—¡Vaya, es gracioso! —exclamó Renée—. Pero ¡qué horror! ¡Cómo le han cortado el pelo!… Escucha, amiguito, tu padre no volverá sin duda antes de cenar, y me voy a ver obligada a instalarte… Soy tu madrastra, caballero. ¿Quieres besarme?
—Claro que quiero —respondió rotundamente Maxime.
Y besó a la joven en las dos mejillas, cogiéndola por los dos hombros, lo cual arrugó un poco la casaca de la guardia francesa. Ella se desprendió, riendo, diciendo:
—¡Dios mío! ¡Qué gracioso es, el rapadito!… —Regresó hacia él, más seria—. Seremos amigos, ¿verdad?… Quiero ser una madre para usted. Reflexionaba sobre eso mientras esperaba a mi modista que estaba en una reunión, y me decía que debía mostrarme muy buena y educarle a la perfección… ¡Será estupendo!
Maxime continuaba mirándola, con su mirada azul de chica atrevida, y bruscamente:
—¿Qué edad tiene usted? —preguntó.
—¡Nunca se pregunta eso! —exclamó ella juntando las manos—… ¡No sabe nada, este pobrecito! Habrá que enseñárselo todo… Felizmente aún puedo decir mi edad. Tengo veintiún años.
—Pues yo pronto cumpliré catorce… Podría ser usted mi hermana.
No terminó, pero su mirada agregaba que esperaba encontrarse una segunda esposa de su padre mucho más vieja. Estaba muy cerca de ella, le miraba el cuello con tanta atención que ella casi acabo por ruborizarse. Su cabecita loca, por lo demás, daba vueltas, sin poder detenerse mucho sobre el mismo tema; y empezó a caminar, a hablar de su modista, olvidando que se dirigía a un niño.
—Habría querido estar aquí para recibirle. Pero imagínese que Worms me ha traído este traje esta mañana… Me lo pruebo y lo encuentro bastante logrado. Es muy distinguido, ¿verdad? —Se había colocado delante de un espejo. Maxime iba y venía detrás de ella, para verla por todos los lados—. Sólo que —continuó—, al ponerme la casaca, me di cuenta de que hacía un gran pliegue, ahí en el hombro derecho, ya ve… Es muy feo, ese pliegue; parece que tengo un hombro más alto que otro.
Él se había acercado, pasaba el dedo por el pliegue, como para aplastarlo, y su mano de colegial vicioso parecía olvidarse en aquel lugar con cierta satisfacción.
—Caramba —continuó ella—, no pude contenerme. Di orden de enganchar y fui a decirle a Worms lo que pienso de su inconcebible ligereza… Me ha prometido arreglarlo. —Después, siguió delante del espejo, contemplándose, perdida en una súbita ensoñación. Acabó por ponerse un dedo en los labios, con aire de meditativa impaciencia. Y muy bajito, como hablando consigo misma—: Falta algo… está claro que falta algo… —Entonces, con un movimiento rápido, se dio la vuelta, se plantó ante Maxime, a quien preguntó—: ¿Está realmente bien?… ¿No opina usted que falta algo, una menudencia, un lazo en alguna parte?…
El colegial, tranquilizado por la camaradería de la joven, había recobrado todo el aplomo de su natural descaro. Se alejó, se acercó, guiñó los ojos, murmurando:
—No, no, no falta nada, es bonito, precioso… Más bien opino que hay algo de más. —Se ruborizó un poco, pese a su audacia, avanzó de nuevo y, trazando con la yema del dedo un ángulo agudo sobre el pecho de Renée—: Yo, mire, escotaría así esta puntilla, y pondría un collar con una gran cruz.
Ella batió palmas, radiante.
—Eso es, eso es —gritó—. Tenía la gran cruz en la punta de la lengua.
Abrió la blusa, desapareció durante dos minutos, regresó con el collar y la cruz. Y volviéndose a colocar delante del espejo con aire de triunfo:
—¡Oh!, completo, totalmente completo —murmuró—. ¡Pues no es tonto del todo, el rapadito! ¿Conque vestías a las mujeres en tu provincia?… Decididamente, seremos buenos amigos. Pero debería hacerme caso. Ante todo, se dejará crecer el pelo, y no volverá a llevar esa espantosa chaqueta. Luego, seguirá fielmente mis clases de buenos modales. Quiero que sea usted un guapo jovencito.
—Pues claro —dijo ingenuamente el niño—, ya que papá ahora es rico, y usted es su mujer.
A ella se le escapó una sonrisa, y con su vivacidad habitual:
—Entonces empecemos por tutearnos. Digo tú, digo usted. Es idiota… ¿Me querrás mucho?
—Te querré con todo mi corazón —respondió con una efusión de pilluelo afortunado.
