Pero su fuerte era acompañar a Renée al ilustre Worms, el modista genial, ante el cual las reinas del Segundo Imperio se postraban de rodillas. El salón del gran hombre era espacioso, cuadrado, amueblado con anchos divanes. Entraba en él con una emoción religiosa. Los vestidos tienen un aroma propio, ciertamente; la seda, el raso, el terciopelo, los encajes, habían casado sus leves olores con los de las cabelleras y los hombros ambarinos; y el aire del salón conservaba esa tibieza olorosa, ese incienso de la carne y del lujo que mudaba la estancia en una capilla consagrada a alguna divinidad secreta. A menudo Renée y Maxime tenían que hacer antesala durante horas; había allí una veintena de solicitantes, esperando su turno, mojando biscochos en copitas de Madeira, tomando un tentempié en la gran mesa del centro, donde aparecían botellas y platos con pastas. Aquellas señoras estaban como en su casa, hablaban libremente, y, cuando se apelotonaban alrededor de la estancia, se habría dicho que un vuelo de lesbianas se había abatido sobre los divanes de un salón parisiense. Maxime, a quien ellas toleraban y querían por su pinta de chica, era el único hombre admitido en el cenáculo. Gozaba allí de divinos placeres; se deslizaba a lo largo de los divanes como una ágil culebra; lo encontraban debajo de una falda, detrás de un cuerpo, entre dos trajes, donde se empeñecía del todo, muy tranquilo, respirando el calor perfumado de sus vecinas, con muecas de monaguillo comulgando.
—Se mete en todas partes este crío —decía la baronesa de Meinhold, dándole palmaditas en las mejillas.
Era tan delgado que aquellas señoras no le echaban más de catorce años. Se divirtieron emborrachándolo con el Madeira del ilustre Worms. Les dijo cosas pasmosas, que las hicieron llorar de risa. Sin embargo, fue la marquesa de Espanet la que encontró la frase para la situación. Un día, al descubrir a Maxime en un rincón de los divanes, a sus espaldas:
—He aquí un muchacho que habría debido nacer chica —murmuró, al verlo tan rosado, tan ruborizado, tan impregnado del bienestar que había experimentado en su proximidad. Después, cuando el gran Worms recibía por fin a Renée, Maxime entraba con ella en el estudio. Se había permitido hablar dos o tres veces, mientras el maestro se absorbía en el espectáculo de su cliente, como los pontífices de la belleza pretenden que hacía Leonardo da Vinci ante la Gioconda. El maestro se había dignado sonreír ante la justeza de sus observaciones. Hacía que Renée se pusiera de pie ante el espejo, que subía desde el entarimado al techo, se recogía, con un fruncimiento de cejas, mientras la joven, emocionada, contenía el aliento, para no moverse. Y al cabo de unos minutos, el maestro, como asaltado y sacudido por la inspiración, pintaba a grandes rasgos entrecortados la obra maestra que acaba de concebir, exclamaba con frases secas:
—Traje Montespan en falla cenicienta…, la cola dibujando, delante, un faldón redondeado…, grandes lazos de raso gris levantándolo sobre las caderas…, por último, sobrefalda abullonada de tul gris perla, con los bullones separados por bandas de raso gris. —Se recogía de nuevo, parecía descender al fondo de su genio, y, con una mueca triunfante de pitonisa sobre su trípode, concluía—: Posaremos en los cabellos, sobre esa cabeza riente, la mariposa soñadora de Psique, de alas de azul tornasolado.
Pero, otras veces, la inspiración se mostraba reacia. El ilustre Worms la llamaba en vano, concentraba sus facultades en balde. Torturaba sus cejas, se ponía lívido, se cogía la pobre cabeza entre las manos, bamboleándola desesperado, y se arrojaba vencido sobre un sillón:
—No —murmuraba con voz doliente—, no, hoy no… no es posible… Estas señoras son indiscretas. El manantial está seco. —Y ponía en la puerta a Renée, repitiendo—: Imposible, imposible, querida señora, pase usted otro día… Esta mañana no la siento.
