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Authors: Julio Verne

La isla misteriosa (25 page)

BOOK: La isla misteriosa
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De estos tres ácidos: oleico, margárico y esteárico, el primero, como líquido, fue separado por una presión suficiente, y los otros dos quedaron formando la sustancia misma que iba a servir para modelar las bujías.

La operación no duró más de veinticuatro horas. Después de varios ensayos se hicieron mechas con fibras vegetales y, empapadas en la sustancia licuefacta, formaron verdaderas bujías esteáricas, que se moldearon con la mano, y a las cuales no faltaba ni blancura ni pulimento. No ofrecían, sin duda, la ventaja que tienen las mechas impregnadas de ácido bórico, de vitrificarse a medida que se efectúa la combustión y de consumirse enteramente; pero Ciro Smith fabricó un hermoso par de despabiladeras, y aquellas bujías fueron muy estimadas durante las grandes veladas del Palacio de granito.

Durante aquel mes no faltó trabajo en el interior de la casa. Los carpinteros tuvieron mucho que hacer: se perfeccionaron los útiles, que eran muy rudimentarios, y también se hicieron otros para completar la herramienta. Se fabricaron tijeras y los colonos pudieron cortarse el pelo y, si no afeitarse, por lo menos arreglarse la barba. Harbert no la tenía; Nab, tampoco; pero sus compañeros estaban bastante erizados para justificar la construcción de dichas tijeras.

La fabricación de un serrucho costó trabajos infinitos, pero al fin se obtuvo un instrumento que, vigorosamente manejado, podía dividir las fibras leñosas de la madera. Hicieron mesas, sillas, armarios, que amueblaron las principales habitaciones, y camas, cuyas ropas únicas consistieron en jergones de fucos. La cocina, con sus vasares para los utensilios de barro, su horno de ladrillos y su fregadero, tenía muy buen aspecto, y Nab actuaba en ella como si fuera un laboratorio químico.

Los ebanistas debieron ser reemplazados por los carpinteros. En efecto, el nuevo desagüe, a fuerza de minas, necesitaba la construcción de dos puentecillos, uno sobre la meseta de la Gran Vista y otro sobre la misma playa. Pues la meseta y la playa estaban cortadas transversalmente por una corriente de agua que había que atravesar cuando se quería ir al norte de la isla. Para evitarlos, los colonos se veían obligados a dar un rodeo muy grande y subir hacia el oeste hasta más allá de las fuentes del arroyo Rojo. Lo más sencillo era, pues, tender sobre la meseta y la playa dos puentecillos de veinte a veinticinco pies de longitud, y con algunos árboles, escuadrados con el hacha, se formaría el armazón. Fue asunto de pocos días; tendidos los puentes, Nab y Pencroff los aprovecharon para ir hasta el criadero de ostras descubierto junto a las dunas. Arrastraron consigo una especie de carrito, que reemplazaba al antiguo cañizo, verdaderamente demasiado incómodo, y llevaron algunos millares de ostras, cuya aclimatación se hizo rápidamente en medio de aquellas rocas, que formaban otros tantos bancos naturales en la desembocadura del río de la Merced. Aquellos moluscos eran de calidad excelente y los colonos hicieron de ellos un consumo casi cotidiano.

Como se ve, la isla Lincoln, aunque sus habitantes no habían explorado sino una pequeñísima parte, satisfacía ya casi todas sus necesidades, y probablemente, registrada hasta sus más secretos rincones, sobre todo la parte llana del bosque que se extendía desde el río de la Merced al promontorio del Reptil, les prodigase nuevos tesoros.

Una sola privación notaban todavía los colonos de la isla Lincoln. No les faltaba alimento azoado, ni tampoco echaban de menos los productos vegetales que debían moderar el uso de aquel alimento; las raíces leñosas de los dragos, sometidas a fermentación, les daban una bebida acidulada, especie de cerveza preferible al agua pura; habían hecho también azúcar sin cañas ni remolacha, recogiendo el licor que destila el
Acer saccharinum,
especie de arce de la familia de las aceríneas, que prospera en todas las zonas medias y que crecía abundantemente en la isla; hacían un té muy agradable con las monardas llevadas del sotillo; tenían sal, que es el único de los productos minerales que entra en la alimentación; pero les faltaba pan.

Tal vez más adelante los colonos podrían reemplazar este alimento por algún equivalente, harina de sagú o fécula del árbol del pan; y era posible, en efecto, que entre los árboles de los bosques del sur se encontrasen algunas de esas preciosas especies, pero hasta entonces no las habían descubierto.

Sin embargo, la Providencia debía en aquella ocasión acudir directamente en auxilio de los colonos, en una proporción infinitesimal, pero que no hubiera podido ser producida por Ciro Smith con toda su inteligencia y toda su sutileza de ingenio. Lo que el ingeniero no hubiera podido crear nunca, Harbert lo encontró por casualidad un día en el forro de su chaleco, que remendaba.

Aquel día llovía torrencialmente y los colonos estaban reunidos en el salón del Palacio de granito, cuando el joven exclamó de repente:

—¡Caramba, señor Ciro, un grano de trigo!

