Recibió dos días en lugar de uno. El jueves acudían todos los intrusos. Pero el lunes estaba reservado para sus amigas íntimas. No se admitían hombres. Sólo Maxime asistía a estas elegantes reuniones que se desarrollaban en la salita. Una tarde se le ocurrió a Renée la asombrosa idea de vestirlo de mujer y presentarlo como una de sus primas. Adeline, Suzanne, la baronesa de Meinhold y las otras amigas que estaban allí se levantaron, saludaron, extrañadas ante aquel semblante que reconocían vagamente. Después, cuando comprendieron, se rieron mucho, se negaron rotundamente a que el joven fuese a desvestirse. Lo conservaron con sus faldas, jocosamente, prestándose a bromas equívocas. Cuando había acompañado a aquellas señoras por la puerta principal, daba la vuelta al parque y regresaba por el invernadero. Jamás las buenas amigas tuvieron la menor sospecha. Los amantes no podían mostrarse más familiares de lo que ya lo eran, cuando se proclamaban buenos amigos. Y si ocurría que un sirviente los veía abrazarse un poco de más, de pasada, no experimentaba la menor sorpresa, pues estaban habituados a las bromas de la señora y del hijo del señor.
Esta entera libertad, esta impunidad los envalentonaba aún más. Si de noche corrían los cerrojos, de día se besaban en todas las estancias del palacete. Inventaron mil jueguecitos para los días de lluvia. Pero el gran placer de Renée seguía siendo encender un fuego terrible y amodorrarse ante la lumbre. Desplegó, ese invierno, un maravilloso lujo de ropa interior. Llevó camisas y batas de un precio loco, cuyos entredoses y batistas la cubrían apenas con un humo blanco. Y, al resplandor rojo del fuego, permanecía como desnuda, los encajes y la piel de color de rosa, la carne bañada por la llama a través de la delgada tela. Maxime, acurrucado a sus pies, le besaba las rodillas, sin sentir siquiera la ropa que tenía el color y la tibieza de aquel hermoso cuerpo. La luz era escasa, caía como un crepúsculo en el dormitorio de seda gris, mientras Céleste iba y venía a sus espaldas, con su paso tranquilo. Se había convertido en su gran cómplice, naturalmente. Una mañana que se habían entretenido en la cama los encontró, y conservó su flema de sirvienta de sangre helada. Ellos ya no se recataban; ella entraba a cualquier hora, sin que el ruido de sus besos le hiciera volver la cabeza. Contaban con ella para prevenirlos en caso de alerta. No compraban su silencio. Era una chica muy ahorrativa, muy honrada, y a quien no se le conocían amantes.
Sin embargo, Renée no se había enclaustrado. Seguía apareciendo en sociedad, y llevaba a Maxime de acompañante, como un paje rubio de frac negro, y disfrutaba incluso de placeres más vivos. La temporada fue para ella un prolongado triunfo. Jamás había tenido ideas más atrevidas de trajes y peinados. Fue entonces cuando se atrevió a llevar el famoso vestido de raso del color de las zarzas, sobre el cual estaba bordada toda una cacería de ciervos, con atributos, cebadores, cuernos de caza, cuchillos de anchas hojas. Fue también entonces cuando puso de moda los peinados antiguos, que Maxime tuvo que ir a dibujarle al museo Campana, recién abierto. Se rejuvenecía, estaba en la plenitud de su belleza turbulenta. El incesto ponía en ella una llama que brillaba en el fondo de sus ojos y caldeaba sus risas. Sus quevedos asumían insolencias supremas en la punta de su nariz, y miraba a las otras mujeres, a sus buenas amigas que alardeaban de la enormidad de cualquier vicio, con un aire de adolescente jactancioso, con una sonrisa fija que significaba: «Tengo mi crimen».