La linda educación que recibía Maxime tuvo un primer resultado. A los diecisiete años, el rapaz sedujo a la doncella de su madrastra. Lo peor de la historia fue que la camarera quedó encinta. Hubo que enviarla al campo con el crío y fijarle una pequeña renta. A Renée la vejó horriblemente la aventura. Saccard sólo se ocupó de ella para arreglar el lado pecuniario de la cuestión; Pero la joven regañó ásperamente a su alumno. ¡Él, a quien ella quería convertir en un hombre distinguido, comprometerse con semejante chica! ¡Qué comienzo ridículo y vergonzoso, qué inconfesable calaverada! ¡Si por lo menos se hubiera lanzado con una dama!
—¡Pues claro! —respondió él tranquilamente—. Si tu buena amiga Suzanne hubiera querido, habría sido ella la que se habría ido al campo.
—¡Oh, qué granujilla! —murmuró Renée, desarmada, divertida con la idea de ver a Suzanne refugiándose en el campo con una renta de mil doscientos francos. Luego se le ocurrió una idea más graciosa, y, olvidando su papel de madre irritada, con risas cristalinas, que retenía entre sus dedos, balbució, mirándolo con el rabillo del ojo—: Imagínate, habría sido Adeline la que te hubiera odiado, y la que le habría hecho escenas…
No terminó. Maxime reía con ella. Tal fue la gran caída que sufrió la moral de Renée en esta aventura.
Mientras tanto Aristide Saccard no se inquietaba en absoluto por los dos niños, como llamaba a su hijo y a su segunda mujer. Les dejaba total libertad, feliz de verlos buenos amigos, lo cual llenaba el piso de ruidosa alegría. Piso singular, aquella primera planta de la calle de Rivoli. Las puertas batían todo el día, los criados hablaban alto, el lujo nuevo y resplandeciente estaba atravesado continuamente por carreras de faldas enormes y volantes, por procesiones de proveedores, por el barullo de las amigas de Renée, de los compañeros de Maxime y de los visitantes de Saccard. Este último recibía, de nueve a once, a la gente más extraña que verse pueda: senadores y alguaciles, duquesas y prenderas, toda la espuma que los temporales de París arrojaban por la mañana a su puerta, vestidos de seda, faldas sucias, blusas, fraques, a quienes acogía con el mismo tono apresurado, los mismos gestos impacientes y nerviosos. Cerraba negocios en dos palabras, resolvía veinte dificultades a la vez y daba soluciones a todo correr. Daba la impresión de que aquel hombrecillo inquieto, que hablaba muy alto, se pegaba en su despacho con la gente, con los muebles, daba volteretas, se golpeaba la frente en el techo, para que brotaran las ideas, y volvía a caer siempre de pie, victorioso. Después, a las once, salía; ya no se le veía en todo el día; almorzaba fuera, y a menudo también cenaba. Entonces la casa pertenecía a Renée y a Maxime. Se apoderaban del despacho del padre; desembalaban las cajas de los proveedores, y los trapos rodaban sobre los expedientes. A veces graves personajes esperaban una hora a la puerta del despacho, mientras el colegial y la joven discutían sobre un lazo, sentados en los dos extremos del escritorio de Saccard. Renée mandaba enganchar los caballos diez veces al día. Raramente comían juntos; de los tres, dos corrían, se olvidaban, sólo regresaban a media noche. Piso alborotado, de negocios y placeres, donde la vida moderna, con su ruido de oro sonante, de vestidos arrugados, se precipitaba como una ráfaga de viento.