Y enseñó a sus compañeros un grano, que de su bolsillo agujereado se había introducido en el forro del chaleco. La presencia de aquel grano se explicaba por la costumbre que tenía Harbert, estando en Richmond, de echar trigo a algunas palomas que Pencroff le había regalado.

—¡Un grano de trigo! —dijo el ingeniero.

—¡Sí, señor Ciro, pero uno solo, nada más que uno!

—¡Pues sí que hemos adelantado mucho, hijo mío! —exclamó Pencroff sonriéndose—. ¿Qué podremos hacer con un grano de trigo?

—Haremos pan —respondió Ciro Smith.

—Pan, pasteles y galletas —replicó el marino—. El pan que nos dé este grano no nos hartará.

Harbert, dando muy poca importancia a su descubrimiento, se disponía a tirar por la ventana el grano, cuando Ciro Smith lo tomó, lo examinó y reconoció que se hallaba en buen estado y, mirando al marino, le preguntó tranquilamente:

—Pencroff, ¿sabe usted cuántas espigas puede producir un grano de trigo?

—Supongo que producirá una —repuso el marino, sorprendido por la pregunta.

—Diez, Pencrof. ¿Y sabe usted cuántos granos tiene una espiga?

—No.

—Ochenta por término medio —dijo Ciro Smith—. Así, pues, recogeremos 800, los cuales, en la segunda cosecha, producirán 640.000; en la tercera, 512 millones, y en la cuarta, más de 400.000 millones de granos. Esta es la proporción.

Los compañeros de Ciro Smith le escuchaban sin responder. Aquellos números les dejaban estupefactos. Eran, sin embargo, muy exactos.

—Sí, amigos míos —repuso el ingeniero—, tales son las progresiones aritméticas de la fecunda naturaleza. ¿Qué es, después de todo, esa multiplicación del grano de trigo, cuyas diez espigas no tienen más que 800 granos, comparada con la de esos pies de adormideras, que llevan 32.000, o con los de tabaco, que producen 460.000? En pocos años, si no fuera por las muchas causas de destrucción que ponen límite a su fecundidad, esas plantas invadirían toda la tierra.

Pero el ingeniero no había terminado su pequeño interrogatorio.

—Y ahora, Pencroff —añadió—, ¿sabe usted cuántas fanegas de trigo representan esos 400.000 millones de granos?

—No —respondió el marino—; sólo sé que soy un burro.

—Pues bien, harían más de un millón a razón de 390.000 granos por fanega.

—¡Un millón! —exclamó Pencroff.

—¡Un millón!

—¿En cuatro años?

—En cuatro años —contestó Ciro—, y aun en dos años, si, como espero, podemos en esta latitud obtener dos cosechas al año.

A esto, según su costumbre, Pencroff no pudo por menos de contestar con un hurra formidable.

—Así, pues, Harbert añadió el ingeniero—, has hecho un descubrimiento de grandísima importancia para nosotros. En las condiciones en que estamos, todo, amigos míos, todo puede servimos; y ruego que no lo olviden.

—No, señor Ciro, no lo olvidaremos —dijo Pencroff—, y si alguna vez encuentro uno de esos granos de tabaco que se multiplican por trescientos setenta mil, le aseguro a usted que no lo tiraré por la ventana. Y ahora, ¿sabe usted lo que debemos hacer?

—Sembrar este grano —contestó Harbert.

—Sí —añadió Gedeón Spilett—, y con todos los miramientos que le son debidos, porque lleva en sí nuestras cosechas del porvenir.

—¡Con tal que germine! —exclamó el marino.

—Germinará —afirmó Ciro Smith.

Era el 20 de junio: momento propicio para sembrar aquel único y precioso grano de trigo. Primero se trató de sembrarlo en un puchero; pero, bien pensado, se resolvió recomendarle más a la naturaleza y confiarle a la tierra. Se hizo así el mismo día, y es inútil añadir que se tomaron todas las precauciones para que la operación tuviese buen éxito.

Habiéndose aclarado un poco el tiempo, los colonos subieron a las alturas del Palacio de granito, y allí, en la meseta, eligieron un sitio abrigado contra el viento y donde el sol del mediodía debía verter todo su calor. Se limpió y mulló el terreno, se le registró para quitar los insectos y gusanos, se echó en él una capa de tierra buena mezclada con un poco de cal, se le rodeó de una empalizada y se sembró el grano de trigo después de haber humedecido la tierra.

Parecía que los colonos sentaban la primera piedra de un edificio, y aquel instante recordó a Pencroff el día en que había encendido su único fósforo y el cuidado con que había procedido a la operación. Pero entonces la cosa era más grave; los náufragos siempre habían logrado proporcionarse fuego, ya por un procedimiento, ya por otro; pero ningún poder humano les devolvería aquel grano de trigo, si por desgracia se perdía.

21. Exploración y conversación sobre el futuro de la Tierra

Desde aquel momento no pasó un día sin que Pencroff visitara lo que llamaba muy formalmente
su campo de trigo.
¡Y desventurados los insectos que se aventuraban a acercarse! No tenía piedad con ellos.

