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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, #Policíaco

La isla de los perros (4 page)

BOOK: La isla de los perros
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—¿Se encuentra bien, señor? —preguntó Macovich, sorprendido v alarmado. !Oh! ¿Qué ha sido ese ruido?

—¿Tiene usted alguna idea de quién es ese tal Agente Verdad? —el gobernador casi no podía articular palabra.

—No, señor, pero todo el mundo habla de él. ¿Qué ha sido eso, señor? Suena como si alguien estuviera reventando burbujas de ese plástico especial de embalar. ¿Seguro que se encuentra bien? ¡Ohhh!, suena como si alguien anduviera pegando tiros en el Capitolio. !Esto es muy alarmante! ¡Voy para allá enseguida…!

—¡No! ¡No venga! —soltó Grimm mientras los gases le comprimían los órganos, luchando por escapar. Averigüe quién es el Agente Verdad. Considérelo una misión, ¿me oye? Y diga al personal de cocina que esta noche quiero una cena ligera. Sin manzanas ni jamón, por el amor de Dios; marisco, quizás.

—De Virginia, supongo, señor.

Macovich se sintió aliviado. Era evidente que el gobernador no lo recordaba.

—Si no son huevas de crustaceo…

—Creo que esta temporada no se dan. Si usted quiere, puedo enviar un helicóptero oficial a la isla Tangier para que traiga cangrejos azules frescos, senor —añadió Macovich sin entusiasmo, porque detestaba ir a la isla.

Y truchas, tal vez.

—¡Eso es! —exclamó el gobernador, sorprendido a la vez por una idea y por lo que a Macovich le sonó a un globo de aire caliente deshinchándose—. !Empezaremos por la isla Tangier! Que los patrulleros pongan allí el primer control de velocidad. ¿Sabía que allí solía fondear el mismísimo Barbanegra? !Un hatajo de piratas, eso es lo que son! ¡Se van a enterar!

—No se ha instalado ningún control de velocidad en Tangier —señaló Macovich, aunque no estaba seguro de a qué controles se refería el gobernador—. La mayoría de los residentes circula en cochecitos de golf o en barca, señor. Y ya no se llevan demasiado bien con el resto de Virginia. ¿Le molesta si le pregunto de qué controles de velocidad me habla?

—Aún no tienen nombre. —El gobernador Crimm se secó el sudor del rostro mientras sus tripas seguían repiqueteando contra su cuerpo con una percusión sonora y dolorosa—. Olvide el marisco. Lo puede recoger mañana, cuando haya pintado los controles de velocidad en la isla, a primera hora. Bien, escúcheme, agente: póngase en contacto con Trader y él le informará. Vamos a devolver la seguridad a las carreteras, como decía ese Agente Verdad en el acertijo de su página web.

Macovich no recordaba haber visto acertijos en la página web del Agente Verdad, ni cosa alguna que pudiera llevar al gobernador a decidir que se montaran controles de velocidad en una isla remota de la bahía de Chesapeake, cuya población se cifraba en menos de setecientos habitantes. El agente Macovich, desde luego, no quería verse implicado en nada que tuviera que ver con la isla Tangier, donde no había un solo residente afroamericano. De hecho, cuando acudió allí a recoger marisco en otras ocasiones tuvo la impresión de que era el primer negro que veían los isleños, aparte de los que aparecían en televisión y en los catálogos que llegaban por correo.

El agente abandonó la mansión y encendió un cigarrillo mientras caminaba por Capitol Square, sin ninguna prisa por hablar con el secretario de prensa de aquel asunto, ni de ningún otro. Aquel cabronazo, Major Trader, no era de fiar y todo el mundo lo sabía, menos el gobernador. Envuelto en una nube de humo, Macovich estaba preocupado. Si la policía estatal empezaba a meterse con la gente de Tangier, habría problemas.

