La invención de Morel (13 page)

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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Ciencia Ficción, Fantástico

BOOK: La invención de Morel
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En el suelo, donde lo dejé caer al entrar la primera vez, estaba el hierro que me sirvió para romper el muro.
Menos mal que no lo vieron
—dije con patética ignorancia de mi situación—.
Lo hubiera dejado llevar, sin darme cuenta
.

Volví a juntar mi oído a ese muro que parecía final. Asegurado por el silencio, busqué el sitio de la abertura que yo había hecho y empecé a golpear (creyendo que me costaría más romper donde la mezcla era vieja). Di muchos golpes; crecía la desesperación. La porcelana, por dentro, era invulnerable. Los golpes más fuertes, más cansadores, resonaban contra su dureza y no abrían una grieta superficial ni desprendían un leve fragmento de su esmalte celeste.

Contuve los nervios. Descansé.

Acometí de nuevo, en otros sitios. Cayeron trozos de esmalte, y cuando cayeron grandes trozos de pared estuve golpeando, con los ojos nublados y con una urgencia desproporcionada al peso del hierro, hasta que la resistencia de la pared, que no disminuía proporcionalmente a la sucesión y al esfuerzo de los golpes, me arrojó al suelo, lloroso de fatiga. Primero vi, toqué los pedazos de mampostería, de un lado pulidos, del otro ásperos, terrosos; luego, en una visión tan lúcida que parecía efímera y sobrenatural, mis ojos encontraron la celeste continuidad de la porcelana, la pared indemne y toda, el cuarto cerrado.

Volví a golpear. En algunas partes saltaban pedazos de pared, que no dejaban ver ninguna cavidad ni clara ni sombría, que se reconstruían con una prontitud mayor que la de mi vista y alcanzaban, entonces, aquella dureza invulnerable que ya había encontrado en el sitio de la abertura.

Me puse a gritar «¡Socorro!», embestí algunas veces la pared y me dejé caer. Tuve una imbecilidad con llantos, con ardor húmedo en la cara. Me conmovía el pavor de estar en un sitio encantado y la revelación confusa de que lo mágico aparecía a los incrédulos como yo, intransmisible y mortal, para vengarse.

Acosado por las terribles paredes celestes, levanté los ojos al tragaluz, donde estaban interrumpidas. Vi, mucho tiempo sin entender y luego asustado, una rama de cedro que se desviaba de sí misma y se convertía en dos; después volvían las dos ramas a compenetrarse, dóciles como fantasmas, a coincidir en una sola. Dije en voz alta o pensé muy claramente:
No podré salir. Estoy en un sitio encantado
. Al formular esto sentí vergüenza, como un impostor que ha llevado la simulación demasiado lejos, y comprendí todo:

Estas paredes —como Faustine, Morel, los peces del acuario, uno de los soles y una de las lunas, el Tratado de Belidor— son proyecciones de las máquinas. Coinciden con las paredes hechas por los albañiles (son las mismas paredes tomadas por las máquinas y después reflejadas sobre sí mismas). En donde yo he roto o suprimido la pared primera, queda la reflejada. Como es una proyección, ningún poder es capaz de cruzarla o suprimirla (mientras funcionen los motores).

Si rompo íntegramente la primera pared, cuando los motores no funcionen este cuarto de máquinas quedará abierto, no será un cuarto, será un ángulo de otro; cuando funcionen, la pared volverá a interponerse, impenetrable.

Morel ha de haber ideado esta protección con doble muro para que ningún hombre llegue a las máquinas que mantienen su inmortalidad. Pero estudió las mareas deficientemente (sin duda en otro período solar) y creyó que la usina podría funcionar sin interrupciones. Seguramente es el inventor de la peste famosa que hasta ahora ha protegido muy bien a la isla.

Mi problema es detener los motores verdes. No ha de ser difícil encontrar la llave que los desconecte. En un día aprendí a manejar la usina de luz y la bomba de sacar agua. Salir de aquí no ha de resultarme difícil.

El tragaluz me ha salvado, o me salvará, porque no he de morir de hambre, resignado, más allá de la desesperación, saludando a lo que dejo, como ese capitán japonés, de virtuosa y burocrática agonía en un asfixiante submarino, en el fondo del mar. En el
Nuevo Diario
leí la carta encontrada en el submarino. El muerto saludaba al Emperador, a los ministros y, en orden jerárquico, a todos los marinos que puede enumerar mientras aguarda la asfixia. Además, anota observaciones como éstas:
Ahora sangro por la nariz; me parece que los tímpanos se me han roto
.

Al narrar circunstanciadamente esta acción, la he repetido. Espero no repetir su final.

