—¿Qué es lo que ha podido decirte el señor De Saffré para que estés tan furiosa? ¿Es que te encontró fea?
—¡Oh!, ése —respondió ella—, qué tipo más desagradable. Jamás hubiera creído que un caballero tan distinguido, tan educado en mi casa, hablase semejante lengua. Pero lo perdono. Son las mujeres las que me irritaron. Parecían vendedoras de manzanas. Había una que se quejaba de tener un divieso en la cadera y, un poco más, y creo que se habría levantado la falda para mostrarle su mal a todo el mundo.
Maxime se reía a carcajadas.
—No, en serio —continuó ella animándose—, no os entiendo; son sucias e idiotas… Y pensar que cuando te veía ir a casa de tu Sylvia me imaginaba cosas prodigiosas, festines antiguos, como los que se ven en los cuadros, con seres coronados de rosas, copas de oro, voluptuosidades extraordinarias. ¡Ah, pues sí! Me has enseñado un tocador desaseado y mujeres que juraban como carreteros. No vale la pena hacer el mal.
Maxime quiso protestar, pero ella le impuso silencio y, sujetando con la punta de los dedos un hueso de perdiz que roía delicadamente, agregó en voz más baja:
—El mal debería ser algo exquisito, querido amigo… Yo, que soy una mujer honrada, cuando me aburro y cometo el pecado de soñar imposibles, estoy segura de que encuentro cosas mucho más bonitas que las Blanches Muller. —Y con aire grave, concluyó con esta frase profunda de ingenuo cinismo—: Es una cuestión de educación, ¿comprendes?
Dejó suavemente el huesecito en su plato. El zumbido de los carruajes continuaba, sin que una nota más viva se elevase. Renée se veía obligada a alzar la voz para que Maxime pudiera oírla, y el rubor de sus mejillas aumentaba. Había todavía, sobre la consola, trufas, un dulce de cocina, espárragos, una curiosidad para la estación. Él lo trajo todo, para no tener que molestarse más, y, como la mesa era un poco estrecha, colocó en el suelo, entre ella y él, un cubo de plata lleno de hielo, en el cual se encontraba una botella de champán. El apetito de la joven se le iba contagiando. Probaron todos los platos, vaciaron la botella de champán, con brusca alegría, lanzándose a teorías escabrosas, acodándose como dos amigos que descargan su corazón, después de beber. En el bulevar el ruido disminuía; pero ella lo oía crecer, al contrario, y todas aquellas ruedas, a veces, le parecían girar en su cabeza.
Cuando Maxime habló de llamar para el postre, ella se levantó, sacudió su largo ropón de raso, para que cayeran las migas, diciendo:
—Eso es… ¿Sabes?, puedes encender un puro. —Estaba un poco aturdida. Fue hacia la ventana, atraída por un ruido especial que no se explicaba. Cerraban las tiendas—. Mira —dijo volviéndose hacia Maxime—, la orquesta está recogiendo.
Se inclinó de nuevo. En el medio, en la calzada, los simones y los ómnibus seguían cruzando sus ojos de color, más escasos y más rápidos. Pero en los lados, a lo largo de las aceras, se habían vuelto profundos grandes agujeros de sombra, delante de las tiendas cerradas. Sólo los cafés llameaban aún, rayando el asfalto con listas luminosas. Desde la calle Drouot a la calle de Helder, Renée distinguía así una larga fila de cuadrados blancos y cuadrados negros, en los cuales los últimos paseantes surgían y se desvanecían de extraña manera. Sobre todo las profesionales, con las colas de sus trajes, sucesivamente iluminadas con crudeza y anegadas en la sombra, adquirían un aire de aparición, de marionetas macilentas, al cruzar el rayo eléctrico de algún mundo fantástico. Se divirtió un momento con este juego. La luz ya no se difundía; los reverberos de gas se apagaban; los abigarrados quioscos manchaban las tinieblas más difícilmente. A veces pasaba un tropel de gente, la salida de algún teatro. Pero pronto se creaban vacíos, y llegaban, bajo la ventana, grupos de dos o tres hombres a los que abordaba una mujer. De pie, discutían. En el debilitado alboroto, algunas de sus palabras ascendían; después, la mujer, a menudo, se iba del brazo de uno de los hombres. Otras andaban de café en café, daban una vuelta entre las mesas, recogían el azúcar olvidado, reían con los camareros, miraban fijamente, con aire de interrogación y silenciosa oferta, a los consumidores rezagados. Y cuando Renée acababa de seguir con los ojos la imperial casi vacía de un ómnibus de Batignolles, reconoció, en una esquina de la acera, a la mujer del traje azul con guipur blanco, erguida, volviendo la cabeza, siempre a la busca.
