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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

La jauría (23 page)

BOOK: La jauría
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Renée quiso insistir, habló de empeñar al menos las joyas; pero su marido le hizo comprender que era imposible, que todo París esperaba vérselas al día siguiente. Entonces la joven, a la que la cuenta de Worms inquietaba, buscó otro expediente:

—Pero —exclamó de pronto—, mi negocio de Charonne marcha bien, ¿no? Usted me decía aún el otro día que los beneficios serían soberbios… ¿No me adelantaría Larsonneau los ciento treinta y seis mil francos?

Saccard, desde hacía un instante, olvidaba las tenazas entre sus piernas. Las cogió vivamente, se inclinó, casi desapareció en la chimenea, donde la joven oyó sordamente su voz que murmuraba:

—Sí, sí, Larsonneau quizá pudiera…

Llegaba al fin, por sí sola, al punto a donde él la llevaba suavemente desde el inicio de la conversación. Hacía ya dos años que preparaba un golpe genial, por el lado de Charonne. Su mujer no había querido enajenar nunca los bienes de la tía Elisabeth; había jurado a esta última conservarlos intactos para legárselos a su hijo, si algún día era madre. Ante esta testarudez, la imaginación del especulador trabajó y acabó por edificar todo un poema. Era una obra de exquisita perversidad, un colosal timo cuyas víctimas serían la Villa, el Estado, su mujer y hasta Larsonneau. No volvió a hablar de vender los terrenos; sólo gemía cada día por lo tonto que era dejarlos improductivos, contentarse con una renta del dos por ciento. Renée, siempre apurada de dinero, acabó por aceptar la idea de una especulación. Él basó su operación en la certeza de una expropiación inminente, para la apertura del bulevar del Príncipe Eugenio
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, cuyo trazado aún no estaba claramente decidido. Y fue entonces cuando llevó a su antiguo cómplice Larsonneau, como un socio que cerró con su mujer un trato sobre las siguientes bases: ella aportaba los terrenos, que representaban un valor de quinientos mil francos; por su parte, Larsonneau se comprometía a edificar, en esos terrenos, hasta igual suma, una sala de café cantante, acompañada por un gran jardín, donde se instalarían juegos de todas clases, columpios, bolos, bochas, etc. Naturalmente, los beneficios se repartirían, lo mismo que las pérdidas se sufrirían a medias. En el caso de que uno de los socios quisiera retirarse, podría hacerlo, exigiendo su parte, de acuerdo con la tasación que se produciría. Renée pareció sorprendida por la elevada cifra de quinientos mil francos, cuando los terrenos valían a lo sumo trescientos mil. Pero él la persuadió de que era una hábil manera de atar más adelante las manos de Larsonneau, cuyas construcciones jamás alcanzarían tal suma.

Larsonneau se había convertido en un elegante vividor, bien enguantado, con camisas deslumbrantes y asombrosas corbatas. Tenía, para hacer sus diligencias, un tílburi fino como una obra de relojería, muy alto de pescante, y que conducía él mismo. Sus oficinas de la calle de Rivoli eran una serie de estancias suntuosas, donde no se veía la menor carpeta, el menor legajo. Sus empleados escribían en mesas de peral ennegrecido, taraceadas, adornadas con cobres cincelados. El adoptaba el título de agente de expropiaciones, un oficio nuevo creado por las obras de París. Sus contactos con el ayuntamiento lo informaban de antemano sobre la apertura de nuevas vías. Cuando había logrado que un inspector de vías le comunicase el trazado de un bulevar, iba a ofrecer sus servicios a los propietarios amenazados. Y ensalzaba sus recursillos para incrementar la indemnización, actuando antes del decreto de utilidad pública. En cuanto un propietario aceptaba sus ofertas, se hacía cargo de todos los gastos, levantaba un plano de la propiedad, escribía un informe, seguía el asunto ante el tribunal, pagaba a un abogado, mediante un tanto por ciento de la diferencia entre la oferta de la Villa y la indemnización concedida por el jurado. Pero a estas tareas, más o menos confesables, unía otras varias. Prestaba sobre todo con usura. Ya no era el usurero de la vieja escuela, andrajoso, desaseado, de ojos blancos y mudos como piezas de cinco francos, de labios pálidos y apretados como los cordones de una bolsa. Él sonreía, lanzaba ojeadas encantadoras, se hacía vestir por Dusautoy, iba a almorzar a Brébant con su víctima, a quien llamaba «amiguito», ofreciéndole habanos a los postres. En el fondo, con sus chalecos ajustados al talle, Larsonneau era un terrible caballero que habría perseguido el cobro de un pagaré hasta el suicidio del firmante, sin perder nada de su amabilidad.