—Permítame una pregunta —murmuró Macovich cuando entró en el despacho de Trader—. ¿Ha estado alguna vez en la isla Tangier o ha conocido a algún isleño.

—No es la clase de sitio que yo visitaría. —Trader estaba volcado sobre el teclado mientras almorzaba un perrito caliente con chile que le había llevado uno de sus ayudantes—. ¿Cuántas veces tengo que decir que os quitéis las gafas de sol dentro de los edificios y después de anochecer? He trabajado mucho para cambiar la imagen de los agentes, de todos vosotros, para que el público no os perciba como un grupo de brutos descerebrados. Devoró la mitad del perrito de un mordisco y se salpicó de mostaza la corbata, ya manchada y pasada de moda. Que seas agente de paisano y viajes en helicóptero no significa que puedas saltarte el protocolo y dejes en mal lugar a todo el mundo.

—¡Uf!, pues vamos a quedar fatal, de todos modos —replicó Macovich, y siguió con las gafas puestas—. Si desembarcamos en la isla con nuestros grandes helicópteros y nos ponemos a repartir multas por exceso de velocidad… esa gente reaccionará y hará algo.

—Creo que sería un error. —Trader se limpió los labios fofos con una servilleta grasienta e improvisó una estrategia. El gobernador aún tenía que informarle de que el primer control de velocidad se establecería en la isla Tangier, pero no estaba dispuesto a que Macovich lo notara—. Los meteremos en la cárcel a todos —añadió, como si ya hubiera estudiado a fondo las consecuencias si los isleños se rebelaban.

—¡Vaya, ésta sí que es buena, don Secretario de Prensa! —respondió Macovich, sarcástico—. ¡Encerremos a toda una isla de pescadores, mujeres y niños! ¡Por no hablar de los ancianos! Tenemos sueltos por ahí a un puñado de salteadores de autopistas que muelen a palos a inocentes camioneros y trafican con droga desde Canadá, pero vamos a asegurarnos de que ninguno de esos tangierianos circule demasiado deprisa con un cochecito de golf.

Trader se chupó los dedos y los secó en sus voluminosos pantalones.

—Yo que usted, Macovich, me dejaría de pamplinas —replicó. Sobre todo, después de las trampas que hizo anoche al billar. ¡Qué feo!

—¡No hice trampas! —protestó Macovich con tal vehemencia que los demás funcionarios asomaron la cabeza de sus despachos a lo largo de todo el pasillo.

—La primera familia está segura de ello y usted tiene suerte de que el gobernador tenga en la cabeza asuntos más importantes —replicó Trader con desprecio—. Lamentaría tener que ser el encargado de recordarle que no es usted muy apreciado en la mansión últimamente. Desde luego, no sería el primer agente de la Unidad de Protección Ejecutiva que vuelve a verse de uniforme y haciendo rondas en un coche patrulla, día y noche.

—No creo que la superintendente Hammer me hiciera algo así porque, entonces, ¿quién llevaría por ahí en helicóptero al jefe, viejo y cegato? ¿Quién transportaría los culos gordos y holgazanes de la primera familia del Estado?

—¡Quiere hacer el favor de bajar la voz! —Trader elevó la suya.

Macovich se acercó más al escritorio de falso estilo colonial y los cristales de sus gafas de sol destellaron frente a Trader.

—Por silo había olvidado —soltó Macovich— sólo disponemos de dos pilotos de helicóptero porque la primera dama Crimm los despide a todos. —El agente dio media vuelta y se dispuso a marcharse—. ¿Y sabe otra cosa? La vida ya no es una gran plantación, y usted un día de éstos se despertará y se encontrará metido de lleno en un jodido
Lo que el viento se llevó
.