Cuando Maxime fue a buscarla a la ventana, donde ella se ensimismaba, esbozó una sonrisa, al mirar una de las ventanas entreabiertas del Café Anglais; la idea de que su padre cenaba allí por su parte le pareció cómica; pero sentía, esa noche, particulares pudores que cohibían sus bromas habituales. Renée se alejó de la barandilla a disgusto. Una embriaguez, una languidez ascendían de las profundidades más vagas del bulevar. En el zumbido debilitado de los carruajes, en la desaparición de las vivos destellos, había una llamada acariciadora a la voluptuosidad y al sueño. Los cuchicheos que corrían, los grupos parados en un rincón en sombras, convertían la acera en el pasillo de un gran hotel, a la hora en que los viajeros se dirigen a su cama ocasional. Los resplandores y los ruidos seguían muriendo, la ciudad se dormía, soplos de ternura pasaban sobre los tejados.
Cuando la joven se dio la vuelta, la luz de la pequeña araña le hizo guiñar los párpados. Estaba un poco pálida ahora, con cortos temblores en la comisura de los labios. Charles disponía el postre; salía, volvía a entrar, dejaba que batiera la puerta, lentamente, con su flema de hombre formal.
—¡Ya no tengo más hambre! —exclamó Renée—; llévese todos esos platos y dénos café.
El camarero, habituado a los caprichos de sus clientes, se llevó el postre y sirvió café. Llenaba el reservado con su importancia.
—Por favor, ponlo en la puerta —dijo a Maxime la joven, cuyo corazón brincaba.
Maxime lo despidió; pero apenas había desaparecido cuando regresó, una vez más, para correr herméticamente las grandes cortinas de la ventana, con aire discreto. Cuando por fin se hubo retirado, el joven, a quien la impaciencia asaltaba también, se levantó y yendo a la puerta:
—Espera —dijo—, tengo un método para que nos deje en paz. Y corrió el cerrojo.
—Eso es —prosiguió ella—; estamos en casa, al menos.
Sus confidencias, sus charlas de buenos compañeros, volvieron a empezar. Maxime había encendido un puro. Renée bebía su café a sorbitos y se permitía incluso una copa de chartreuse. La pieza se caldeaba, se llenaba de un humo azulado. Ella acabó poniendo los codos sobre la mesa y apoyando la barbilla entre sus dos puños semicerrados. Con este leve apretón, su boca se empequeñecía, sus mejillas subían un poco, y sus ojos, más estrechos, relucían más. Así arrugada, su carita era adorable, bajo la lluvia de rizos dorados que le bajaban ahora hasta las cejas. Maxime la miraba a través del humo de su cigarro. La encontraba original. A veces ya no estaba muy seguro de su sexo; la gran arruga que le cruzaba la frente, los morritos de sus labios salidos, su aire indeciso de miope, la convertían en un jovencito; tanto más cuanto que el largo ropón de raso negro le llegaba tan arriba que apenas se veía, bajo la barbilla, una línea del cuello blanca y grasa. Ella se dejaba mirar con una sonrisa, sin mover la cabeza, la mirada perdida, la palabra olvidada.