En cuanto a Maxime, opinaba que la vida social era un fastidio. Cuando pretendía aburrirse en sociedad, era por distinción, pues no se divertía realmente en ninguna parte. En las Tullerías, en los ministerios, desaparecía en las faldas de Renée. Pero volvía a ser el amo cuando se trataba de alguna escapada. Renée quiso volver a ver el reservado del bulevar, y la anchura del diván la hizo sonreír. Después, él la llevó, un poco por todas partes, a casas de daifas, al baile de la ópera
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, a los palcos de los teatrillos, a todos los lugares equívocos donde podían codearse con el vicio brutal, saboreando las alegrías del incógnito. Cuando regresaban furtivamente al palacete, rotos de fatiga, se dormían uno en brazos del otro, incubando la embriaguez del París puerco, con jirones de cuplés picarescos cantando aún en sus oídos. Al día siguiente, Maxime imitaba a los actores, y Renée, en el piano de la salita, trataba de encontrar la voz ronca y los contoneos de Blanche Muller, en su papel de la Bella Helena. Sus clases de música del convento no le servían sino para destrozar los cuplés de las bufonadas nuevas. Sentía un santo horror por las melodías serias. Maxime se mofaba con ella de la música alemana, y se creyó en el deber de ir a silbar el
Tannhäuser
, por convicción, y por defender las cancioncillas picantes de su madrastra.
Una de sus grandes diversiones fue patinar; aquel invierno el patín estaba de moda, el emperador había ido uno de los primeros a probar el hielo del lago, en el Bosque de Boulogne. Renée le encargó a Worms un traje completo de polaca, terciopelo y piel; quiso que Maxime tuviera botas blandas y un gorro de zorro. Llegaban al Bosque, con un frío de perros que les pinchaba la nariz y los labios, como si el viento les hubiera soplado arena fina al rostro. Les divertía tener frío. El Bosque estaba todo gris, con hilillos de nieve, semejantes, a lo largo de las ramas, a menudos encajes. Y bajo el cielo pálido, sobre el lago inmóvil y empañado, sólo los abetos de las islas ponían aún, al borde del horizonte, sus colgaduras teatrales, donde la nieve cosía también anchos encajes. Se deslizaban ambos en el aire helado, con el vuelo rápido de las golondrinas que rozan el suelo. Se ponían un puño a la espalda, y colocándose mutuamente la otra mano sobre el hombro, marchaban rectos, sonrientes, uno al lado del otro, girando sobre sí mismos, en el ancho espacio señalado por gruesas cuerdas. Desde lo alto de la gran avenida, los curiosos los miraban. A veces iban a calentarse en las fogatas encendidas a orillas del lago. Volvían a marcharse. Redondeaban ampliamente su vuelo, con ojos llorosos de placer y de frío.
Después, cuando vino la primavera, Renée se acordó de su antigua elegía. Quiso que Maxime paseara con ella por el parque Monceau, de noche, al claro de luna. Fueron a la gruta, se sentaron en la hierba, delante de la columnata. Pero, cuando ella manifestó su deseo de dar un paseo por el laguito, se dieron cuenta de que la barca que se veía desde el palacete, atada al borde de una avenida, no tenía remos. Debían de retirarlos por la tarde. Fue una desilusión. Por otra parte, las grandes sombras del parque inquietaban a los amantes. Habrían deseado que se diera en él una fiesta veneciana, con globos rojos y una orquesta. Lo preferían de día, por la tarde, y a menudo se asomaban entonces a una de las ventanas del palacete para ver los carruajes que seguían la curva hábil de la avenida principal. Estaban a gusto en aquel rincón encantador del nuevo París, en aquella naturaleza amable y limpia, en aquellos céspedes semejantes a paños de terciopelo, cortados por macizos, por arbustos selectos, y bordeados por magníficas rosas blancas. Los carruajes se cruzaban allí, tan numerosos como en un bulevar; las paseantes arrastraban sus faldas, blandamente, como si su pie no hubiera abandonado las alfombras de sus salones. Y, a través del follaje, criticaban los vestidos, se señalaban los tiros, disfrutaban de verdaderas dulzuras con los colores tiernos de aquel gran jardín. Un trozo de verja dorada brillaba entre dos árboles, una fila de patos pasaba por el lago, el puentecito Renacimiento blanqueaba, muy nuevo entre las frondas, mientras en los dos bordes de la avenida principal, en sillas amarillas, las madres pasaban el rato charlando de los críos y las chiquillas que se miraban con aire coqueto, con muecas de niñas precoces.
