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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, #Policíaco

La isla de los perros (7 page)

BOOK: La isla de los perros
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La mujer pensó que el agente sólo fingía pintar la raya para así espiarla. Las autoridades siempre andaban husmeando, por lo visto para averiguar si personas como ella pagaban impuestos por todos los beneficios que les proporcionaban sus actividades empresariales.

Los isleños habían aprendido con los años que los turistas lo compraban todo. Bastaba con montar una cajita de madera, abrirle una rendija en la parte superior y colocarla en alguna parte con una nota explicativa sobre lo que uno vendía y el precio. Los objetos más populares eran las recetas y los planos callejeros, escritas y trazados a mano y fotocopiados en papeles de colores.

Ginny salió hasta la valla metálica del jardín para ver desde más cerca al agente que avanzaba por la calle con una brocha y un bote de pintura especial que, según alcanzaba a ver por la etiqueta, se prometía impermeable, de secado rápido y reflectante. Era un hombre joven y atractivo que se movía tan despacio como los cangrejos y, para ser justos con él, no parecía disfrutar mucho con lo que hacía.

—¡No tiene derecho a hacer eso! —exclamó Ginny, indignada por que el desconocido se hubiera puesto a pintar en la calzada—. ¡No es correcto! —añadió casi a gritos con el acento raro y musical propio de las gentes de Tangier desde que emigraran de Inglaterra siglos atrás para formar una comunidad ferozmente cerrada en su minúscula isla.

Andy fijó la mirada en ella con sus gafas oscuras y vio al instante que la mujer tenía la peor dentadura que había contemplado nunca. Un rato antes, al acercarse a The What Not Shop a comprar agua mineral había visto a otras dos isleñas con dentaduras también horribles.

—¿No hay dentista en la isla? —preguntó Andy a la vieja que lo observaba, suspicaz, desde el otro lado de la valla.

—Viene de la costa cada lunes —contestó ella con recelo, pues el del dentista era un tema doloroso y todos los vecinos tendían a eludirlo negando la evidencia.

—¿Y lleva mucho tiempo viniendo? preguntó Andy desde su posición, acuclillado sobre el asfalto. Había dejado de pintar por un instante.

—Sí, siempre ha venido el mismo desde hace tanto tiempo que ni me acuerdo —dijo Ginny, más tímida que arisca esta vez, con los labios arrugados como papel rizado en torno a los dientes falsos, grandes y contrahechos.

—El mundo está lleno de dentistas malos —comentó Andy con diplomacia. Toda la gente de aquí que he visto hasta ahora tiene un montón increíble de arreglos dentales y, aunque no es asunto mío, señora, quizá deberían pensar en cambiar de dentista o, al menos, hacer investigar a fondo al que tienen ahora.

El comentario y la dentadura brillante, perfecta y natural de Andy dejaron a Ginny sin aire, que era la expresión que empleaban en Tangier cuando algo llegaba hondo y causaba un dolor insoportable. No era que los isleños no se quejaran del dentista en privado, en sus charlas. Pero si no era aquél, no tendrían ninguno.

—Supongo que usted no lee al agente Verdad —dijo Andy al tiempo que volvía a su trabajo, pero ese tipo tiene algunas cosas interesantes que decir respecto a afrontar la verdad y, de hecho, a exigirla. La única manera de conseguir la verdad, señora, es mirar de frente lo que uno teme, sea una momia o un dentista astuto y dañino.

Ginny, desconcertada, no supo qué pensar de aquel joven agente de modales correctos que no parecía encajar con su uniforme amedrentador y con el hecho de transgredir los límites y profanar la calzada que discurría frente a su casa.

—¡Bah!, no cambie de tema. No intente desviar mi atención de lo que está haciendo, como si no estuviera pintando esa línea delante de mis propios ojos —declaró, volviendo así al asunto.

No intento desviar nada —replicó Andy—. Debo pintar esta línea de control de velocidad. Ordenes del gobernador, señora.

Ginny no había oído hablar jamás de semejante asunto y se sulfuró al instante. En toda la isla había menos de veinte vehículos terrestres movidos a gasolina, y la mayor parte de ellos eran furgonetas oxidadas que se utilizaban para transportar bienes. Prácticamente todos los isleños se desplazaban a pie o en cochecitos de golf, triciclos y simples bicicletas, algunas eléctricas. La isla Tangier medía menos de cinco kilómetros de longitud y apenas uno y medio de anchura, y sólo vivían allí seiscientas cincuenta personas. ¿Por qué había de molestarse el gobernador si alguno de ellos aceleraba un poco más de la cuenta con su cochecito eléctrico de golf? La vida transcurría con calma. Las carreteras eran poco más que caminos peatonales, pocos de ellos pavimentados, y una curva mal tomada podía enviarlo a uno de cabeza a un cenagal. El exceso de velocidad no había sido nunca un problema de la comunidad y, de hecho, Ginny no recordaba que el alcalde o el consejo municipal se refirieran nunca a este tema en particular.

—Pues en la costa tienen muchas más carreteras y no hay necesidad de que anden pintando en las nuestras. Deje eso ya, agente, si no quiere jugársela.

