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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

La jauría (28 page)

BOOK: La jauría
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—No se le puede negar a usted nada. Voy a recorrer París, a hacer lo imposible… Quiero, querida amiga, que esté usted contenta. —Y pegando los labios a su oreja, besándole el pelo, con voz algo trémula—: Te los llevaré mañana por la noche, a tu cuarto… sin pagaré…

Pero ella dijo vivamente que no tenía prisa, que no quería molestarlo hasta tal punto. Él, que acababa de poner todo su corazón en aquel peligroso «sin pagaré», que había dejado escapar y que ya le pesaba, no pareció haber sufrido una negativa desagradable. Se levantó, diciendo:

—¡Bien!, a su disposición… Le encontraré la suma, cuando llegue el momento. Larsonneau no entrará para nada, entiéndalo. Es un regalo que quiero hacerle.

Sonreía con aire bonachón. Ella se quedó con una cruel angustia. Sentía que perdería el poco equilibrio que le quedaba si se entregaba a su marido. Su último orgullo estribaba en estar casada con el padre, pero en no ser sino la mujer del hijo. A menudo, cuando Maxime le parecía frío, intentaba hacerle entender esta situación con alusiones muy claras; es cierto que el joven, a quien esperaba ver caer a sus pies tras esta confidencia, se mostraba enteramente indiferente, creyendo sin duda que quería tranquilizarlo sobre la posibilidad de un encuentro entre su padre y él, en el cuarto de seda gris.

Cuando Saccard la hubo dejado, se vistió precipitadamente y mandó enganchar los caballos. Mientras su cupé la llevaba hacia L'Île-Saint-Louis, preparaba la manera en que iba a pedir los cincuenta mil francos a su padre. Se arrojaba a esta idea repentina, sin querer discutirla, sintiéndose muy cobarde en el fondo, y asaltada por un invencible espanto ante semejante gestión. Cuando llegó, el patio del palacete Béraud la dejó helada, con su humedad lúgubre de claustro, y con ganas de escapar subió la ancha escalera de piedra, donde sus botitas de tacón alto sonaban terriblemente. Había cometido la tontería, en su prisa, de elegir un vestido de seda de color hoja seca con anchos volantes de encaje blanco, adornado con lazos de raso, cortado por una cintura plisada como un chal. Este traje, completado por una pequeña toca, con un gran velillo blanco, ponía una nota tan singular en el sombrío tedio de la escalera que ella misma tuvo conciencia de la extraña figura que componía allí. Temblaba al cruzar la austera sucesión de inmensas estancias, donde los personajes vagos de los tapices parecían sorprendidos por aquella oleada de faldas que pasaban en medio de la penumbra de su soledad.

Encontró a su padre en un salón que daba al patio, donde solía estar. Leía un gran libro colocado sobre un atril adaptado a los brazos de su sillón. Delante de una de las ventanas, la tía Elisabeth hacía calceta con largas agujas de madera; y, en el silencio de la pieza, sólo se oía el tictac de esas agujas.

Renée se sentó, cohibida, sin poder hacer un movimiento que no turbara la severidad del alto techo con un ruido de telas arrugadas. Sus encajes eran de una blancura cruda, sobre el fondo negro de las tapicerías y de los viejos muebles. El señor Béraud Du Châtel, las manos colocadas en el borde del atril, la miraba. La tía Elisabeth habló de la próxima boda de Christine, que iba a casarse con el hijo de un abogado muy rico; la joven había salido con una vieja sirvienta de la familia, para ir a casa de un proveedor; y la buena tía hablaba ella sola, con su voz plácida, sin dejar de calcetar, charlando sobre los asuntos de la pareja, dirigiendo miradas sonrientes a Renée por encima de sus lentes.

Pero la joven se iba turbando cada vez más. Todo el silencio del palacete pesaba sobre sus hombros, y hubiera dado cualquier cosa porque los encajes de su vestido fuesen negros. La mirada de su padre la turbaba hasta tal punto que encontró a Worms realmente ridículo por haber imaginado unos volantes tan grandes.