Hacia finales de junio, después de interminables lluvias, bajó mucho la temperatura, y el 29 un termómetro Fahrenheit había anunciado solamente veinte grados sobre cero (6º 67' centígrados bajo cero). Al día siguiente, 30 de junio, día que corresponde al 31 de diciembre en el hemisferio boreal, era viernes. Nab observó que el año concluía con un día malo. Pero Pencroff le respondió que “naturalmente” el año siguiente comenzaría por uno bueno, lo que valía más.

Comenzó un frío muy vivo. Empezaron a amontonarse los hielos en la desembocadura del río de la Merced, y el lago no tardó en helarse en toda su extensión. Hubo que renovar muchas veces la provisión de combustible. Pencroff no había esperado a que el río se helase para conducir enormes cargas de leña a su destino. La corriente era un motor infatigable y fue empleada para acarrear maderas hasta que el frío vino a encadenarla. Al combustible, tan abundantemente suministrado por el bosque, se añadieron varias carretadas de hulla que hubo que buscar al pie de los contrafuertes del monte Franklin. Aquel poderoso calor del carbón de piedra fue vivamente apreciado a causa de la baja temperatura, que el 4 de julio descendió a ocho grados Fahrenheit (13° centígrados bajo cero). Se puso una nueva chimenea en el comedor y allí trabajaban todos en común.

Durante este período de frío, Ciro Smith tuvo ocasión de felicitarse de haber derivado hasta el Palacio de granito un pequeño chorro de las aguas del lago Grant. Tomadas bajo nivel de la helada superficie y conducidas por el antiguo desagüe, se conservaban líquidas y llegaban a un depósito interior que se había abierto en el ángulo formado detrás del almacén, cuyo sobrante bajaba por el pozo al mar.

Hacia aquella época, habiéndose puesto el tiempo muy seco, los colonos, abrigados lo mejor posible, resolvieron dedicar un día a la exploración de la parte sudeste de la isla, entre el río de la Merced y el cabo de la Garra. Era un vasto terreno pantanoso y probablemente existía en él muy buena caza, pues debían pulular las aves acuáticas.

La distancia era de ocho o nueve millas de ida y otras tantas de vuelta; por consiguiente, había que empezar bien el día. Como se trataba también de la exploración de la porción desconocida de la isla, toda la colonia debería tomar parte en ella. Por eso el 15 de julio, desde las seis de la mañana, cuando apenas había amanecido, Ciro Smith, Gedeón Spilett, Harbert, Nab y Pencroff, armados de venablos, lazos, arcos y flechas, y provistos de comida abundante, salieron del Palacio de granito, precedidos de
Top,
que saltaba delante de ellos.

Tomaron el camino más corto, para lo cual atravesaron el río de la Merced, por los hielos que le obstruían entonces.

—Pero —observó justamente el corresponsal— esto no puede reemplazar un puente verdadero.

Por eso la construcción de un
puente verdadero
estaba registrada entre las obras a realizar.

Era la primera vez que los colonos ponían el pie en la orilla derecha del río de la Merced y que se aventuraban entre aquellas grandes y soberbias coníferas, entonces cubiertas de nieve. No habían andado media milla, cuando de una grande espesura se escapó toda una familia de cuadrúpedos, que habían elegido aquel domicilio y huían ante los ladridos de
Top.

—¡Parecen zorras! —exclamó Harbert, cuando vio aquella bandada huyendo.

Eran zorras, en efecto, pero zorras de gran tamaño, que despedían una especie de ladrido que parecía admirar el mismo
Top,
porque se detuvo y dio a aquellos rápidos animales el tiempo necesario para desaparecer.

El perro tenía motivo para sorprenderse, pues no sabía historia natural; pero por sus ladridos, aquellas zorras, de pelo gris rojizo y cola negra terminada en una especie de penacho blanco, habían descubierto su origen. Harbert les dio sin vacilar su verdadero nombre de culpeos.

Estos culpeos se encuentran frecuentemente en Chile, en las islas Malvinas y en todos los parajes americanos atravesados por los paralelos treinta y cuarenta. Harbert sintió mucho que
Top
no hubiera podido apoderarse de uno de aquellos carnívoros.

—¿Y eso se come? —preguntó Pencroff, que no consideraba jamás a los representantes de la fauna de la isla sino desde un punto de vista especial.

—No —respondió Harbert—; los zoólogos no han averiguado todavía si la pupila de esas zorras es diurna o nocturna y si conviene o no clasificarlas en el género perro propiamente dicho.

Ciro Smith no pudo menos de sonreírse al oír la reflexión del joven, que revelaba su espíritu dado a los estudios serios. En cuanto al marino, poco le importaba la cuestión zoológica desde el momento en que aquellas zorras no podían ser clasificadas en el género de comestible. Sin embargo, observó que, cuando hubiera un corral en el Palacio de granito, no habría que olvidar tomar algunas precauciones contra la visita probable de aquellos ladrones de cuatro patas, observación a la cual nadie replicó.

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