Los amantes sentían amor por el nuevo París. A menudo recorrían la ciudad en coche, dando un rodeo, para pasar por ciertos bulevares que amaban con un cariño personal. Las casas, altas, con grandes puertas talladas, cargadas de balcones, donde brillaban, en grandes letras de oro, nombres, letreros, razones sociales, les fascinaban. Mientras el cupé corría, seguían, con mirada amiga, las franjas grises de las aceras, anchas, interminables, con sus bancos, sus columnas abigarradas, sus entecos árboles. Aquel boquete claro que llegaba al extremo del horizonte, empequeñeciéndose y abriéndose sobre un cuadrado azulado del vacío, aquella doble hilera ininterrumpida de grandes almacenes, donde los dependientes sonreían a los clientes, aquellas corrientes de gentío pisoteante y zumbador, los llenaban poco a poco de una satisfacción absoluta y total, de una sensación de perfección en la vida de la calle. Les gustaban hasta los chorros de las mangas de riego, que pasaban como una nube blanca ante sus caballos, se desplegaban, se abatían en lluvia fina bajo las ruedas del cupé, oscureciendo el suelo, alzando una leve oleada de polvo. Seguían rodando, y les parecía que el coche rodaba sobre una alfombra, a lo largo de aquella calzada recta y sin fin, que se había hecho únicamente para evitarles las negras callejas. Cada bulevar se convertía en un pasillo de su hotel. La alegría del sol reía sobre las fachadas nuevas, iluminaba los cristales, azotaba los toldos de las tiendas y de los cafés; calentaba el asfalto bajo los pasos atareados del gentío. Y cuando regresaban, un poco aturdidos por el barullo estrepitoso de aquellos largos bazares, disfrutaban con el parque Monceau como con el arriate necesario de aquel París nuevo, que desplegaba su lujo con las primeras tibiezas de la primavera.
Cuando la moda los obligó definitivamente a abandonar París, fueron a los baños de mar, pero a disgusto, y en las playas del océano pensaban en las aceras de los bulevares. Su mismo amor se aburrió allá. Era una flor de invernadero que necesitaba la gran cama gris y rosa, la carne desnuda del tocador, el alba dorada de la salita. Desde que estaban solos, de noche, frente al mar, ya no encontraban nada que decirse. Ella intentó cantar su repertorio de teatro de variedades en un viejo piano que agonizaba en un rincón de su cuarto, en el hotel; pero el instrumento, húmedo por los vientos del mar, tenía la voz melancólica de la gran extensión de agua.
La bella Helena
fue en él lúgubre y fantástica. Para consolarse, la joven asombró a la playa con trajes prodigiosos. Toda la pandilla de señoras estaba allí, bostezando, esperando el invierno, buscando desesperadas un traje de baño que no las afeara demasiado. Nunca pudo Renée convencer a Maxime para que se bañase. Tenía un abominable miedo al agua, se ponía muy pálido cuando la ola llegaba hasta sus botines, y por nada del mundo se hubiera aproximado al borde de un acantilado; caminaba lejos de los hoyos, dando largos rodeos para evitar la menor cuesta un poco pina.