—¡Qué guapa estás, hija mía! —dijo de pronto tía Elisabeth, que ni siquiera había visto los encajes de su sobrina.

Detuvo sus agujas, se sujetó los lentes, para ver mejor. El señor Béraud Du Châtel esbozó una pálida sonrisa.

—Demasiado blanco —dijo—. Una mujer debe de andar muy incómoda con eso por las aceras.

—Pero, padre, ¡una no sale a pie! —exclamó Renée, que lamentó de inmediato esa espontánea exclamación.

El anciano iba a responder. Después se levantó, enderezó su alta estatura, y caminó lentamente, sin mirar más a su hija. Esta seguía palidísima de emoción. Cada vez que se exhortaba a tener valor y buscaba una transición para llegar a la petición de dinero, experimentaba una punzada en el corazón.

—Ya no se le ve, padre —murmuró.

—¡Oh! —respondió la tía, sin dar tiempo a que su hermano despegara los labios—, tu padre apenas sale, más que para ir al jardín Botánico de vez en cuando. ¡Y aun así tengo que enfadarme! Dice que se pierde en París, que la ciudad ya no está hecha para él… Vamos, ¡puedes regañarle!

—¡Mi marido estaría tan contento de verle acudir de cuando en cuando a nuestros jueves! —continuó la joven.

El señor Béraud Du Châtel dio unos pasos en silencio. Después, con voz tranquila:

—Dale las gracias a tu marido —dijo—. Es un muchacho activo, al parecer, y deseo por ti que lleve honradamente sus negocios. Pero no tenemos las mismas ideas, y no estoy a gusto en vuestra hermosa casa del parque Monceau.

La tía Elisabeth pareció apenada por esta respuesta.

—¡Qué malos son los hombres con su política! —dijo alegremente—. ¿Quieres saber la verdad? Tu padre está furioso con vosotros, porque vais a las Tullerías.

Pero el anciano se encogió de hombros, como para decir que su descontento tenía causas mucho más graves. Volvió a andar lentamente, pensativo. Renée guardó silencio un instante, teniendo en la punta de la lengua la petición de los cincuenta mil francos. Después, la invadió una cobardía mayor, abrazó a su padre, y se marchó.

La tía Elisabeth quiso acompañarla hasta la escalera. Al cruzar la sucesión de estancias, continuaba charlando con su vocecita de vieja:

—Eres dichosa, mi querida niña. Me da mucho gusto verte guapa y con buena salud; porque, si tu boda hubiera salido mal, ¿sabes que me habría considerado culpable?… Tu marido te ama, tienes todo lo que necesitas, ¿verdad?

—Claro que sí —respondió Renée, esforzándose por sonreír aunque desesperada.

La tía la retuvo todavía, con la mano en la barandilla de la escalera.

—Mira, no tengo más que un temor, y es que te embriagues con toda tu felicidad. Sé prudente, y sobre todo no vendas nada… Si un día tuvieras un hijo, encontrarías una fortunita ya lista para él.

Cuando Renée estuvo en su cupé, exhaló un suspiro de alivio. Tenía gotas de un sudor frío en las sienes; se las secó, pensando en la humedad glacial del palacete Béraud. Después, cuando el cupé rodó al claro sol del muelle de Saint-Paul, se acordó de los cincuenta mil francos, y todo su dolor despertó, más vivo. Ella, a quien se suponía tan atrevida, ¡qué cobarde acababa de ser! Y sin embargo se trataba de Maxime, de su libertad, ¡de las alegrías de ambos! Entre los amargos reproches que se dirigía, de repente surgió una idea que llevó al colmo su desesperación: habría debido hablar de los cincuenta mil francos a tía Elisabeth, en la escalera. ¿Dónde había tenido la cabeza? La buena mujer quizás le hubiera prestado la suma, o por lo menos la habría ayudado. Se inclinaba ya para decirle a su cochero que regresase a la calle Saint-Louis-en-l'Ile, cuando creyó ver la imagen de su padre cruzando lentamente la sombra solemne del gran salón. Jamás tendría valor para entrar de inmediato en esa estancia. ¿Qué diría para explicar esta segunda visita? Y, en su interior, tampoco encontraba valor para hablar del asunto con tía Elisabeth. Dijo a su cochero que la llevara a la calle del
faubourg
Poissonnière.