Andy no estaba seguro de lo que había dicho la mujer, pero detectó cierto tono de amenaza.

—Sólo hago mi trabajo —dijo al tiempo que mojaba la brocha en la lata de pintura.

—Qué pasa si se pisa la raya? Ginny señaló la línea, aún húmeda, pintada en la calzada.

—Nada, todavía —explicó Andy en tono agorero, con la esperanza de que ello estimulara a la mujer a quejarse y le proporcionara así unas cuantas citas valiosas para su siguiente artículo como Agente Verdad—. Tengo que pintar otra a un cuarto de milla, exactamente, de ésta. Luego, cuando nuestros helicópteros patrullen sobre la isla, los pilotos podrán medir cuánto tarda un vehículo en desplazarse de una línea a otra. El VASCAR nos dirá con precisión a qué velocidad circula.

—¡Eh! ;Santo cielo! ¿Van a traer a Tangier los coches de la fórmula NASCAR? —Ginnv se quedó perpleja.

—El VASCAR —repitió Andy, sorprendido y entusiasmado de que aquella virginiana confundiera el control de velocidad con las carreras de coches—. Es un sistema de ordenador que descubre si un coche se salta los límites de velocidad.

—Y entonces, ¿qué? Ginny seguía sin entender palabra e imaginó la isla invadida por el rugido de motores y los aficionados ebrios.

—Entonces, un agente de tráfico detendrá al transgresor y le pondrá la multa.

—Qué es eso de la multa? —Ginnv imaginó al joven agente con su gran gorra y sus gafas oscuras dando a algún pobre isleño que circulase en bicicleta una severa reprimenda, con el dedo levantado en gesto amenazador y ánimo de asustarlo. Luego le recitaría algo parecido a la lectura de derechos que Ginny siempre oía en los programas de televisión captados con la parabólica que tenía instalada entre bolas de cristal y otros adornos de jardín.

—Una multa —repitió Andy, muv serio—. Una sanción. ¿Sabe usted qué es una sanción? —La brocha Llegó hasta el borde de la calzada, a pocos centímetros de la valla de Ginny y de las tumbas de todos sus parientes difuntos, cuyas lápidas aparecían desgastadas y ladeadas en diferentes direcciones—. El agente escribe algo en un papelito, se lo da y usted se presenta en el juzgado para pagar una cantidad. En efectivo o con un cheque.

Andy sabía muy bien que en la isla no había banco y que lo más parecido a un cheque que conocía la mujer era el chequeo que siempre hacía el guardacostas a los barcos de pesca.

—¿Y cuánto hemos de pagar de multa, si es que lo hacen? Ginny estaba cada vez más alarmada.

Andy se incorporó y estiró la espalda dolorida al tiempo que se esforzaba por descifrar lo que acababa de decirle la mujer con su peculiar acento. Entonces recordó la visita que había hecho a The What Not Shop poco antes de empezar a pintar la raya; allí oyó a dos mujeres de la isla que, con el mismo extraño deje, cuchicheaban cosas sobre él y comentaban que había detenido a alguien por algún asunto y que no sabían de quién se trataba ni por qué. Andy entendió, no sin dificultades, que las mujeres se referían a un chico de la isla llamado Fonny Boy Shores; el muchacho no ayudaba nada en su casa, tenía la lengua muy larga, no estudiaba y prefería pasar el tiempo vagando por la orilla del mar en busca de cosas con un palo que contribuir con un salario decente a su empobrecida familia.

—La multa por exceso de velocidad depende de en cuántos kilómetros por hora se supere el límite —informó Andy a la ceñuda isleña.

Lo que no le dijo fue que, en su opinión, era absurdo poner denuncias de exceso de velocidad con mediciones desde el aire. Los aviones y helicópteros no disponían de radares precisos ni de una buena visión de las matrículas, y Andy imaginó a un piloto calculando, por ejemplo, la velocidad de un utilitario blanco que iba en dirección norte y llamando por radio a un coche patrulla en tierra para que detuviera al infractor. El agente saldría quemando llanta de un escondite entre los arbustos de la mediana de la autovía y se lanzaría con luces y sirenas tras el primer utilitario blanco que pasara en dirección norte, seleccionando a uno cualquiera entre el numeroso grupo de utilitarios blancos que circularan por la autovía. ¡Qué manera de desperdiciar carburante, dinero del contribuyente y tiempo!

—Son tres dólares por milla sobrepasada, más treinta dólares de costas del juicio —resumió Por cierto, ¿cómo se llama usted?

—¿Por qué lo pregunta? —Ginny retrocedió un paso, amenazada.

—Utiliza alguna vez la red Internet?

Ella lo miró, atónita.

—No, no es una red de pesca —continuó Andy, algo frustrado y molesto—. No creo que por aquí tengan ordenadores ni módems. —Contempló las casuchas de tablillas que flanqueaban la carretera deteriorada y vio varios coches de golf saltando baches a lo lejos—. Olvide Internet —añadió—. Pero me gustaría saber su nombre, señora; si me lo da, enviaré un mensaje al Agente Verdad para que la mencione a usted y explique al mundo su opinión sobre la nueva iniciativa de control de velocidad del gobernador.

