Si Sidonie no hacía fortuna, era porque trabajaba a menudo por amor al arte. Amante de los procesos, olvidando sus asuntos por los de los demás, se dejaba devorar por los alguaciles, lo cual, por otra parte, le procuraba esos disfrutes que conocen sólo las personas pleiteadoras. La mujer moría en ella; no era ya sino un agente de negocios, un corredor que callejeaba a todas horas por París, llevando en su cesta legendaria las mercancías más equívocas, vendiendo de todo, soñando con miles de millones y yendo a reclamar ante un juez de paz, para una cliente favorita, una impugnación de diez francos. Bajita, flaca, macilenta, vestida con aquel delgado traje negro que parecía cortado de la toga de un litigante, se había encogido, y al verla escurrirse a lo largo de las casas, se la hubiera tomado por un mandadero disfrazado de mujer. Su tez tenía la doliente palidez del papel timbrado. Sus labios sonreían con una sonrisa apagada, mientras que sus ojos parecían nadar en la confusión de los negocios, de las preocupaciones de todo tipo con que se atiborraba el cerebro. De facha tímida y discreta, además, con un vago perfume a confesionario y a consulta de comadrona, se ponía dulce y maternal como una monja que, habiendo renunciado a los afectos de este mundo, siente lástima por los sufrimientos del corazón. No hablaba jamás de su marido, como tampoco hablaba de su infancia, de su familia, de sus intereses. No había sino una cosa que no vendía, y era a sí misma; no es que tuviera escrúpulos, sino que la idea de semejante trato no podía ocurrírsele. Era seca como una factura, fría como un protesto, indiferente y brutal en el fondo como un corchete.
Saccard, recién llegado de provincias, no pudo al principio penetrar en las delicadas honduras de los numerosos oficios de Sidonie. Como había estudiado un año de derecho, ella le habló un día de los tres mil millones, con un aire grave, lo cual le dio una pobre idea de su inteligencia. Fue a hurgar en los menores rincones del alojamiento de la calle Saint Jacques, sopesó a Angèle con una mirada, y sólo reapareció cuando sus recados la llamaban al barrio, y cuando experimentaba la necesidad de poner sobre el tapete los tres mil millones. Angèle había picado en la historia de la deuda inglesa. La corredora comenzaba con su manía, hacía brillar el oro durante una hora. Era la chifladura de aquel espíritu sutil, la suave locura con que acunaba su vida perdida en miserables tráficos, el cebo mágico con el cual embriagaba, consigo, a las más crédulas de sus clientas. Muy convencida, por lo demás, acababa hablando de los tres mil millones como de una fortuna personal, que los jueces tendrían que devolverle tarde o temprano, lo cual ponía una maravillosa aureola en torno a su pobre sombrero negro, donde se balanceaban algunas violetas pálidas con tallos de latón cuyo metal se veía. Angèle abría unos ojos como platos. En varias ocasiones habló con respeto de su cuñada a su marido, diciéndole que Sidonie quizá los enriqueciera un día. Saccard se encogía de hombros; había ido a visitar la tienda y el entresuelo de la calle del
faubourg
Poissonnière, y sólo había olfateado una próxima quiebra. Quiso conocer la opinión de Eugéne sobre su hermana; pero éste se puso serio y se contentó con responder que no la veía nunca, que sabía que era muy inteligente, acaso un poco comprometedora. Sin embargo, un día que Saccard regresaba de la calle de Penthièvre, algún tiempo después, creyó ver el vestido negro de Sidonie salir de casa de su hermano y escurrirse rápidamente a lo largo de las casas. Corrió, pero no pudo hallar el vestido negro. La corredora tenía uno de esos portes borrosos que se pierden entre el gentío. Se quedó pensativo, y fue a partir de ese momento cuando estudió a su hermana con mayor atención. No tardó en calar en la labor inmensa de aquel pequeño ser pálido y vago, cuya cara entera parecía bizquear y fundirse. Sintió respeto por ella. Era de la sangre de los Rougon. Reconoció aquel apetito de dinero, aquella necesidad de intriga que caracterizaban a la familia; sólo que, en ella, gracias al ambiente en el que había envejecido, a aquel París donde había tenido que buscar por la mañana su pan negro de la noche, el temperamento común se había torcido para producir ese hermafroditismo extraño de la mujer convertida en ser neutro, hombre de negocios y alcahueta a la vez.