Los horrores del día quedan asentados en mi diario. Escribí mucho: me parece inútil buscar inevitables analogías con los moribundos que hacen proyectos de largos futuros o que ven, en el instante de ahogarse, una minuciosa imagen de toda su vida. El momento final debe de ser atropellado, confuso; siempre estamos tan lejos que no podemos imaginar las sombras que lo enturbian. Ahora dejaré de escribir para dedicarme, serenamente, a encontrar la manera de que estos motores se detengan. Entonces la brecha se abrirá de nuevo, como ante un conjuro; si no (aunque pierda a Faustine para siempre), les daré unos golpes con el hierro, como hice con la pared, y los romperé y la brecha se abrirá como ante un conjuro y yo estaré afuera.

T
odavía no he logrado detener los motores. Me duele la cabeza. Leves ataques de nervios, que pronto domino, me sacan de una somnolencia progresiva.

Tengo la impresión, indudablemente ilusoria, de que si pudiera recibir un poco de aire de afuera no tardaría en resolver estos problemas. He arremetido contra el tragaluz; es invulnerable, como todo lo que me encierra.

Me repito que la dificultad no se halla en mi sopor ni en la falta de aire. Estos motores deben de ser muy diferentes de todos los otros. Parece lógico suponer que Morel los haya diseñado de manera que no los entienda el primero que llegue a la isla. Sin embargo, la dificultad de manejarlos ha de consistir en diferencias con otros motores. Como yo no entiendo ninguno, esa mayor dificultad desaparece.

Del funcionamiento de los motores depende la eternidad de Morel; puedo suponer que son muy sólidos; debo contener, pues, mi impulso de romperlos a golpes. Sólo conseguiré cansarme y malgastar el aire. Para contenerme, escribo.

Si a Morel se le hubiera ocurrido grabar los motores…

P
or fin, el temor a la muerte me libró de la superstición de incompetencia; fue como si me hubiera acercado por vidrios de aumento: los motores dejaron de ser un casual montón de hierros, tuvieron forma, disposiciones que permitían entender su cometido.

Desconecté, salí.

En el cuarto de máquinas pude reconocer (además de la bomba de sacar agua y del motor de luz, ya mencionados):

a
) Un grupo de transmisores de energía vinculados al rodillo que hay en los bajos;

b
) Un grupo fijo de receptores, grabadores y proyectores, con una red de aparatos colocados estratégicamente que actúan sobre toda la isla;

c
) Tres aparatos portátiles, receptores, grabadores y proyectores, para exposiciones aisladas.

Descubrí, en algo que yo suponía el motor más importante y era una caja de herramientas, unos planos incompletos, que me dieron trabajo y dudosa ayuda.

La clarividencia en que se produjo este reconocimiento no vino en seguida. Mis estados anteriores fueron:

1° La desesperación;

2° Un desdoblamiento en actor y espectador. Estuve ocupado en sentirme en un asfixiante submarino, en el fondo del mar, en un escenario. Sereno ante mi actitud sublime, confuso como un héroe, perdí tiempo y a la salida era de noche y ya no había luz para buscar raíces comestibles.

P
rimero hice funcionar los receptores y proyectores para exposiciones aisladas. Puse flores, hojas, moscas, ranas. Tuve la emoción de verlas aparecer, reproducidas y las mismas.

Después cometí la imprudencia.

Puse la mano izquierda ante el receptor; abrí el proyector y apareció la mano, solamente la mano, haciendo los perezosos movimientos que había hecho cuando la grabé.

Ahora es como otro objeto o casi animal que hay en el museo.

Dejo andar el proyector, no hago que la mano desaparezca; su vista, más bien curiosa, no es desagradable.

Esta mano, en un cuento, sería una terrible amenaza para el protagonista. En la realidad, ¿qué mal puede hacer?

L
os emisores vegetales —hojas, flores— murieron después de cinco o seis horas; las ranas, después de quince.

Las copias sobreviven, incorruptibles.

Ignoro cuáles son las moscas verdaderas y las artificiales.

A las flores y a las hojas tal vez les haya faltado agua. No di alimentos a las ranas; han de haber sufrido, asimismo, por el cambio de ambiente.

En cuanto a los efectos sobre la mano, sospecho que vengan de los temores provocados en mí por la máquina, y no de ella misma. Tengo un ardor continuo, pero débil. Se me ha caído algo de piel. Anoche estaba inquieto. Presentía horribles transformaciones en la mano. Soñé que la rascaba, que la deshacía fácilmente. La habré lastimado entonces.

U
n día más será intolerable.

Primero sentí curiosidad ante un párrafo del discurso de Morel. Después, muy divertido, creí hacer un descubrimiento. No sé cómo ese descubrimiento cambió en este otro, atinado, ominoso.

No me daré muerte en seguida. Es ya costumbre de mis teorías más lúcidas deshacerse al día siguiente, quedar como pruebas de una combinación asombrosa de ineptitud y entusiasmo (o desesperación). Tal vez mi idea, una vez escrita, pierda la fuerza.

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