La jauría (17 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La jauría
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Entre tanto Maxime había crecido. Era, ahora, un joven delgado y guapo, que había conservado las mejillas rosadas y los ojos azules del niño. Su pelo ensortijado acababa de darle esa «pinta de chica» que encantaba a las señoras. Se parecía a la pobre Angèle, con su dulce mirada, su rubia palidez. Pero ni siquiera valía lo que aquella mujer indiferente e inútil. La raza de los Rougon se afinaba en él, se volvía delicada y viciosa. Nacido de una madre demasiado joven, y aportando una singular mezcla, contrastada y como diseminada, de los furiosos apetitos de su padre y los abandonos, la molicie de su madre, era un producto defectuoso, en el cual los defectos de sus padres se completaban y empeoraban. Aquella familia vivía demasiado de prisa; se moría ya en esta criatura endeble, en la cual el sexo había debido de vacilar, y que no era ya una voluntad ávida de ganancias y de goces, como Saccard, sino una cobardía que engullía las fortunas hechas; hermafrodita extraño llegado en su hora a una sociedad que se pudría. Cuando Maxime iba al Bosque, entallado como una mujer, bailando levemente sobre la silla en la que lo balanceaba el leve galope de su caballo, era el dios de esa era, con sus caderas desarrolladas, sus largas manos finas, su aire enfermizo y picaruelo, su elegancia correcta y su jerga de los teatrillos. Se situaba, a los veinte años, por encima de todas las sorpresas y de todos los ascos. Y ciertamente había soñado con las indecencias menos usuales. El vicio no era en él un abismo, como en ciertos viejos, sino una floración natural y externa. Se ondulaba en sus cabellos rubios, sonreía en sus labios, lo vestía con sus ropas. Pero lo que tenía de más característico eran sobre todos los ojos, dos agujeros azules, claros y sonrientes, espejos de coquetas, detrás de los cuales se divisaba todo el vacío de un cerebro. Esos ojos de mujerzuela en venta no se bajaban jamás; perseguían el placer, un placer sin fatiga, al que se llama y que se recibe.

La eterna ráfaga de viento que entraba en el piso de la calle de Rivoli y hacía batir las puertas sopló más fuerte a medida que Maxime creció, que Saccard amplió el círculo de sus operaciones, y que Renée puso más fiebre en su búsqueda de un goce desconocido. Aquellos tres seres acabaron llevando allí una existencia asombrosa de libertad y de locura. Fue el fruto maduro y prodigioso de una época. La calle subía al piso, con su rodar de carruajes, su trato con desconocidos, su licencia de palabras. El padre, la madrastra, el hijastro, obraban, hablaban, se ponían a sus anchas, como si cada cual hubiera estado solo, soltero. Tres compañeros, tres estudiantes que compartiesen el mismo cuarto amueblado, no habrían dispuesto de ese cuarto con mas desparpajo para instalar en él sus vicios, su amores, sus alegrías ruidosas de pilluelos crecidos. Se aceptaban con apretones de mano, sin parecer sospechar las razones que los reunían bajo el mismo techo, se trataban bruscamente, jovialmente, adoptando así cada uno absoluta independencia. La idea de familia era sustituida entre ellos por una especie de comandita en la que los beneficios se repartían a partes iguales; cada cual sacaba su propia parte de placer, y estaba tácitamente convenido que cada uno se comería esa parte como le pareciera. Llegaron a tomarse sus diversiones unos delante de otros, a exhibirlas, a contarlas, sin despertar otra cosa que un poco de envidia y de curiosidad.