Después tuvo un brusco despertar; fue a mirar el espejo, hacia el cual sus ojos vagos se volvían hacía un instante. Se puso de puntillas, apoyó las manos en el borde de la chimenea, para leer aquellas firmas, aquellas frases atrevidas que la habían alarmado antes de la cena. Deletreaba las sílabas con cierta dificultad, reía, seguía leyendo, como un colegial que vuelve las páginas de un Piron
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en su pupitre.
—«Ernest y Clara» —decía—, y debajo hay un corazón que parece un embudo… ¡Ah!, aquí hay algo mejor: «Adoro a los hombres, porque adoro las trufas». Firmado «Laure». Dime, Maxime, ¿es la de Aurigny quien ha escrito esto?… Y después ahí tienes las armas de una de esas damas, creo; una zorra fumando una gran pipa… Y más nombres, el calendario de las santas y los santos: Victor, Amélie, Alexandre, Édouard, Marguerite, Paquita, Louise, Renée… Hombre, hay una que se llama como yo…
Maxime veía en el espejo su cabeza ardiente. Renée se alzaba aún más, y su dominó, tensándose por detrás, dibujaba el quiebro de su talle, el desarrollo de sus caderas. El joven seguía la línea del raso que se pegaba como un camisón. Se levantó a su vez y tiró el puro. Estaba incómodo, inquieto. Le faltaba algo ordinario y acostumbrado.
—¡Ah!, ahí tienes tu nombre, Maxime —exclamó Renée…—. Escucha… «Amo a…»
Pero él se había sentado en una esquina del diván, casi a los pies de la joven. Consiguió cogerle las manos, con un rápido movimiento; la apartó del espejo, diciéndole con voz singular:
—Por favor, no leas eso.
Ella se debatió riendo nerviosamente.
—¿Por qué no? ¿Es que no soy tu confidente?
Pero él, insistiendo, con un tono más ahogado:
—No, no, no esta noche.
La seguía sujetando, y ella daba leves sacudidas con sus puños para soltarse. Tenían unos ojos que no reconocían, una larga sonrisa forzada y un poco vergonzosa. Renée cayó de rodillas, en el extremo del diván. Continuaban luchando, aunque ella no hizo ningún movimiento hacia el espejo y se abandonaba ya. Y como el joven la cogía por el medio del cuerpo, ella dijo con su risa embarazada y desfallecida:
—Vamos, déjame… Me haces daño.
Fue el único murmullo de sus labios. En el gran silencio del reservado, donde el gas parecía llamear más alto, sintió temblar el suelo y oyó el estruendo del ómnibus de Batignolles que debía de doblar por la esquina del bulevar. Y ni una palabra más. Cuando se encontraron uno al lado del otro, sentados en el diván, él balbució, en medio del mutuo malestar:
—Bah! Un día u otro tenía que ocurrir.
Ella no decía nada. Miraba con aire anonadado los rosetones de la alfombra.
—¿Es que tú lo pensabas?… —continuó Maxime, balbuciendo aún más—. Yo, en absoluto… Habría tenido que desconfiar del reservado…
Pero ella, con voz profunda, como si toda la honradez burguesa de los Béraud du Châtel despertase con esta falta suprema:
—¡Es infame lo que acabamos de hacer! —murmuró, desilusionada, la cara envejecida y muy grave.