Ginny estaba desconcertada.

—Eso podría atraer más turistas a sus criaderos de cangrejos —insistió él, señalándolos—. Son unos ingresos interesantes, ¿verdad?

—Tengo todo el derecho a ganarme unas perras de vez en cuando —dijo Ginny en un intento de quitar importancia a su empresa privada libre de impuestos—. Pero en esta época del año no hay pelones que mostrar y sólo me queda un semental en ese tanque de ahí. Es un bicho grande, pero a veces resulta aburrido y los forasteros pronto irán a otros lugares y dejarán de venir por aquí.

Andy intentó engatusar a la mujer para que le diera su nombre:

—Nunca se sabe. No hay nada mejor que la publicidad. Quizás así las cosas mejoren un poco. Tal vez la gente lea lo que escribe ese tipo sobre ese semental y muchos acudan a echarle un vistazo.

Ginny accedió a decirle quién era porque se convenció de que no era un inspector de Hacienda, sino que se ocupaba de otros asuntos legales. Y cada moneda era importante. La mujer venía observando que, en los tiempos actuales, mucha gente malgastaba las monedas de cuarto de dólar, diez centavos, cinco y, por supuesto, las de uno. En la isla todo el mundo intentaba descargarse de ellas colocándolas al vecino. Las moneditas de un centavo circulaban sin parar y había llegado un punto en que Ginny era capaz de reconocer cada una y sabía que la habían pillado cuando iba de compras y le caía una cantidad enorme de esas familiares piececillas como cambio.

No quiero más monedas pequeñas regañaba una y otra vez a Daisy Eskridge, la cajera de la única tienda de la isla.

—Mira, cielo, no pretendo colocártelas, pero debo repartirlas —había replicado Daisy la última vez que la mujer se había quejado—. Por lo menos, tengo que hacerlo desde que Wheezy Parks estuvo por aquí para comprar harina y jabón y me dio más de cuatrocientos centavos en monedas. Le dije que le fiaba, pero ella estaba decidida a soltar los centavos y no me caben todos en la caja, Ginny.

Ginny aún estaba molesta con Wheezy, que siempre se negaba a comprar a crédito y era la más pesada de la isla en lo que hacía a pasar monedas no deseadas. Junto con los centavos, corría el rumor persistente y escandaloso de que Wheezy abría las alcancías en plena noche y cambiaba las monedas de un centavo por otras de cuarto de dólar, diez centavos y cinco. Luego, para empeorar aún más las cosas, la mujer siempre trataba de librarse del resto de sus centavos a la primera oportunidad. Wheezy, en fin, tenía probablemente la mayoría de las monedas que había en la isla, guardadas probablemente en calcetines bajo la cama.

—En fin, señora Crockett, diez millas sobrepasadas representan treinta dólares, más las costas. —Andy intentaba explicar un complejo proceso legal y Ginny dejó de pensar en centavos y concentró la atención de nuevo en lo que el agente le decía—. Quince millas es conducción temeraria y el responsable puede terminar en la cárcel.

—¡Jesús, María y José! ¡No pueden meternos en la cárcel! —protestó Ginny.

La mujer tenía razón, aunque no del todo. En efecto, no se podía encerrar a nadie en la isla, pues no tenía calabozos ni cárcel. Eso significaba, claramente, que cualquiera que fuese detenido por exceso de velocidad debería trasladarse a tierra firme. La insinuación de que tal cosa fuera posible despertó temores ancestrales en toda la isla tan pronto como Ginny echó a correr por Janders Road y llegó hasta el Spanky's Place, donde Dipper Pruitt estaba sirviendo unos cucuruchos de helado de vainilla a tres silenciosas turistas amish que llevaban largas faldas y cofias en el cabello.

—¡Nos van a encerrar a todos en la cárcel, en la costa! —exclamó Ginny al llegar—. ¡Y van a convertir la isla en una pista de carreras!

Las mujeres amish sonrieron tímidamente mientras sacaban codiciadas piezas de plata de sus delicados monederos negros y, sin el menor ruido, las depositaban una a una sobre el mostrador. Ginny no solía encontrarse con turistas de Pennsylvania y siempre se maravillaba de su manera de vestir y comportarse, así como de la extrema palidez de su piel. Aquella gente podía navegar durante horas en los transbordadores Chesapeake Breeze y Captain Eulice y rondar por la isla el día entero sin quemarse bajo el sol, sin pillar resfriados y sin que se les descompusiera el tipo por el viento. Nunca se sentaban en las mecedoras bajo los porches, ni se apoyaban en las lápidas, ni tampoco miraban los tanques y acuarios sin haher pagado primero, ni hacían comentarios sobre la rara manera de hablar de los isleños. Ginny no había oído jamás que un amish se quejara de la prohibición de alcohol en la isla ni de los tempranos toques de queda que desanimaban cualquier vida nocturna y aseguraban que los marineros estuvieran en casa con sus familias y se acostaran temprano. Si todos los forasteros fueran como la gente de Pennsylvania, Ginny y sus vecinos no se molestarían tanto ante su presencia.

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