Cuando Saccard, tras haber establecido su plan, emprendió la busca de los primeros fondos, pensó naturalmente en su hermana. Ella movió la cabeza, suspiró hablando de los tres mil millones. Pero el empleado no le toleraba su locura, la vapuleaba rudamente cada vez que volvía sobre la deuda de los Estuardo; aquel sueño le parecía que deshonraba una inteligencia tan práctica. Sidonie, que encajaba tranquilamente las ironías más duras sin que sus convicciones se quebrantasen, le explicó a continuación con gran lucidez que no encontraría un céntimo, pues no tenía ninguna garantía que ofrecer. Esta conversación se desarrollaba delante de la Bolsa, donde ella debía de arriesgar sus ahorros. Hacia las tres, con seguridad uno podía encontrarla apoyada en la verja, a la izquierda, del lado de la oficina de correos; era allí donde daba audiencia a individuos equívocos e imprecisos como ella. Su hermano iba a marcharse, cuando ella murmuró en tono desolado: «¡Ah! Si no estuvieras casado…!». Esta reticencia, cuyo sentido completo y exacto no quiso preguntar, dejó a Saccard singularmente pensativo.
Transcurrieron los meses, acababa de declararse la guerra de Crimea. París, al que una guerra lejana no conmovía, se lanzaba con más arrebato a la especulación y a las mujerzuelas. Saccard asistía, mordiéndose los puños, a esta furia creciente que había previsto. En la forja gigante, los martillos que golpeaban el oro sobre el yunque le imprimían sacudidas de cólera y de impaciencia. Había en él tal tensión de la inteligencia y la voluntad que vivía en un sueño, como un sonámbulo que pasea al borde de los tejados con el estímulo de una idea fija. Por ello se quedó un día sorprendido e irritado al encontrar, una noche, a Angèle enferma y acostada. Su vida doméstica, de una regularidad de reloj, se trastornaba, lo cual lo exasperó como una calculada malignidad del destino. La pobre Angèle se quejaba suavemente; había cogido un resfriado. Cuando el médico llegó, pareció muy inquieto; le dijo al marido, en el rellano, que su mujer tenía una pleuresía y que no respondía de ella. A partir de entonces, el empleado cuidó a la enferma sin cólera; no fue a la oficina, se quedó junto a ella, mirándola con una expresión indefinible, cuando dormía, roja de fiebre, jadeante. Sidonie, pese a su trabajo abrumador, encontró la manera de ir cada tarde a hacerle tisanas, que pretendía espléndidas. Á todos sus oficios unía el de ser una enfermera de vocación, que estaba a gusto con el sufrimiento, con los remedios, con las conversaciones afligidas que se demoran en torno al lecho de los moribundos. Además, parecía haber contraído una tierna amistad con Angèle; amaba a las mujeres, con mil arrumacos, sin duda por el placer que dan a los hombres; las trataba con las delicadas atenciones que las comerciantes tienen con las cosas valiosas de su muestrario, las llamaba «monina, guapita mía», las arrullaba, se extasiaba ante ellas, como un enamorado delante de una amante. Aunque Angèle fuera de una especie de la que no esperaba sacar nada, la engatusaba como a las otras, por regla de conducta. Cuando la joven estuvo en cama, las efusiones de Sidonie se volvieron lacrimosas, llenó el silencioso cuarto con su abnegación. Su hermano la miraba dar vueltas, con los labios apretados, como sumido en un dolor mudo.