Saccard vino en dos o tres ocasiones a ver a los «niños». Las preocupaciones lo aplastaban, decía. Sólo hacia octubre, cuando se encontraron los tres en París, pensó seriamente en acercarse a su mujer. El asunto de Charonne maduraba. Su plan fue neto y brutal. Contaba con atrapar a Renée en el juego que habría jugado con una mujerzuela. Ella vivía con crecientes necesidades de dinero, y, por orgullo, sólo se dirigía a su marido en último extremo. Este último se prometió aprovechar su primera petición para mostrarse galante, y reanudar unas relaciones rotas hacía tiempo, en medio de la alegría de alguna gran deuda pagada.
Terribles aprietos esperaban a Renée y a Maxime en París. Varios pagarés firmados a Larsonneau habían vencido; pero, como Saccard los dejaba dormir naturalmente en el alguacil, esos pagarés inquietaban poco a la joven. Mucho más la asustaba su deuda con Worms, que ascendía ahora a cerca de doscientos mil francos. El modista exigía un pago a cuenta, amenazando con suspender todo crédito. Ella sentía bruscos temblores cuando pensaba en el escándalo de un proceso y sobre todo en un enfado con el ilustre costurero. Y además necesitaba dinero para alfileres. Iban a morirse de aburrimiento, ella y Maxime, si no tenían unos luises diarios para gastar. El pobre chico estaba sin blanca, desde que registraba en vano los cajones de su padre. Su fidelidad, su ejemplar prudencia durante siete u ocho meses, tenían mucho que ver con el vacío absoluto de su bolsa. No siempre tenía veinte francos para invitar a alguna buscona a cenar. Por eso regresaba filosóficamente al palacete. La joven, en cada una de sus escapadas, le entregaba su monedero para que él pagase en los restaurantes, en los bailes, en los teatrillos. Continuaba tratándolo maternalmente, e incluso pagaba ella, con la punta de sus dedos enguantados, en la pastelería donde se detenían casi todas las tardes, para comer pastelillos de ostras. A menudo él encontraba, por la mañana, en su chaleco, luises que no sabía que estaban allí, y que ella le había metido, como una madre que abastece el bolsillo de un colegial. ¡Y esta hermosa existencia de meriendas, de caprichos satisfechos, de placeres fáciles, iba a acabarse! Pero un temor aún más grave vino a consternarlos. El joyero de Sylvia, a quien él debía diez mil francos, se enfadó, habló de Clichy
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. Los pagarés que tenía en sus manos, protestados desde hacía tiempo, estaban recargados con tales gastos que la deuda resultaba incrementada en tres o cuatro mil francos. Saccard declaró rotundamente que no podía hacer nada. Su hijo en Clichy le daría notoriedad y cuando lo sacara de allí armaría mucho ruido con esta largueza paternal. Renée estaba desesperada; veía a su querido niño en prisión, pero en un auténtico calabozo, acostado sobre paja húmeda. Una noche, le propuso seriamente que no volviera a salir de casa, que viviera allí ignorado de todos, al abrigo de los corchetes. Después se juró que encontraría el dinero. Jamás hablaba del origen de la deuda, de aquella Sylvia que confiaba sus amores a los espejos de los reservados. Lo que necesitaba eran unos cincuenta mil francos: quince mil para Maxime, treinta mil para Worms, y cinco mil francos para alfileres. Habrían tenido ante sí quince largos días de felicidad. Se puso en campaña. Su primera idea fue pedirle los cincuenta mil francos a su marido. Sólo se decidió con ciertas repugnancias. Las últimas veces que él había entrado en su cuarto a traerle dinero, le había dado nuevos besos en el cuello, cogiéndole las manos, hablándole de su cariño. Las mujeres tienen un sentido muy delicado para adivinar a los hombres. Por eso esperaba una exigencia, un trato tácito y cerrado entre sonrisas. En efecto, cuando le pidió los cincuenta mil francos, él protestó, dijo que Larsonneau nunca prestaría esa suma, que él mismo estaba todavía demasiado apurado. Después, cambiando de voz, como vencido y presa de una súbita emoción, murmuró: