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Authors: Julio Verne

La isla misteriosa (28 page)

BOOK: La isla misteriosa
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Sin embargo, la prisión que sufrían les impacientaba demasiado y todos tenían ansias de volver a ver, si no la hermosa primavera, al menos el final de aquel frío insoportable. ¡Si por ventura hubieran tenido vestidos de abrigo para poder afrontarlo! ¡Qué excursiones no habrían intentado a las dunas, al pantano de los Tadornes! La caza debía ser fácil y hubiera sido fructuosa sin duda alguna. Pero Ciro Smith no quería que nadie comprometiese su salud, porque necesitaba de todos los brazos, y sus consejos fueron seguidos.

El más impaciente de los prisioneros, después de Pencroff, se entiende, era
Top.
El fiel perro encontraba muy estrecho para él el Palacio de granito. Iba y venía de un cuarto a otro y manifestaba a su manera el aburrimiento que le causaba el hallarse acuartelado.

Ciro Smith observó con frecuencia que, cuando se acercaba a aquel pozo oscuro, que estaba en comunicación con el mar y cuyo orificio se abría a un extremo del almacén, lanzaba gruñidos singulares, dando vueltas alrededor de aquella abertura que estaba tapada por unas tablas.

Algunas veces trataba de introducir sus patas debajo de la tapa como si hubiera querido levantarla y gruñía entonces de un modo particular, que indicaba al mismo tiempo cólera e inquietud.

El ingeniero observó muchas veces aquellas maniobras del perro.

¿Qué había en aquel abismo que pudiera impresionar hasta tal punto al inteligente animal? El pozo terminaba en el mar, esto era indudable. ¿Se ramificaba por estrechos canales? ¿Estaba en comunicación con otra cavidad interior? ¿Vendría de cuando en cuando algún monstruo marino a respirar en el fondo de aquel pozo? El ingeniero no sabía qué pensar y no podía menos de meditar sobre las complicaciones extrañas que pudieran sobrevenir. Acostumbrado a adelantarse por el terreno de las realidades científicas, no podía sobreponerse a aquel movimiento que le arrastraba el dominio de lo extraño y casi de lo sobrenatural. ¿Pero cómo explicarse que
Top,
uno de esos perros sensatos que jamás han perdido su tiempo en ladrar a la luna, se obstinase en sondear con el olfato y el oído aquel abismo si nada pasaba en él que debiera despertar su inquietud? La conducta de
Top
intrigaba a Ciro Smith más de lo que él mismo suponía. Pero el ingeniero no comunicó sus impresiones nada más que a Gedeon Spilett, creyendo inútil iniciar a sus compañeros en las reflexiones involuntarias que le obligaba a hacer aquel capricho de
Top.

Por fin, cesaron los fríos. Hubo nubes, vientos mezclados de nieve, nubarrones, ráfagas de aire puro, pero de corta duración. El hielo se había disuelto, la nieve se había fundido, la playa, la meseta, la orilla del río de la Merced y el bosque volvieron a ser transitables. La vuelta de la primavera llenó de satisfacción a los huéspedes del Palacio de granito y pronto se limitaron a pasar en él tan sólo las horas de sueño y de la comida.

En la segunda mitad de septiembre cazaron mucho, lo cual indujo a Pencroff a reclamar con nueva insistencia las armas de fuego, que, según decía, le había prometido Smith. El ingeniero, sabiendo perfectamente que sin instrumentos especiales le sería casi imposible construir un fusil que pudiera prestar algún servicio, aplazaba siempre la operación para más adelante. Por otra parte, les advertía que Harbert y Gedeón Spilett se habían hecho hábiles arqueros; que, de todos modos, excelentes animales como agutíes, canguros, cabiayes, palomas, avutardas, patos y cercetas, en fin, caza de pelo o caza de pluma, caían al impulso de sus flechas, y que, por consiguiente, bien podía esperarse ocasión más oportuna. Pero el obstinado marino no entendía de reflexiones y no dejaba de importunar al ingeniero para que satisficiese su deseo. El mismo Gedeón Spilett apoyaba a Pencroff en esto, diciendo:

—Si la isla, como es de sospechar, contiene animales feroces, es necesario pensar en combatirlos y exterminarlos. Puede llegar un momento en que ése sea nuestro primer deber.