Sidonie lanzó un grito de entusiasmo cuando la vio empujar la puerta discretamente velada de la tienda. Estaba allí por casualidad, iba a salir a ver al juez de paz, donde tenía citada a una clienta. Pero no aparecería, otro día sería, estaba demasiado encantada de que su cuñada hubiera tenido por fin la amabilidad de devolverle una visita. Renée sonreía, con aire cohibido. Sidonie se negó rotundamente a que se quedara abajo; la hizo subir a su cuarto, por la escalerita, tras haber retirado el pomo de cobre de la tienda. Quitaba así y volvía a poner veinte veces al día aquel pomo, sujeto por un simple clavo.

—Y ahora, guapita —dijo sentándola en una tumbona—, vamos a poder charlar cómodamente… Figúrese que me viene como anillo al dedo. Iba a ir esta tarde a su casa.

Renée, que conocía el cuarto, experimentaba en él esa vaga sensación de malestar que procura a un paseante un rincón de bosque talado en un paisaje predilecto.

—¡Ah! —dijo por fin—, ha cambiado usted la cama de sitio, ¿verdad?

—Sí —respondió tranquilamente la vendedora de encajes—, una de mis clientas la encuentra mucho mejor frente a la chimenea. También me ha aconsejado cortinas rojas.

—Es lo que me decía, las cortinas no eran de este color… Un color muy corriente, el rojo.

Y se puso sus quevedos, miró aquella habitación que tenía un lujo de hotel de citas. Vio en la chimenea largas horquillas que no venían ciertamente del ralo moño de Sidonie. En el sitio donde se hallaba antes la cama, el papel pintado aparecía todo arañado, desteñido y ensuciado por los colchones. La corredora había intentado ocultar esa lacra tras los respaldos de dos sillones; pero los respaldos eran un poco bajos, y Renée se detuvo ante esa franja desgastada.

—¿Tenía usted algo que decirme? —preguntó por fin.

—Sí, es toda una historia —dijo Sidonie, juntando las manos, con muecas de glotona que va a contar lo que ha tomado de cena—. Imagínese que el señor De Saffré está enamorado de la hermosa señora Saccard… Sí, de usted, monina.

Ella ni siquiera hizo un movimiento de coquetería.

—¡Vaya! —dijo—. ¿No decía usted que estaba tan prendado de la señora Michelin?

—¡Oh!, se acabó, se acabó de veras… Puedo darle la prueba, si quiere… ¿No sabe, pues, que la pequeña Michelin le ha gustado al barón de Gouraud? No hay quien lo entienda. Todos los que conocen al barón están estupefactos… ¿Y sabe que está a punto de conseguir la Legión de Honor para su marido?… ¡Ésa sí que es lista! Tiene agallas, no necesita de nadie para dirigir su barca. —Dijo esto con cierto pesar mezclado con admiración—. Pero volvamos al señor De Saffré… Al parecer la encontró a usted en un baile de actrices, disimulada en un dominó, e incluso se acusa de haberla invitado un poco groseramente a cenar… ¿Es cierto?

La joven estaba sorprendidísima.