El mal empeoró. Una tarde, el médico les confesó que la enferma no pasaría de esa noche. Sidonie había venido temprano, preocupada, miraba a Aristide y Angèle con sus ojos anegados en los que se encendían cortas llamas. Cuando el médico se hubo marchado, ella bajó la lámpara y se hizo un gran silencio. La muerte entraba lentamente en aquella habitación cálida y húmeda, donde la respiración irregular de la moribunda ponía el tic-tac roto de un reloj que se descompone. Sidonie había abandonado las pociones, dejando al mal hacer su obra. Se había sentado delante de la chimenea, junto a su hermano, que atizaba el fuego con mano febril, echando ojeadas involuntarias a la cama. Luego, como nervioso por aquel aire cargado, por aquel espectáculo lamentable, se retiró a la habitación contigua. Habían encerrado allí a la pequeña Clotilde, que jugaba con la muñeca, muy formalita, sobre un trozo de alfombra. Su hija le sonreía cuando Sidonie, deslizándose detrás de él, lo llevó a un rincón, hablando en voz baja. La puerta había quedado abierta. Se oía el ligero estertor de Angèle.
—Tu pobre mujer… —sollozó la corredora—, creo que se acabó. ¿Has oído al médico?
Saccard se contentó con bajar lúgubremente la cabeza.
—Era una buena persona —continuó la otra, hablando como si Angèle ya estuviera muerta—. Podrás encontrar mujeres más ricas, más habituadas a la vida social; pero nunca encontrarás un corazón así.
Y como se detenía, enjugándose los ojos, pareciendo buscar una transición, Saccard preguntó claramente:
—¿Tienes algo que decirme?
—Sí, me he ocupado de ti, por eso que tú sabes, y creo haber descubierto… Pero, en semejante momento… Ya ves, tengo el corazón partido.
Se enjugó otra vez los ojos. Saccard la dejó hacer tranquilamente, sin decir una palabra. Entonces ella se decidió.
—Es una jovencita a la que querrían casar en seguida —dijo—. La criatura ha tenido una desgracia. Hay una tía que haría un sacrificio…
Se interrumpía, seguía gimiendo, llorando sus frases, como si hubiera continuado compadeciendo a la pobre Angèle. Era una forma de impacientar a su hermano y de inducirlo a interrogarla, para no cargar con toda la responsabilidad de la oferta que acababa de hacerle. En efecto, el empleado fue presa de sorda irritación.
—¡Vamos, acaba! —dijo—. ¿Por qué quieren casar a esa jovencita?
—Salía del internado —prosiguió la corredora con voz doliente—, un hombre la perdió, en el campo, en casa de los padres de una amiga. Su padre acaba de darse cuenta del desliz. Quería matarla. La tía, para salvar a la criatura, se ha convertido en su cómplice, y entre las dos le han contado un cuento al padre, le han dicho que el culpable era un muchacho honrado que no pedía sino reparar su extravío de una hora.
—Entonces —dijo Saccard en tono sorprendido y como enfadado—, ¿el hombre del campo se va a casar con la joven?
—No, no puede, está casado.
Hubo un silencio. El estertor de Angèle sonaba más llorosamente en el aire estremecido. La pequeña Cloe había dejado de jugar; miraba a Sidonie y a su padre, con sus grandes ojos de niña soñadora, como si hubiera comprendido sus palabras. Saccard empezó a hacer preguntas breves:
—¿Qué edad tiene la jovencita?
—Diecinueve años.
—¿El embarazo data?
—De tres meses. Sin duda habrá un aborto.
—¿Y la familia es rica y honorable?
—Vieja burguesía. El padre ha sido magistrado. Fortuna bastante saneada.
—¿Cuál sería el sacrificio de la tía?
—Cien mil francos.
Se hizo un nuevo silencio. Sidonie ya no lloriqueaba; estaba en negocios, su voz adquiría las notas metálicas de una revendedora que discute un trato. Su hermano, mirándola de soslayo, agregó con cierta vacilación:
—Y tú, ¿qué quieres?
—Ya veremos más adelante —respondió—. Me harás algún favor a tu vez. —Esperó unos segundos; y, como él callaba, le preguntó abiertamente—: ¡Bueno! ¿Qué decides? Esas pobres mujeres están desoladas. Quieren impedir un estallido. Han prometido comunicar mañana al padre el nombre del culpable… Si aceptas, voy a enviarles una de tus tarjetas de visita por un recadero.