Saccard hubiera buscado de buena gana otro socio. Pero seguía sintiendo inquietudes a propósito del inventario falso que Larsonneau guardaba celosamente. Prefirió meterlo en el negocio, contando con aprovechar cualquier circunstancia para entrar en posesión de aquella pieza comprometedora. Larsonneau edificó el café cantante, una construcción de tablas y yeso, coronada por pináculos de hojalata, que mandó pintarrajear de amarillo y rojo. El jardín y los juegos tuvieron éxito en el populoso barrio de Charonne. Al cabo de dos años, la especulación parecía próspera, aunque los beneficios fueran en realidad muy escasos. Saccard, hasta entonces, sólo había hablado con entusiasmo a su mujer del futuro de tan buena idea.

Renée, viendo que su marido no se decidía a salir de la chimenea, donde su voz se ahogaba cada vez más, dijo:

—Iré hoy a ver a Larsonneau. Es mi único recurso.

Entonces él abandonó el leño con el que luchaba.

—La gestión está hecha, mi querida amiga —respondió sonriendo—. ¿Es que no me adelanto yo a todos sus deseos?… Vi a Larsonneau ayer por la tarde.

—¿Y le prometió los ciento treinta y seis mil francos? —preguntó ella con ansiedad.

Él hacía, entre los dos leños que llameaban, una montañita de brasas recogiendo delicadamente, con la punta de las tenazas, los mínimos fragmentos de carbón, mirando con pinta satisfecha alzarse aquel cerro que construía con arte infinito.

—¡Oh! ¡Qué prisas tiene!… —murmuró—. Ciento treinta y seis mil francos es una gran suma… Aunque Larsonneau sea un buen chico, su caja es todavía modesta. Está dispuesto a servirla…

Se demoraba, guiñando los ojos, reedificando una esquina del cerro que acababa de derrumbarse. Este juego empezaba a enredar las ideas de la joven. Siguió a su pesar el trabajo de su marido, cuya torpeza aumentaba. Se sentía tentada a darle consejos. Olvidándose de Worms, de la minuta, de la falta de dinero, acabó diciendo.

—Coloque ese pedazo gordo ahí encima; los otros resistirán.

Su marido la obedeció dócilmente, agregando:

—No puede encontrar más que cincuenta mil francos. De todos modos, es una buena cantidad a cuenta… Sólo que no quiere mezclar este asunto con el de Charonne. No es sino un intermediario, ¿comprende, amiga mía? La persona que presta el dinero pide intereses enormes. Querría un pagaré de ochenta mil francos, a seis meses vista.

Y habiendo coronado el cerro con un trozo de brasa puntiagudo, cruzó las manos sobre las tenazas mirando fijamente a su mujer.

—¡Ochenta mil francos! —exclamó ésta—. ¡Pero es un robo!… ¿Es que me aconseja usted semejante locura?

—No —dijo él claramente—. Pero, si necesita indispensablemente el dinero, no se la prohíbo.

Se levantó como para retirarse. Renée, con cruel indecisión, miró a su marido y la minuta que éste dejaba sobre la chimenea. Acabó por cogerse la pobre cabeza entre las manos, murmurando:

—¡Oh! ¡Estos negocios!… Tengo la cabeza rota, esta mañana… Vamos, firmaré ese pagaré de ochenta mil francos. Si no lo hiciera, me pondría enferma del todo. Me conozco, me pasaré el día en un horroroso combate… Prefiero hacer las tonterías en seguida. Eso me alivia.

Y habló de llamar para que le fueran a buscar papel timbrado. Pero él quiso prestarle ese servicio en persona. Sin duda llevaba el papel timbrado en el bolsillo, pues su ausencia duró apenas dos minutos. Mientras ella escribía en una mesita que él había empujado al amor de la lumbre, Saccard la examinaba con unos ojos en los que se encendía un asombroso deseo. Hacía mucho calor en el cuarto, lleno aún del despertar de la joven, de los aromas de su primer aseo. Al charlar, ella había dejado deslizarse los pliegues de la bata en la que se había arrebujado, y la mirada de su marido, de pie ante ella, se deslizaba sobre la cabeza inclinada, entre el oro de sus cabellos, más lejos, hasta las blancuras de su cuello y de su pecho. Sonreía con aire singular; el fuego ardiente que le había quemado la cara, la habitación cerrada donde la atmósfera cargada conservaba un olor de amor, los cabellos amarillos y la piel blanca que lo tentaban con una especie de desdén conyugal, lo volvían soñador, amplificaban el drama brutal una de cuyas escenas acababa de representar, alumbraban algún secreto y voluptuoso cálculo en su carne brutal de agiotista.

Cuando su mujer le tendió el pagaré, rogándole que rematara el asunto, lo cogió, sin dejar de mirarla.

—Es usted maravillosamente hermosa… —murmuró.

Y, al agacharse ella para apartar la mesa, él la besó rudamente en el cuello. Renée lanzó un gritito. Después se levantó, estremecida, tratando de reír, pensando invenciblemente en los besos del otro, la víspera. Pero Saccard se arrepintió de aquel beso de cochero. La dejó, estrechándole amistosamente la mano, y prometiéndole que tendría los cincuenta mil francos esa misma noche. Renée dormitó todo el día ante el fuego. En las horas de crisis, tenía languideces de criolla. Entonces toda su turbulencia se volvía perezosa, friolenta, dormida. Tiritaba, necesitaba ascuas ardientes, un calor sofocante que ponía en su frente gotitas de sudor y la amodorraba. En aquella atmósfera candente, en aquel baño de llamas, casi no sufría; su dolor se convertía en una especie de ligero sueño, una vaga opresión, cuya propia indecisión acababa por ser voluptuosa. Fue así como meció hasta la noche sus remordimientos de la víspera, en la claridad roja del hogar, frente a un terrible fuego que hacía crujir los muebles a su alrededor, y que la desposeía, a ratos, de la conciencia de su ser. Pudo pensar en Maxime, como en un goce encendido cuyos rayos la quemaban; tuvo una pesadilla de extraños amores, en medio de leños, sobre lechos calentados al rojo. Céleste iba y venía, por el cuarto, con su semblante calmoso de sirvienta de sangre helada. Tenía orden de no dejar entrar a nadie; despidió incluso a las inseparables, Adeline de Espanet y Suzanne Haffner, de vuelta de un almuerzo que acababan de hacer juntas, en un hotelito alquilado por ellas en Saint-Germain. Sin embargo, al atardecer, cuando Céleste fue a decirle a su ama que Sidonie, la hermana del señor, quería hablar con ella, recibió la orden de dejarla pasar.