Ahora, Maxime instruía a Renée. Cuando iba al Bosque con ella, le contaba historias sobre las fulanas que los entretenían mucho. No podía aparecer a orillas del lago una recién llegada sin que él se pusiera en campaña para informarse del nombre de su amante, la renta que le pasaba, la forma en que vivía. Conocía los hogares de esas damas, sabía detalles íntimos, era un auténtico catálogo vivo, en el cual todas las daifas de París estaban numeradas, con un informe completísimo sobre cada una de ellas. Esta gaceta escandalosa hacía las delicias de Renée. En Longchamp, los días de carreras, cuando ella pasaba en su calesa, escuchaba con avidez, aunque mirando desde su altura de mujer del verdadero gran mundo, cómo Blanche Muller engañaba a su agregado de embajada con su peluquero; o cómo el pequeño barón había encontrado al conde en calzoncillos en la alcoba de una celebridad flaca, de cabellos rojos, a quien llamaban la Gamba. Cada día aportaba su cotilleo. Cuando la historia era cruda en exceso, Maxime bajaba la voz, pero llegaba hasta el final. Renée abría mucho los ojos como un niño a quien le cuentan una buena broma, retenía sus risas, luego las ahogaba en un pañuelo bordado, que apoyaba delicadamente en los labios.

Maxime aportaba también fotografías de estas damas. Tenía retratos de actrices en todos los bolsillos, y hasta en la cigarrera. A veces se desembarazaba de ellos, ponía a las señoras en el álbum que rodaba por los muebles del salón, y que contenía ya los retratos de las amigas de Renée. También había fotografías de hombres, los señores De Rozan, Simpson, De Chibray De Mussy, así como actores, escritores, diputados, que habían ido no se sabe cómo a engrosar la colección. Mundo singularmente mezclado, imagen del barullo de ideas y de personajes que cruzaba por las vidas de Renée y Maxime. Este álbum, cuando llovía, cuando se aburrían, era un gran tema de conversación. Acababa siempre por caer en sus manos. La joven lo abría bostezando, quizá por centésima vez. Después la curiosidad se despertaba, y el joven iba a acodarse detrás de ella. Entonces había largas discusiones sobre el pelo de la Gamba, la papada de la señora De Meinhold, los ojos de la señora De Lauwerens, los pechos de Blanche Muller, la nariz de la marquesa que era un poco torcida, la boca de la pequeña Sylvia, célebre por sus labios demasiado gruesos. Comparaban a las mujeres entre sí.

—Yo, si fuera hombre —decía Renée—, elegiría a Adeline.

—¡Es que no conoces a Sylvia! —respondía Maxime—. ¡Es de un gracioso!… Yo prefiero a Sylvia.

Las páginas pasaban; a veces aparecía el duque de Rozan, o mister Simpson, o el conde de Chibray, y él agregaba bromeando:

—Además, tú tienes el gusto estropeado, es bien sabido… ¿Habráse visto cosa más tonta que la cara de estos señores? Rozan y Chibray se parecen a Gustave, mi peluquero.

Renée se encogía de hombros, como para indicar que la ironía no la afectaba. Continuaba abstrayéndose con el espectáculo de los semblantes palidecidos, sonrientes o ariscos que contenía el álbum; se detenía más tiempo en los retratos de las daifas, estudiaba con curiosidad los detalles exactos y microscópicos de las fotografías, las arruguitas, los pelillos. Un día incluso mandó traer una potente lupa, al haber creído distinguir un pelo en la nariz de la Gamba. Y en efecto, la lupa mostró un ligero hilo de oro que se había extraviado de las cejas y había descendido hasta el centro de la nariz. Ese pelo les divirtió mucho tiempo. Durante una semana, las señoras que aparecieron tuvieron que asegurarse de la existencia del pelo. La lupa sirvió desde entonces para mirar con detalle las caras de las mujeres. Renée hizo descubrimientos asombrosos; encontró arrugas ignoradas, pieles toscas, agujeros mal tapados por los polvos de arroz. Y Maxime acabó por esconder la lupa, declarando que no había que asquearse así del semblante humano. La verdad era que Renée sometía a un examen demasiado riguroso los gruesos labios de Sylvia, por quien él sentía particular cariño. Inventaron un nuevo juego. Hacían la pregunta: «¿Con quién pasaría de buen grado una noche?» y abrían el álbum, que estaba encargado de la respuesta. Esto producía acoplamientos muy divertidos. Las amigas jugaron a ello varias veladas. Renée estuvo así emparejada sucesivamente con el arzobispo de París, con el barón de Gouraud, con el señor De Chibray, lo cual hizo reír mucho, y con su propio marido, lo cual la desoló. En cuanto a Maxime, fuera por azar, fuera por malicia de Renée que abría el álbum, caía siempre con la marquesa. Pero nunca se reían tanto como cuando la suerte emparejaba a dos hombres o a dos mujeres.