Tal fue la primera entrevista de Maxime y Renée. El niño sólo fue al internado un mes después. Su madrastra, los primeros días, jugó con él como con una muñeca; lo desbastó del aspecto provinciano, y hay que reconocer que lo hizo con extremada buena voluntad. Cuando el muchacho apareció vestido de nuevo de pies a cabeza por el sastre de su padre, ella lanzó un grito de gozosa sorpresa: estaba hecho una ricura, fue su expresión. Sólo el pelo crecía con una lentitud exasperante. La joven solía decir que todo el rostro está en la cabellera. Y cuidaba la suya con devoción. Durante mucho tiempo la había desolado su color, aquel color especial, de un amarillo tierno, que recordaba el de la mantequilla fina. Pero cuando llegó la moda del cabello amarillo, estuvo encantada, y para que nadie creyera que no seguía la moda imbécilmente, juró que se teñía todos los meses.
Los trece años de Maxime eran ya terriblemente sabios. Era una de esas naturalezas débiles y precoces, en las cuales los sentidos se desarrollan pronto. El vicio apareció en él antes del despertar de los deseos. En dos ocasiones había estado a punto de ser expulsado del internado. Renée, si hubiera tenido los ojos habituados a las gracias provincianas, habría visto que, por adefesio que pareciera, el rapadito, como ella lo llamaba, sonreía, giraba el cuello, adelantaba los brazos de una forma graciosa, con ese aire femenino de las señoritas de un colegio. Se cuidaba mucho las manos, que tenía delgadas y largas; si llevaba el pelo corto, por orden del director, un ex coronel de ingenieros, poseía un espejito que se sacaba del bolsillo, durante las clases, lo colocaba entre las páginas de su libro, y en él se miraba horas enteras, examinándose los ojos, las encías, haciéndose muecas, aprendiendo coqueterías. Sus compañeros se colgaban de su blusa, como de una falda, y él se ceñía tanto que tenía el talle esbelto, el balanceo de caderas de una mujer hecha y derecha. La verdad es que recibía tantos golpes como caricias. El internado de Plassans, una guarida de pequeños bandidos como la mayoría de los colegios de provincias, fue así un ambiente de mancilla, en el cual se desarrolló singularmente aquel temperamento neutro, aquella infancia que aportaba el mal de no se sabía qué desconocida herencia. La edad iba a corregirlo, afortunadamente. Pero la marca de sus abandonos de niño, aquel afeminamiento de todo su ser, aquella hora en que se había creído chica, iba a perdurar en él, a herir para siempre su virilidad.
Renée lo llamaba «señorita», sin saber que, seis meses antes, habría estado en lo justo. Le parecía muy obediente, muy cariñoso, e incluso a menudo se encontraba turbada con sus caricias. Tenía una forma de besar que caldeaba la piel. Pero lo que le fascinaba eran sus travesuras; era de lo más divertido, osado, hablaba ya de las mujeres con sonrisas, plantaba cara a las amigas de Renée, a la querida Adeline que acababa de casarse con el señor De Espanet, a la gruesa Suzanne, casada recientemente con el gran industrial Haffner. Sintió, a los catorce años, una gran pasión por esta última. Había tomado por confidente a su madrastra, y ésta se divertía mucho:
—Yo habría preferido a Adeline —decía—; es más bonita.
—Quizá —respondía el galopín—, pero Suzanne es mucho más gorda… Me gustan las mujeres grandes… Si fueras buena, le hablarías por mí.
Renée se reía. Su muñeco, aquel chiquillo alto con cara de niña, le parecía graciosísimo, desde que estaba enamorado. Llegó un momento en que la señora Haffner tuvo que defenderse en serio. Por otra parte, aquellas señoras animaban a Maxime con sus risas ahogadas, sus medias palabras, las actitudes coquetas que adoptaban delante de aquel niño precoz. En ello entraba una pizca de desenfreno muy aristocrático. Las tres, en su vida tumultuosa, abrasadas por la pasión, se detenían en la encantadora depravación del galopín, como en una guindilla original y sin peligro que avivara su gusto. Le dejaban tocar sus vestidos, rozarles los hombros con los dedos, cuando él las seguía a la antesala para ponerles la salida de baile; se lo pasaban de mano en mano, riendo como locas, cuando les besaba las muñecas, por el lado de las venas, en ese sitio donde la piel es tan suave; después se ponían maternales y le enseñaban doctamente el arte de ser un guapo mozo y de agradar a las damas. Era su juguete, un hombrecito con un mecanismo ingenioso, que abrazaba, que hacía la corte, que tenía los más amables vicios del mundo, pero que seguía siendo un juguete, un hombrecito de cartón a quien no temían demasiado, aunque lo bastante para sentir, bajo su mano infantil, un estremecimiento muy dulce.