Pero entonces la cuestión de las armas de fuego no ocupaba la mente de Ciro Smith, le preocupaban los vestidos. Los que llevaban los colonos habían pasado el invierno, pero no podían durar hasta el invierno próximo. Había que proporcionarse a toda costa pieles de carnívoros o lana de rumiantes; y puesto que no faltaban muflas, convenía pensar en los medios de formar un rebaño para las necesidades de la colonia. Un recinto destinado a los animales domésticos, un corral para los volátiles, en una palabra, una especie de granja establecida en cualquier punto de la isla, deberían ser los dos proyectos importantes en cuya ejecución se ocuparían durante la buena estación.

Por consiguiente, para llevar a cabo la idea de estos futuros establecimientos, era urgente emprender un reconocimiento de toda la parte ignorada de la isla Lincoln, es decir, de aquellas grandes selvas que se extendían a la derecha del río de la Merced, desde su desembocadura hasta el extremo de la península Serpentina, lo mismo que toda la costa occidental. Pero era preciso que el tiempo estuviese asegurado y todavía debía transcurrir un mes antes de que pudiera emprenderse útilmente la expedición.

Esperaban con impaciencia, cuando ocurrió un incidente que vino, a excitar más el deseo que tenían los colonos de visitar completamente su dominio.

Era el 14 de octubre. Aquel día Pencroff había ido a visitar las trampas, que tenía siempre convenientemente cebadas, y en una de ellas encontró tres animales, que entrarían en la despensa como llovidos del cielo. Eran una hembra de saíno y sus dos lechoncillos.

Pencroff volvió, pues, al Palacio de granito satisfecho de su captura, y, como siempre, hizo gran ostentación de su caza.

—¡Vamos! Hoy haremos una suculenta comida, señor Ciro —exclamó—, y usted, señor Spilett, participará de ella.

—Con mucho gusto —dijo el corresponsal—. ¿Pero qué es lo que vamos a comer?

—Lechoncillo.

—¿Lechoncillo, Pencroff? Al oírle a usted, creí que nos traía una perdiz con trufas.

—¡Cómo! ¿Haría usted ascos al lechón?

—No —repuso Gedeón Spilett, sin mostrar ningún entusiasmo—, y con tal que no se abuse de ese manjar...

—Bueno, bueno, señor periodista —dijo el marino, a quien no gustaba que despreciasen su caza—, veo que se hace usted el melindroso. Hace siete meses, cuando desembarcamos en esta isla, se habría tenido usted por dichoso encontrando una cabeza semejante.

—¡Qué le vamos a hacer! —exclamó Gedeón—. El hombre jamás es perfecto y nunca está contento.

—En fin —repuso Pencroff—, espero que Nab se lucirá. Vean ustedes: estos dos saínos pequeños apenas tienen tres meses de edad, estarán tan tiernos como codornices. Vamos, Nab, vamos, yo mismo vigilaré la cocina.

Y el marino entró en la cocina, absorbiéndose en seguida en sus tareas culinarias.

Le dejaron que se arreglase a su modo. Nab y él prepararon una comida magnífica compuesta de los dos saínos, de una sopa de canguro, un jamón ahumado, piñones, bebida de drago, té de Oswego y de todo lo mejor que había en la despensa, pero entre todos los platos debían figurar en primer término los sabrosos saínos en estofado.

A las cinco se sirvió la comida en la sala del Palacio de granito. La sopa de canguro humeaba sobre la mesa y todos la hallaron excelente. A la sopa sucedieron los saínos, que Pencroff quiso trinchar por sí mismo, y de los cuales sirvió porciones monstruosas a cada uno de los comensales. Los lechoncillos estaban verdaderamente deliciosos, y Pencroff devoraba su parte con glotonería, cuando de repente dejó escapar un grito y un taco.