La camaradería de Renée y Maxime llegó tan lejos que ella le contó sus penas de amor. El la consolaba, le daba consejos. Su padre no parecía existir. Después, acabaron haciéndose confidencias sobre su juventud. Era sobre todo durante sus paseos por el Bosque cuando sentían una vaga languidez, una necesidad de contarse cosas difíciles de decir, y que uno no cuenta. Esa alegría que los niños experimentan al hablar en voz baja de cosas prohibidas, esa atracción que sienten un joven y una muchacha al descender juntos al pecado, sólo con palabras, los devolvían sin cesar a los temas escabrosos. Disfrutaban hondamente con ellos, con una voluptuosidad que no se reprochaban, que saboreaban, muellemente tumbados en los dos rincones de su carruaje, como compañeros que recuerdan sus primeras correrías. Acabaron por convertirse en fanfarrones de las malas costumbres. Renée confesó que en el internado las chiquillas eran muy procaces. Maxime la superó y se atrevió a contar algunas vergüenzas del internado de Plassans.

—¡Ah!, yo, no puedo decir… —murmuraba Renée.

Después se inclinaba a su oreja, como si el mero sonido de su voz la hiciera ruborizarse, y le contaba una de esas historias de convento que circulan por las canciones obscenas. El tenía una colección demasiado rica de anécdotas de este género para quedarse atrás. Le canturreaba al oído cuplés muy crudos. Y entraban poco a poco en un estado de beatitud particular, acunados por todas esas ideas carnales que removían, cosquilleados por pequeños deseos que no se formulaban. El carruaje rodaba suavemente, regresaban con una deliciosa fatiga, más cansados que al día siguiente de una noche de amor. Habían hecho el mal, como dos mozalbetes que se van de juerga sin la querida y que se contentan con sus mutuos recuerdos.

Entre padre e hijo existían una familiaridad, un abandono aún mayores. Saccard había comprendido que un gran financiero tiene que amar a las mujeres y hacer algunas locuras por ellas. Su amor era más brutal, prefería el dinero; pero entró en su programa frecuentar las alcobas, diseminar billetes de banco sobre ciertas chimeneas, colocar de vez en cuando a una mujerzuela famosa como un rótulo dorado en sus especulaciones. Después de que Maxime dejara el internado, se encontraron en casa de las mismas damas, y se rieron de ello. Incluso fueron un poco rivales. A veces, cuando el joven cenaba en la Maison d'Or, con alguna pandilla alborotadora, oía la voz de Saccard en un reservado contiguo.

—¡Hombre! ¡Papá está ahí al lado! —exclamaba con la mueca que imitaba de los actores de moda.

E iba a llamar a la puerta del reservado, curioso por ver la conquista de su padre.

—¡Ah, eres tú! —decía éste en tono regocijado—. Entra, entra. Armáis un alboroto que no hay quien se entienda. ¿Con quién estás?

—Pues está Laure de Aurigny, Sylvia, la Gamba, y otras dos más, creo. Son asombrosas: meten los dedos en las fuentes y nos tiran puñados de ensalada a la cabeza. Tengo todo el traje lleno de aceite.

El padre reía, la cosa le parecía divertidísima.