Saccard pareció despertar de un sueño; se estremeció, se volvió perezosamente hacia la habitación contigua, donde había creído oír un ligero ruido.
—Pero yo no puedo —dijo con angustia—, sabes perfectamente que no puedo…
Sidonie lo miraba fijamente, con aire frío y desdeñoso. Toda la sangre de los Rougon, todas sus ardientes codicias, se le subieron a la garganta. Saccard cogió una tarjeta de visita de su cartera y se la dio a su hermana, que la metió con viveza en un sobre, tras haber tachado con cuidado la dirección. En seguida bajó. Eran apenas las nueve.
Saccard, al quedarse solo, fue a apoyar la frente contra los cristales helados. Se ensimismó hasta tocar retreta sobre el cristal, con la punta de los dedos. Pero hacía una noche tan negra, las tinieblas allá fuera se agolpaban en masas tan extrañas, que experimentó un malestar, y maquinalmente volvió a la pieza donde Angèle se moría. La había olvidado, experimentó una terrible sacudida al encontrarla medio incorporada sobre sus almohadas; tenía los ojos desencajados, una oleada de vida parecía haber ascendido a sus mejillas y a sus labios. La pequeña Clotilde, siempre agarrada a su muñeca, estaba sentada en el borde del lecho; en cuanto su padre le había vuelto la espalda, se había deslizado a toda prisa en aquel cuarto, del que la habían apartado, y adonde la devolvían sus gozosas curiosidades de niña. Saccard, con la cabeza llena de la historia de su hermana, vio su sueño por los suelos. Un horroroso pensamiento debió de brillar en sus ojos. Angèle, espantada, quiso lanzarse al fondo de la cama, contra la pared; pero la muerte llegaba, aquel despertar en la agonía era la claridad postrera de la lámpara que se apaga. La moribunda no pudo moverse; se desplomó, continuó clavando sus ojos desencajados en su marido, como para vigilar sus movimientos. Saccard, que había creído en una resurrección diabólica, inventada por el destino para clavarlo a la miseria, se tranquilizó al ver que a la infeliz no le quedaba ni una hora de vida. Experimentó sólo un intolerable malestar. Los ojos de Angèle decían que había oído la conversación de su marido con Sidonie, y que temía que la estrangulara, si no moría lo bastante deprisa. Y había también, en sus ojos, el horrible asombro de una naturaleza dulce e inofensiva que se da cuenta, en su última hora, de las infamias de este mundo, que se estremece ante la idea de los largos años transcurridos al lado de un bandido. Poco a poco, su mirada se hizo más dulce; ya no tuvo miedo, debió de disculpar a aquel miserable, pensando en la encarnizada lucha que reñía desde hacía tanto tiempo con la fortuna. Saccard, perseguido por aquella mirada moribunda, en la cual leía un prolongado reproche, se apoyaba en los muebles, buscaba los rincones en sombra. Luego, desfalleciente, quiso expulsar aquella pesadilla que lo volvía loco, avanzó hacia la claridad de la lámpara. Pero Angèle le hizo señas de que no hablara. Y seguía mirándolo con aquel aire de angustia espantada, con el que ahora se mezclaba una promesa de perdón. Entonces él se inclinó para coger a Clotilde en brazos y llevarla al otro cuarto. Ella se lo prohibió de nuevo, con un movimiento de los labios. Exigía que él se quedara allí. Se extinguió dulcemente, sin quitarle los ojos, y a medida que la mirada palidecía, adquiría una mayor dulzura. Perdonó en su último suspiro. Murió como había vivido, blandamente, borrándose en la muerte, tras haberse borrado en vida. Saccard permaneció tembloroso delante de aquellos ojos de muerta, abiertos, que seguían persiguiéndole en su inmovilidad. La pequeña Clotilde mecía a su muñeca en una esquina de la sábana, suavemente, para no despertar a su madre.