—¿Qué pasa? —preguntó Ciro Smith.

—Ay, Ay..., ¡acabo de romperme una muela! —contestó el marino.

—¿Cómo? ¿Tienen piedras los saínos que usted caza? —dijo Gedeón Spilett.

—Habrá que creerlo —añadió Pencroff sacando de la boca el objeto que le había costado una muela.

No era una piedra..., sino un grano de plomo.

II. EL ABANDONADO
1. Síntoma de que están acompañados

Habían transcurrido siete meses justos desde que los pasajeros del globo habían sido arrojados a la isla Lincoln. Desde entonces, todas las investigaciones hechas no habían dado como resultado el descubrir ningún ser humano. El humo tampoco había dado indicio de la presencia del hombre en la superficie de la isla: ni un producto de trabajo manual había ofrecido testimonio alguno de su paso en ninguna época próxima ni remota. La isla, no sólo parecía no habitada, sino que debía creerse que no lo había estado nunca. Pero, a la sazón, todo este cúmulo de deducciones desaparecía ante un simple grano de plomo, hallado en el cuerpo de un inofensivo roedor.

En efecto, aquel plomo había salido de un arma de fuego, ¿y quién más que un ser humano habría podido disparar?

Cuando Pencroff puso el grano de plomo sobre la mesa, sus compañeros lo miraron con profundo asombro. Las consecuencias de aquel incidente, considerable a pesar de su apariencia insignificante, cruzaron rápidamente por su imaginación. La aparición de un ser sobrenatural no les habría impresionado más.

Ciro Smith no vaciló en formular desde el primer momento la hipótesis de aquel suceso tan sorprendente como inesperado. Tomó el grano de plomo, lo volvió y revolvió en la mano, lo palpó entre el índice y el pulgar, y después, dirigiéndose a Pencroff, dijo:

—¿Está seguro de que el saíno herido por este grano de plomo apenas podía tener tres meses?

—Apenas, señor Ciro. Mamaba todavía a los pechos de su madre, cuando lo encontré en la trampa.

—En ese caso —dijo el ingeniero—, tenemos la prueba de que hace, al máximo, tres meses, se ha disparado un tiro de fusil en la isla Lincoln.

—Y que un grano de plomo —añadió Gedeón Spilett— ha herido, aunque no mortalmente, a este animalito.

—Es indudable —repuso Ciro Smith—; y de este incidente debemos deducir las siguientes consecuencias: o la isla estaba habitada antes de que nosotros llegásemos, o algunos hombres han desembarcado hace no más de tres meses. Esos hombres, ¿han llegado voluntaria o involuntariamente, por haber tomado tierra o por haber sido arrojados a ella en un naufragio? Este punto no podrá ser dilucidado hasta más adelante. Tampoco podemos saber si son europeos o malayos, amigos o enemigos de nuestra raza; ni podemos adivinar si habitan todavía en la isla o se han marchado ya de ella. Pero estas cuestiones nos interesan demasiado para que permanezcamos mucho tiempo en la incertidumbre.

—¡No, cien veces no, mil veces no! —exclamó el marino levantándose de la mesa—. No hay más hombres que nosotros en la isla Lincoln. ¡Qué diablo! No es tan grande y, si estuviese habitada, ya habríamos visto algún habitante.

—Lo contrario sería muy raro —dijo Harbert.

—Pero todavía sería más raro —repuso Gedeón Spilett— que este saíno hubiese nacido con un perdigón de plomo en el cuerpo.

—A no ser —dijo seriamente Nab— que Pencroff tuviera...

—¿Qué estás diciendo, Nab? ¿Tendría yo, por ventura, sin saberlo, un grano de plomo en las mandíbulas? ¿Y dónde podría haberse ocultado por espacio de siete meses? —añadió abriendo la boca para enseñar los magníficos treinta y dos dientes que la guarnecían—. Mira bien, Nab, y, si encuentras un diente hueco en esta dentadura, te permito que me arranques una docena.