Se ahogaba. Fue hacia la ventana, descorrió las cortinas, se acodó. La orquesta estaba muerta; la falta se había cometido entre el último temblor de los bajos y el canto lejano de los violines, vaga sordina del bulevar dormido y soñando con el amor. Abajo, la calzada y las aceras se hundían, se alargaban, en medio de una soledad gris. Todas aquellas ruedas rugientes de los simones parecían haberse ido, llevándose la claridad y el gentío. Bajo la ventana, el Café Riche estaba cerrado, ni un hilillo de luz se filtraba por los postigos. Al otro lado de la avenida, unos resplandores como de brasas iluminaban sólo la fachada del Café Anglais, una ventana entre otras, entornada, y de donde salían risas débiles. Y, a lo largo de toda esa cinta de sombra, desde el recodo de la calle Drouot al otro extremo, todo lo lejos que sus miradas podían llegar, no veía sino las manchas simétricas de los quioscos que enrojecían y verdeaban la noche, sin iluminarla, semejantes a lamparillas de noche espaciadas en un dormitorio gigante. Renée levantó la cabeza. Los árboles recortaban sus altas ramas sobre un cielo claro, mientras la línea irregular de las casas se perdía como los cúmulos de una costa rocosa, a orillas de un mar azulado. Pero aquella franja de cielo la entristecía más, y era en las tinieblas del bulevar donde encontraba cierto consuelo. Lo que quedaba, al ras de la avenida desierta, del ruido y del vicio de la noche, la disculpaba. Creía sentir el calor de todos esos pasos de hombres y mujeres subir desde la acera que se enfriaba. Las vergüenzas que se habían arrastrado allí, deseos de un minuto, ofertas hechas en voz baja, nupcias de una noche pagadas por adelantado, se evaporaban, flotaban en un vaho pesado que las ráfagas matinales se llevaban rodando. Inclinada sobre las sombras, respiró aquel silencio estremecido, aquel aroma de alcoba, como un estímulo que le venía de abajo, como una seguridad de vergüenza compartida y aceptada por una ciudad cómplice. Y cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la oscuridad, divisó a la mujer del traje azul guarnecido de guipur, sola en la soledad gris, de pie en el mismo sitio, esperando y ofreciéndose a las tinieblas vacías.
La joven, al volverse, distinguió a Charles, que miraba a su alrededor, olisqueando. Acabó viendo la cinta azul de Renée, arrugada, olvidada en una esquina del diván. Y se apresuró a llevársela, con su aire cortés. Entonces ella percibió toda su vergüenza. De pie ante el espejo, las manos torpes, intentó anudarse la cinta. Pero su moño había caído, los ricitos estaban aplastados sobre las sienes, no podía hacer el lazo. Charles acudió en su ayuda, diciendo, como si hubiera ofrecido una cosa normal, un enjuague o un palillo de dientes:
—¿La señora quiere el peine?…
—¡Ah!, no, es inútil —interrumpió Maxime, que lanzó al camarero una mirada de impaciencia—. Vaya a buscarnos un coche.
Renée se decidió a ponerse simplemente la capucha de su dominó. Y, cuando iba a apartarse del espejo, se alzó ligeramente, para encontrar las palabras que el abrazo de Maxime le había impedido leer. Había, ascendiendo hacia el techo, y con una basta letra abominable, esta declaración firmada por Sylvia: «Amo a Maxime». Frunció los labios y se caló la capucha un poco mas. En el carruaje, experimentaron una horrible incomodidad. Se habían colocado, como al bajar del parque Monceau, uno frente a otro. No encontraban ninguna frase que decirse. El simón estaba lleno de una sombra opaca, y el puro de Maxime ya ni siquiera ponía un punto rojo, un relámpago de brasa rosada. El joven, perdido de nuevo entre las enaguas «de las que estaba hasta las narices», sufría con aquellas tinieblas, con aquel silencio, con aquella mujer muda, que sentía a su lado y cuyos grandes ojos desencajados sobre la noche se imaginaba. Para parecer menos tonto, acabó buscando su mano, y cuando la tuvo en la suya, se sintió aliviado, encontró la situación tolerable. La mano se abandonaba, blanda y soñadora.
El simón cruzaba la plaza de la Madeleine. Renée pensaba que no era culpable. No había querido el incesto. Y cuanto más ahondaba en su interior, más inocente se encontraba, en las primeras horas de su escapada, en su salida furtiva del parque Monceau, en casa de Blanche Muller, en el bulevar, hasta en el reservado del restaurante. ¿Por qué, pues, había caído de rodillas sobre el borde del diván? Ya no lo sabía. Ciertamente, no había pensado ni un segundo en eso. Se habría negado con cólera. Era en broma, se divertía, nada más. Y volvía a encontrar, en el rodar del simón, la orquesta ensordecedora del bulevar, el ir y venir de hombres y mujeres, mientras barras de fuego ardían ante sus ojos fatigados.