Unique First no había visto nunca la película ni había leído la novela, pero encajaba perfectamente con el título. Siempre fue capaz de desaparecer sin dejar rastro, como llevada por el viento, y desde niña sabía que si reordenaba sus moléculas mientras se colaba en una pro-piedad privada del vecindario, se hacía invisible. Unique avanzó por el empedrado de Shockhoe Slip y se introdujo en Tobacco Company, un bar restaurante de categoría que ocupaba un antiguo almacén de tabaco renovado, no lejos del río. Tomó asiento cerca del piano, pidió una cerveza y empezó a fumar mientras revivía el episodio de la noche anterior.

Si era sincera consigo misma, hacer de señuelo para los piratas de autopista estaba volviéndose aburrido. Los salteadores de caminos con los que había empezado a asociarse hacía unos meses era gente mezquina que pasaba la mayor parte del tiempo intoxicada. El líder, sobretodo, se dedicaba a quemarse el cerebro con alcohol y marihuana y estaba siempre tan colocado que Unique ni se molestaba ya en joder con él. Hizo saltar la ceniza del cigarrillo, indicó a la camarera que le sirviera otra cerveza y notó la mirada de otra mujer que estaba sentada en la barra, sola.

—¿Eres de fuera? —le preguntó la mujer.

Unique captó en su radar sexual la poderosa energía y los ojos ardientes de la desconocida.

—Voy y vengo —respondió en tono evasivo con una dulce sonrisa.

—¡Ah! —La mujer se levantó, sorprendida ante la especial manera de expresarse de la bella interlocutora—. ¿Te importa si me siento contigo? —Depositó la cerveza en la mesa de Unique y ocupó una silla—. Me llamo A. V., lo cual es realmente curioso ahora que todo el mundo habla de ese Agente Verdad. No te lo creerás, pero hay gente que me conoce e incluso desconocidos a los que, de repente, se les ha metido en la cabeza la loca idea de que mis iniciales, A. V, responden a las del Agente Verdad. ¡Y, por el mero hecho de haber publicado algo en el periódico de la escuela, suponen que soy ese Agente Verdad pero no quiero que nadie lo sepa!

Unique sostuvo la mirada de A. V. y tomó un sorbo de cerveza.

—Pues no lo soy —continuó la mujer—. Ojalá lo fuera, porque ése es el nuevo misterio de la ciudad: ¿Quién es el Agente Verdad? ¿Cuál es la verdad acerca del Agente Verdad? ¿Será una especie de Robin Hood? ¿Tienes tú alguna idea? Por cierto, tienes un cabello sorprendente; debes de pasarte todo el día cepillándolo.

—No sé —replicó Unique mientras A. V. contorsionaba los pies y jugueteaba nerviosamente con los dedos como un escolar enamorado.

—Se me ha estropeado el coche. Tal vez podrías llevarme a casa…

—¡Claro! —asintió A. V.—. Ningún problema. Chica, hablas en voz tan baja. Siento lo del coche. Vaya desastre cuando te falla el coche, ¿verdad?

A. V. continuó parloteando mientras dejaba un billete de diez dólares en la barra y se ponía su cazadora de cuero de motorista. Por lo general no tenía tanto éxito cuando intentaba ligarse a una mujer, pero ya era hora de que su maldita mala suerte cambiara. A. V. trabajaba para el Estado y tenía que llevar vestidos y atuendos femeninos en el despacho, donde nadie conocía la verdad de su vida privada. Así, su única oportunidad de aliviar la soledad era vestirse como lo hacía y frecuentar bares por la noche y los fines de semana. Esta actividad resultaba cara y, casi siempre, improductiva. Por ello, las manos le temblaban de excitación cuando ayudó a Unique a montar en su vieja Honda.

—Adónde? —preguntó mientras se incorporaba al tráfico de Cary Street.

—Bajemos a los muelles; ya sabes, después de Canal. Me encanta mirar el río. Podemos pasear por la isla Belle —respondió Unique con su vocecilla. Y, cuando pensó en su Propósito, éste palpitó en su interior y el fuego lento de una rabia antigua empezó a consumir su cerebro.