Sidonie no venía en general hasta la caída de la noche. Su hermano había conseguido, sin embargo, que se pusiera trajes de seda. Pero, sin saber cómo, por mucho que la seda que llevaba acabara de salir de la tienda, nunca parecía nueva; se arrugaba, perdía su brillo, semejaba un pingo. Había accedido también a no llevar nunca su cesta a casa de los Saccard. En cambio, sus bolsillos desbordaban de papeles. Renée, a quien no podía convertir en una clienta razonable, resignada a las necesidades de la vida, le interesaba. La visitaba regularmente, con sonrisas discretas de médico que no quiere asustar a un enfermo diciéndole el nombre de su mal. Se compadecía de sus pequeñas miserias, como de pupas que ella curaría inmediatamente, si la joven quisiera. Esta última, que estaba en una de esas horas en las que uno necesita compasión, la dejaba entrar únicamente para decirle que tenía unos dolores de cabeza intolerables.

—¡Ay, guapita! —murmuró Sidonie deslizándose entre las sombras de la estancia—. Aquí se ahoga uno. Siempre sus dolores neurálgicos, ¿verdad? Son las penas. Se toma usted la vida demasiado a pecho.

—Sí, tengo muchas preocupaciones —respondió lánguidamente Renée.

Caía la noche. No había querido que Céleste encendiera una lámpara. Sólo el fuego lanzaba un gran resplandor rojo, que la iluminaba de lleno, tumbada, con su bata blanca de encajes que se volvían rosa. Al borde de la sombra, no se veía mas que un trozo del vestido negro de Sidonie y sus dos manos cruzadas, cubiertas por guantes de algodón gris. Su voz tierna salía de las tinieblas.

—¡Más penas de dinero! —dijo, como si hubiera dicho «penas de amor», en un tono lleno de dulzura y compasión.

Renée bajó los párpados, hizo un gesto de asentimiento.

—¡Ah! Si mis hermanos me escucharan, seríamos todos ricos. Pero se encogen de hombros, cuando les hablo de esa deuda de tres mil millones, ya sabe… Tengo buenas esperanzas, no obstante. Hace diez años que quiero hacer un viaje a Inglaterra. ¡Tengo tan poco tiempo para mí!… Al fin me decidí a escribir a Londres, y espero la respuesta. —Y como la joven sonreía—: Ya sé, también usted es incrédula. Sin embargo, bien contenta que estaría si le hiciera un regalo, un día de éstos, de un lindo milloncito… Mire, la historia es muy simple: es un banquero de París que prestó dinero al hijo del rey de Inglaterra y, como el banquero murió sin herederos naturales, el Estado puede hoy exigir el reembolso de la deuda, con los intereses compuestos. He hecho el cálculo, asciende a dos mil novecientos cuarenta y tres millones doscientos diez mil francos… No tenga miedo, llegarán, llegarán.

—Entre tanto —dijo la joven con una pizca de ironía— debería usted conseguirme cien mil francos… Podría pagar a mi modisto, que me atormenta mucho.

—Cien mil francos se pueden encontrar —respondió tranquilamente Sidonie—. Sólo se trata de ponerles un precio.

El fuego brillaba; Renée, más lánguida, alargaba las piernas, enseñaba la punta de sus zapatillas, por el borde de la bata. La corredora prosiguió con su voz apiadada:

—Pobrecita mía, no se muestra usted muy razonable… Conozco a muchas mujeres, pero nunca he visto una tan poco preocupada por su salud. ¡Fíjese en la pequeña Michelin, sabe arreglárselas! Pienso en usted, a mi pesar, cuando la veo a ella dichosa y saludable… ¿Sabe usted que el señor De Saffré está loco de amor y que ya le ha dado cerca de diez mil francos en regalos?… Creo que su sueño es tener una casa de campo. —Se animaba, buscaba en sus bolsillos—. Llevo aquí también una carta de una pobre joven… Si tuviéramos luz, se la dejaría leer… Imagínese que su marido no se ocupa de ella. Había firmado pagarés, se ha visto obligada a pedirle un préstamo a un señor que yo conozco. Fui yo la que retiré los pagarés de las garras de los alguaciles, y no ha sido sin dificultad… Esos pobres chicos, ¿cree usted que obran mal? Yo los recibo en mi casa como si de mi hijo y mi hija se tratara.

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