Aristide Saccard había encontrado por fin su ambiente. Se había revelado como gran especulador, negociante de millones. Tras el magistral golpe de la calle de la Pépinière, se lanzó osadamente a la lucha que empezaba a sembrar París de residuos vergonzosos y de triunfos fulgurantes. Al principio, jugó sobre seguro, repitiendo su primer éxito, comprando los inmuebles que sabía amenazados por la piqueta, y empleando a sus amigos para obtener gruesas indemnizaciones. Llegó un momento en que tuvo cinco o seis casas, esas casas que miraba tan extrañadamente en tiempos, como a amistades suyas, cuando no era sino un pobre inspector. Pero eso era la infancia del arte: una vez que había dejado que vencieran los arrendamientos, conspirado con los inquilinos, robado al Estado y a los particulares, el ardid no era gran cosa, y pensaba que no valía la pena. Conque pronto puso su genio al servicio de tareas más complicadas.
Saccard inventó al principio la jugada de las compras de inmuebles hechas bajo cuerda por cuenta de la Villa. Una decisión del Consejo de Estado creaba una situación difícil para esta última, que había comprado amistosamente gran número de casas, con la esperanza de que vencieran los arrendamientos y de desahuciar a los inquilinos sin indemnización. Pero dichas adquisiciones fueron consideradas expropiaciones propiamente dichas, y tuvo que pagar. Fue entonces cuando Saccard se ofreció a ser el testaferro de la Villa; compraba, no renovaba los arriendos, y, mediante una gratificación, entregaba el inmueble en el momento fijado. E incluso acabó por jugar un doble juego; compraba para la Villa y para el prefecto. Cuando el asunto era demasiado tentador, escamoteaba la casa. El Estado pagaba. Recompensaron sus esfuerzos concediéndole trozos de calles, encrucijadas proyectadas, de los cuales hacía retrocesión antes incluso de que la nueva vía estuviera empezada. Era un juego feroz, se jugaba con los barrios que se iban a edificar como con un título de renta. Ciertas señoras, guapas chicas, íntimas amigas de altos funcionarios, eran de la partida; una de ellas, cuyos blancos dientes son célebres, se comió, en varias ocasiones, calles enteras. Saccard tenía hambre, sentía aumentar sus deseos, al ver aquel chorro de oro que se le deslizaba entre las manos. Le parecía que un mar de monedas de veinte francos se ensanchaba a su alrededor, de lago se convertía en océano, llenaba el inmenso horizonte con un extraño ruido de olas, una música metálica que le cosquilleaba el corazón; y se aventuraba, nadador más osado cada día, zambulléndose, reapareciendo, ora de espaldas, ora boca abajo, cruzando esta inmensidad en días claros y con temporales, contando con sus fuerzas y su habilidad para jamás irse al fondo.
París se sumía entonces en una nube de yeso. Los tiempos predichos por Saccard, en la Butte Montmartre, habían llegado. Se cortaba la ciudad a sablazos, y él participaba en todos los cortes, en todas las heridas. Tenía escombros propios en las cuatro esquinas de la ciudad. En la calle de Roma, se vio mezclado en la pasmosa historia del hoyo que una compañía cavó, para transportar cinco o seis mil metros cúbicos de tierra, simulando obras gigantescas, y que hubo que volver a tapar a continuación, trayendo la tierra de Sain-Ouen, cuando la compañía quebró. Aristide salió de eso con la conciencia limpia, los bolsillos repletos, gracias a su hermano Eugéne, que tuvo a bien intervenir. En Chaillot, ayudó a despanzurrar el cerro, a arrojarlo a una hondonada, para dejar sitio al bulevar que va del Arco de Triunfo al puente de Alma. Por el lado de Passy, fue él quien tuvo la idea de esparcir los desmontes del Trocadero por la meseta, de suerte que la tierra buena se encuentra hoy a dos metros de profundidad, y la propia hierba se niega a crecer en esos cascotes. Podía encontrársele en veinte puntos a la vez, en todos los lugares donde había algún obstáculo insuperable, un desmonte con el que no se sabía qué hacer, un terraplén que no se podía ejecutar, un buen montón de tierra y yeso con el que se impacientaba la prisa febril de los ingenieros, donde él hurgaba con sus uñas y en el cual acababa siempre por encontrar alguna gratificación o cualquier operación de su estilo. En el mismo día corría de las obras del Arco del Triunfo a las del bulevar Saint-Michel, de los desmontes del bulevar Malesherbes a los terraplenes de Chaillot, arrastrando consigo un ejército de obreros, de alguaciles, de accionistas, de primos y de bribones.