—La hipótesis de Nab es inadmisible —respondió Ciro Smith, que, a pesar de la seriedad de los pensamientos que lo agitaban, no pudo contener una sonrisa—. Es indudable que en estos últimos tres meses se ha disparado un tiro de fusil en la isla; pero me inclino a creer que los hombres, cualesquiera que sean, que han tomado tierra en esta costa, o son recién venidos o no han hecho más que una corta estancia en ella; porque, si, cuando explorábamos el monte Franklin, hubiera estado habitada, nos habrían visto o nosotros les habríamos visto a ellos. Es probable que en una de las semanas anteriores alguna tempestad, seguida de naufragio, haya arrojado a los náufragos a la costa. De todos modos, nos importa poner en claro lo sucedido.

—Me parece que debemos obrar con prudencia —dijo el periodista.

—Ese es también mi parecer —añadió Ciro Smith—, pues, por desgracia, hay que temer que sean piratas malayos los desembarcados en la isla.

—Señor Ciro —preguntó el marino—, ¿no sería conveniente, antes de salir al descubierto, construir una canoa que nos permitiese o remontar el río o, en caso contrario, costear la isla? No debemos dejamos coger desprevenidos.

—Ha tenido usted una buena idea, Pencroff —contestó el ingeniero—, pero no podemos esperar, y necesitaríamos por lo menos un mes para construir una canoa.

—Una verdadera canoa, sí —replicó el marino—; pero no necesitamos una embarcación para alta mar, y en cinco días yo me comprometo a hacer una piragua, suficiente para navegar por el río de la Merced.

—¿En cinco días —exclamó Nab— fabricar un barco?

—Sí, Nab, un bote a la moda india.

—¿De madera? —preguntó el negro en tono de duda.

—De madera —contestó Pencroff— o, mejor dicho, de corteza de árbol. Repito, señor Ciro, que en cinco días tendremos lo que necesitamos.

—¡Vaya por los cinco días! —dijo el ingeniero.

—Pero de aquí a entonces, hay que vivir alerta —dijo Harbert.

—Muy alerta, amigos míos —añadió Ciro—, y por lo mismo les ruego que limiten sus excursiones de caza a las inmediaciones del Palacio de granito.

Terminó la comida con menos animación de lo que Pencroff había esperado.

Así, pues, los colonos no habían sido los primeros ni los únicos habitantes de la isla. Desde el incidente del grano de plomo, éste era un hecho incontestable, y semejante revelación no podía menos de suscitar viva inquietud en el ánimo de los colonos.

Ciro Smith y Gedeón Spilett, antes de dormirse, hablaron mucho de estas cosas. Se preguntaron si por acaso este incidente tendría conexión con las circunstancias inexplicables de la salvación del ingeniero y otras particularidades extrañas que ya muchas veces les había chocado. Sin embargo, Ciro Smith, después de haber discutido el pro y el contra de la cuestión, dijo:

—Bueno, ¿quiere usted saber mi opinión, querido Spilett?

—Sí, Ciro.

—Pues bien, yo creo que por mucho que busquemos y por minuciosamente que exploremos la isla no encontraremos nada.

A la mañana siguiente, Pencroff puso manos a la obra. No se trataba de hacer una canoa con cuadernas y tablones de forro, sino sólo un aparato flotante de fondo plano, que sería excelente para navegar por el río de la Merced, sobre todo cerca de sus fuentes, donde el agua era poco profunda. Trozos de corteza de árbol, unidos uno a otro, debían bastar para formar la ligera embarcación y, en caso de que por dificultades naturales fuera necesario transportarla a brazo, no ofrecería grandes dificultades. Pencroff contaba formar la sutura de las tiras de corteza con clavos remachados, asegurando así con la perfecta adherencia de unas a otras la completa impermeabilidad del aparato.

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