—Totalmente cierto —murmuró—; pero ¿quién ha podido decirle?…

—Espere, él dice que la reconoció más adelante, cuando usted ya no estaba en el salón, y recordó haberla visto salir del brazo de Maxime… Desde ese momento está loco de amor. Le ha brotado del corazón, ¿comprende usted? Un capricho… Ha venido a verme para suplicarme que le presentara a usted sus excusas…

—¡Bueno! Pues dígale que le perdono —interrumpió negligentemente Renée. Después continuó, acordándose de todas sus angustias—: ¡Ah!, mi buena Sidonie, estoy muy torturada. Necesito imprescindiblemente cincuenta mil francos mañana por la mañana. Había venido a hablarle de este asunto. ¿No me había dicho que conocía prestamistas?

La corredora, picada por la forma brusca con que su cuñada le cortaba la historia, le hizo esperar algún tiempo su respuesta.

—Sí, claro; sólo que le aconsejo, ante todo, que busque entre los amigos… Yo, en su lugar, sé muy bien lo que haría… Me dirigiría al señor De Saffré, sencillamente.

Renée esbozó una sonrisa violenta.

—Pero —prosiguió— no sería decente, ya que usted pretende que está tan enamorado.

La vieja la miraba con ojos fijos; después su rostro blando se fundió dulcemente en una sonrisa de tierna piedad:

—Pobrecita mía —murmuró—, ha llorado usted; no lo niegue, lo veo en sus ojos. Sea fuerte, acepte la vida… Veamos, déjeme arreglar el asuntillo en cuestión.

Renée se levantó, retorciéndose los dedos, haciendo crujir los guantes. Y se quedó de pie, sacudida por una cruel lucha interior. Abría los labios, acaso para aceptar, cuando un ligero campanillazo resonó en la pieza contigua. Sidonie salió vivamente, entornando una puerta que dejó ver una doble hilera de pianos. La joven oyó a continuación unos pasos masculinos y el ruido ahogado de una conversación en voz baja. Maquinalmente, fue a examinar más de cerca la mancha amarillenta con que los colchones habían rayado la pared. Aquella mancha la inquietaba, le molestaba. Olvidando todo, Maxime, los cincuenta mil francos, al señor De Saffré, volvió junto a la cama, pensativa: aquella cama estaba mucho mejor en el sitio donde se encontraba antes; realmente había mujeres que carecían de gusto; con toda seguridad, cuando se estaba acostado la luz debía de herir los ojos. Vio vagamente alzarse, en el fondo de su recuerdo, la imagen del desconocido del muelle de Saint Paul, su romance en dos citas, aquel amor casual que había saboreado allí, en aquel otro sitio. Sólo quedaba de él el desgaste del papel pintado. Entonces el cuarto la llenó de malestar, y se impacientó con el zumbido de las voces que continuaba en la pieza contigua.

Cuando Sidonie regresó, abriendo y cerrando la puerta con precaución, hizo señas repetidas con la punta de los dedos, para recomendarle que hablara bajito. Después a su oído:

—¡No sabe usted, qué casualidad! Está ahí el señor De Saffré.

—No le habrá dicho, al menos, que estaba aquí yo —preguntó la joven, inquieta.

La corredora pareció sorprendida y, muy ingenuamente:

—Pues sí… Espera que le diga que pase. Por supuesto, no le he hablado de los cincuenta mil francos…

Renée, palidísima, se había enderezado como bajo un latigazo. Un inmensa altivez embargaba su corazón. Aquel ruido de botas, que oía más brutal en el cuarto de al lado, la exasperaba.

—Me marcho —dijo con voz breve—. Venga a abrirme la puerta.

Sidonie intentó una sonrisa.

—No sea niña… No puedo quedarme con ese muchacho a cuestas, ahora que le he dicho que usted estaba aquí… Realmente, me compromete usted…

Pero la joven había bajado ya por la escalerita. Repetía, ante la puerta cerrada de la tienda:

—Ábrame, ábrame.

La vendedora de encajes, cuando retiraba el pomo de la puerta, tenía la costumbre de metérselo en el bolsillo. Quiso parlamentar aún. Al final, encolerizada también ella, dejando traslucir en el fondo de sus ojos grises la agria sequedad de su natural, exclamó:

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