otros, en el borde de la colina.
No tuve necesidad de ver a Faustine. Me creía seguro: ya no me importaba que estuviera o que no estuviera.
Comprendí que era cierto lo que había dicho, horas antes, Morel (pero es posible que no lo hubiera dicho, por primera vez, horas antes, sino algunos años atrás; lo repetía porque estaba en la semana, en el disco eterno).
Sentí repudio, casi asco, por esa gente y su incansable actividad repetida. Aparecieron muchas veces, arriba, en los bordes. Estar en una isla habitada por fantasmas artificiales era la más insoportable de las pesadillas; estar enamorado de una de esas imágenes era peor que estar enamorado de un fantasma (tal vez siempre hemos querido que la persona amada tenga una existencia de fantasma).