Pero su gloria más pura era el Crédito Vitícola, que había fundado con Toutin-Laroche. Éste aparecía como director oficial; él sólo se presentaba como miembro del consejo de vigilancia. Eugéne, en esta circunstancia, le había echado una mano a su hermano. Gracias a él, el gobierno autorizó la compañía, y la vigiló con gran bondad. En una delicada circunstancia, cuando un diario mal pensado se permitió criticar una operación de esta compañía,
Le Moniteur
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llegó a publicar una nota prohibiendo toda discusión sobre una casa tan honorable, a la que el Estado se dignaba patrocinar. El Crédito Vitícola se apoyaba en un excelente sistema financiero; prestaba a los cultivadores la mitad del precio estimado de sus bienes, garantizaba el préstamo con una hipoteca, y cobraba a los prestatarios los intereses, más una cantidad a cuenta para amortización. Jamás hubo un mecanismo más digno ni más prudente. Eugéne había declarado a su hermano, con astuta sonrisa, que las Tullerías deseaban que fueran honrados. El señor Toutin-Laroche interpretó ese deseo dejando que la máquina de los préstamos a los cultivadores funcionara tranquilamente, y fundando a su lado una casa de banca que atraía los capitales y jugaba con fiebre, lanzándose a todas las aventuras. Gracias al formidable impulso que le dio su director, el Crédito Vitícola tuvo pronto una reputación de solidez y prosperidad a toda prueba. Al principio, para lanzar de golpe en la Bolsa una masa de acciones recién cortadas de la matriz, y darles el aspecto de títulos que ya habían circulado mucho, Saccard tuvo la ingeniosa idea de hacerlas pisotear y golpear, durante toda una noche, por unos cobradores armados de escobas y de varas. Aquello parecía una sucursal de un Banco. El palacete ocupado por las oficinas, con su patio lleno de carruajes, sus rejas severas, su ancha escalinata y su monumental escalera, sus hileras de lujosos despachos, su mundo de empleados y lacayos de librea, parecía el templo grave y digno del dinero; y nada impresionaba al público con mas religiosa emoción que el santuario, la Caja, a la que llevaba un pasillo de sagrada desnudez, y donde se vislumbraba la caja de caudales, la diosa, echada, adosada al muro, rechoncha y durmiente, con sus tres cerraduras, sus flancos gruesos, su aire de animal divino.
Saccard chalaneó un gran negocio con la Villa. Esta, entrampada, aplastada por las deudas, arrastrada por el baile de millones que había puesto en circulación para agradar al emperador y llenar ciertos bolsillos, se veía reducida a pedir préstamos disfrazados, al no querer confesar sus delirios, su locura de la piqueta y del sillar. Acababa de crear entonces lo que denominaba bonos de delegación, auténticas letras de cambio a largo plazo, para pagar a los contratistas el mismo día de la firma de los convenios, y permitirles así encontrar fondos negociando los bonos. El Crédito Vitícola había aceptado amablemente ese papel de manos de los contratistas El día en que la Villa se vio sin dinero, Saccard fue a tentarla. Le habían adelantado una suma considerable, sobre una emisión de bonos de delegación, que el señor Toutin-Laroche juró haber recibido de compañías concesionarias, y que arrastró por todos los arroyos de la especulación. El Crédito Vitícola era ya inatacable; tenía a París agarrado por el cuello. Su director ya sólo hablaba con una sonrisa de la famosa Sociedad de los Puertos de Marruecos; ésta seguía viviendo, empero, y los periódicos seguían ensalzando regularmente los grandes puestos comerciales. Un día en que Toutin-Laroche animaba a Saccard a comprar acciones de esta sociedad, éste se le rió en sus narices, preguntándole si lo creía lo bastante idiota para colocar su dinero en la «Compañía general de las
Mil y una noches
».