—¡Ah!, los jóvenes, los jóvenes —murmuraba—. No es como nosotros, ¿verdad, gatita? Hemos comido tan tranquilos, y ahora nos vamos a la camita.

Y cogía la barbilla de la mujer que tenía a su lado, le hacía arrumacos con su gangueo provenzal, lo cual producía una extraña música amorosa.

—¡Oh, que viejo tonto!… —exclamaba la mujer—. Hola, Maxime. Tengo que quererle mucho a usted, ¿eh?, para acceder a cenar con el tunante de su padre… Ya no se le ve el pelo. Venga mañana temprano… No, en serio, tengo algo que decirle.

Saccard acababa un helado o una fruta, a bocaditos, con beatitud. Besaba el hombro de la mujer, decía con gracia:

—Muy bien, cariñitos, si os estorbo, me marcho… Llamaréis cuando se pueda entrar.

Después se llevaba a la dama o a veces se iba con ella a unirse al alboroto del salón contiguo. Maxime y él compartían los mismos hombros; sus manos se encontraban en torno a las mismas cinturas. Se llamaban desde los divanes, se contaban en voz alta las confidencias que las mujeres les hacían al oído. Y llevaban su intimidad a conspirar juntos para arrebatar a la compañía la rubia o la morena que uno de ellos había elegido.

Eran muy conocidos en Mabille
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. Iban allá del bracete, a la salida de alguna buena cena, daban una vuelta por el jardín, saludando a las mujeres, lanzándoles una frase al pasar. Se reían en alto, sin soltarse del brazo, se prestaban ayuda si era preciso en las conversaciones demasiado fogosas. El padre, muy ducho en este punto, discutía ventajosamente los amores del hijo. A veces se sentaban, bebían con una pandilla de mujerzuelas. Luego cambiaban de mesa, reanudaban sus paseos. Y hasta medianoche se les veía, siempre del brazo como amigos, perseguir faldas, a lo largo de los senderos amarillos, bajo la llama cruda de los reverberos de gas.

Cuando volvían a casa, traían de fuera, en sus trajes, un poco de las mujeres que acababan de dejar. Sus contoneos, el resto de ciertas frases atrevidas y de ciertos gestos canallas, llenaban el piso de la calle de Rivoli con un aroma de alcoba equívoca. La forma muelle y abandonada en que el padre daba la mano al hijo hablaba por sí sola de de dónde venían. Era en esta atmósfera donde Renée respiraba sus caprichos, sus ansiedades sensuales. Se burlaba de ellos embromaba nerviosamente.

—¿De dónde venís? —les decía—. Oléis a pipa y a almizcle… Voy a tener jaqueca, seguro.

Y el olor extraño, en efecto, la turbaba profundamente. Era el perfume persistente de aquel singular hogar doméstico.

Mientras tanto a Maxime le entró una gran pasión por la pequeña Sylvia. Aburrió a su madrastra varios meses con aquella chica. Renée la conoció pronto de cabo a rabo, de la planta de los pies a la punta del pelo. Tenía una señal azulada en la cadera; nada más adorable que sus rodillas, sus hombros tenían la particularidad de que sólo el izquierdo presentaba un hoyuelo. Maxime ponía cierta malicia en ocupar sus paseos con las perfecciones de su amante. Una tarde, al regresar del Bosque, los carruajes de Renée y de Sylvia, atrapados en un atasco, tuvieron que detenerse uno al lado de otro en los Campos Elíseos. Las dos mujeres se miraron con aguda curiosidad, mientras Maxime, encantado con esta situación crítica, reía burlón. Cuando la calesa se puso en marcha, viendo que su madrastra guardaba un sombrío silencio, creyó que estaba de morros y se esperó una de las escenas maternales, una de las extrañas regañinas con que ocupaba a veces sus hastíos.

—¿Conoces al joyero de esa señora? —le pregunto ella abruptamente, en el momento en que llegaban a la plaza de la Concordia.

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