Minutos después, las dos se apearon de la moto y se acercaron al agua. El viento frío de septiembre agitó los cabellos de Unique como un fuego negro. No había nadie a su alrededor y en la mente de la chica se hizo sitio la idea de que A. V. era increíblemente estúpida para acudir allí con una perfecta desconocida. También se preguntó cómo A. V. se había atrevido a pensar que ella era de su condición y que estaría interesada en tales proposiciones. ¡Y cuán estúpidos habían sido también los otros! Unique tomó de la mano a A. V. y juntas cruzaron un puente para peatones que conducía a Belle, la isla donde estuvieran presos los soldados de la Unión durante la guerra de Secesión. La isla estaba densamente arbolada y la cruzaban sendas y pistas destinadas a las bicicletas. Unique llevó a A. V. detrás de un árbol y empezó a besarla y sobarla con frenesí.

—Quiero que tengas una experiencia única —le susurró mientras introducía la lengua en la boca de A. V. y sacaba del bolsillo un afilado cúter.

Capítulo 3

Major Trader había servido el tiempo suficiente en la administración Crimm para saber ciertas cosas. Primera, que el gobernador tenía un vacío en la cabeza y por eso se le persuadía fácilmente para que aprobara medidas políticas o sugerencias que difiriesen de la concepción original. Segundo, que además de estar desorientado y casi ciego, era olvidadizo y se distraía con facilidad, sobre todo cuando sus intestinos entraban en acción. Tercero, que como mejor funcionaba Trader era robando buenas ideas y culpando a los demás de las malas.

Tras sentarse en su despacho y mirar por la ventana hacia la nube de humo que envolvía a Macovich en su desplazamiento por los elegantes terrenos del Capitolio, consideró las posiciones del gobernador en distintas agendas y recordó que Crimm había sido atacado repetidas veces a causa de los problemas de transporte en la Commonwealth. En el norte de Virginia, el tráfico seguía estando terriblemente congestionado y los motoristas eran cada vez más hostiles; las carreteras y los puentes se caían a pedazos; los trenes no siempre eran puntuales, a veces no circulaban e iban muy llenos, y la gente ya no quería volar. El gobernador había asumido la culpa de todo ello y más.

Aunque Trader no iba a reconocerle el mérito a Macovich de haberle advertido sobre los habitantes de Tangier, estaba seguro de que la última idea del gobernador, la de poner trampas de velocidad en la isla, iba a ser acogida con un cortante resentimiento. Garabateó unas notas rápidas en un bloc y se preguntó cuál sería el nombre de aquella nueva iniciativa. Probó con «PAVO» (Plan Antivelocidad Oficial), pero vio que no era eso lo que buscaba; en cambio, le gustó mucho «PAVOR», que podían ser las siglas de «Plan Antivelocidad Oficialmente Regulada». Sí, pensó, eso funcionaría bien. «PAVOR» reflejaba la tesis del gobernador, la de meter miedo a la gente para que se comportara, y «Regulación» sugería que el gobernador creía que aquel plan se extendería a todas partes una vez implantado en la isla Tangier. No importaba lo que el Agente Verdad contara sobre los piratas, el público no le prestaría ninguna atención porque los ciudadanos estarían encolerizados con los controles. Trader marcó el número privado del gobernador.

—¿Quién es? —La voz de Crimm sonó débil y cansada.

—Creo que he dado con algo. ¿Qué le parecería el nombre de «PAVOR»? —Trader dio unos golpecitos al bloc con el lápiz. Transmite de veras el mensaje que usted quiere. Imagine «PAVOR» pintado en lo indicadores en toda la Commonwealth.

Las posaderas de Crimm estaban en carne viva. Tembloroso y bañado en sudor, intentó recordar de qué habían hablado Trader y él justo antes de su terrible erupción gastrointestinal, pero lo único que se le ocurrió era algo relativo al enigma del Agente Verdad.

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