Al empezar el curso, Maxime fue al Liceo Bonaparte
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. Es el liceo de la buena sociedad, el que Saccard debía elegir para su hijo. El niño, por blando y ligero que fuese, tenía entonces una inteligencia muy viva; pero se aplicó a muy otra cosa que a los estudios clásicos. Fue, no obstante, un alumno correcto, que jamás se rebajó a la bohemia de los malos estudiantes, y que permaneció entre los caballeritos decorosos y bien vestidos de quienes nadie dice nada. De la infancia sólo le quedó una verdadera religión de su arreglo personal. París le abrió los ojos, hizo de él un guapo joven, afectado en sus ropas, seguidor de las modas. Era el Brummel de su clase. Se presentaba allí como en un salón, finamente calzado, bien enguantado, con corbatas prodigiosas y sombreros inefables. Por lo demás, allí se encontraban unos veinte muchachos que constituían una aristocracia, se ofrecían a la salida habanos en cigarreras con cierres de oro, los libros se los llevaba un criado de librea. Maxime había convencido a su padre a comprarle un tílburi y un caballito negro que eran la admiración de sus compañeros. Lo conducía él mismo, llevando en el asiento trasero a un lacayo, cruzado de brazos, que tenía sobre las rodillas la cartera del colegial, una auténtica cartera de ministro de piel marrón. Y había que ver con qué ligereza, qué ciencia y qué correctos modales llegaba en diez minutos de la calle de Rivoli a la calle de Le Havre, detenía en seco su caballo ante la puerta del liceo, y le tiraba la brida al lacayo, diciendo: «Jacques, a las cuatro y media, ¿eh?». Los tenderos vecinos estaban encantados con la gracia de aquel rubito a quien veían regularmente dos veces al día llegar y marcharse en su coche. Al regreso, acompañaba a veces a un amigo, a quien dejaba en su puerta. Los dos niños fumaban, miraban a las mujeres, salpicaban a los transeúntes, como si regresaran de las carreras. Mundillo asombroso, nidada de fatuos y de imbéciles, que puede verse cada día en la calle de Le Havre, correctamente vestidos, con sus americanas de currutacos, jugando a los hombres ricos y hastiados, mientras que la bohemia del liceo, los verdaderos escolares, llegan gritando y empujándose, golpeando el pavimento con sus zapatones, con los libros colgados a la espalda, en el extremo de una correa.
Renée, que quería tomarse en serio el papel de madre y de maestra, estaba encantada con su alumno. Cierto que no descuidaba nada para perfeccionar su educación. Atravesaba por entonces un momento lleno de despecho y de lágrimas; un amante la había dejado, con escándalo, ante los ojos de todo París, para unirse a la duquesa de Sternich. Soñó que Maxime sería su consuelo, se aviejó, se las ingenió para ser maternal, y se convirtió en el mentor mas original que imaginarse pueda. A menudo, el tílburi de Maxime se quedaba en casa; y era Renée, con su gran calesa, la que iba a buscar al colegial. Escondían la cartera marrón bajo el asiento, iban al Bosque, entonces completamente nuevo. Allí, ella le daba un curso de alta elegancia. Le nombraba al todo París imperial, gordo, feliz, todavía extasiado con el golpe de varita mágica que mudaba a los muertos de hambre y los patanes de la víspera en grandes señores, en millonarios resoplantes y desfallecientes bajo el peso de sus arcas. Pero el niño la interrogaba sobre todo respecto a las mujeres, y, como ella era muy libre con él, le daba detalles concretos; la señora de Guende era idiota, pero estaba admirablemente formada; la condesa Vanska, muy rica, había cantado por los patios, antes de conseguir casarse con un polaco que le pegaba, según decían; en cuanto a la marquesa de Espanet y a Suzanne Haffner, eran inseparables, y, aunque fueran sus íntimas amigas, Renée agregaba, mordiéndose los labios como para no decir más, que corrían historias muy feas sobre ellas; la guapa señora De Lauwerens era también terriblemente comprometedora, pero tenía unos ojos preciosos, y todo el mundo, en resumidas cuentas, sabía que personalmente era irreprochable, aunque estaba un poco demasiado mezclada en las intrigas de las pobres mujercitas que la trataban, la señora Daste, la señora Teissiére, la baronesa de Meinhold. Maxime quiso tener los retratos de estas señoras; llenó con ellos un álbum que quedó sobre la mesa del salón. Para poner en un aprieto a su madrastra, con esa astucia viciosa que era el rasgo dominante de su carácter, le pedía detalles sobre las daifas*, fingiendo que las tomaba por mujeres de la buena sociedad. Renée, moral y seria, decía que eran unos seres espantosos y que él debía de evitarlas cuidadosamente; después se olvidaba, hablaba de ellas como de personas a las que hubiera conocido íntimamente. Una de las grandes delicias del niño era también sacarle el capítulo de la duquesa de Sternich. Cada vez que su carruaje pasaba, en el Bosque, al lado del de ellos, no dejaba de nombrar a la duquesa, con maligna socarronería, una mirada de soslayo, probando que conocía la última aventura de Renée. Ésta, con voz seca, despellejaba a su rival: ¡cómo envejecía!, ¡pobre mujer!, se pintaba, tenía amantes escondidos en el fondo de todos sus armarios, se había entregado a un chambelán para entrar en el lecho imperial. Y no paraba de hablar, mientras Maxime, para exasperarla, encontraba deliciosa a la señora Sternich. Tales lecciones desarrollaban singularmente la inteligencia del colegial, tanto más cuanto que la joven maestra se las repetía en todas partes, en el Bosque, en el teatro, en los salones. El alumno resultó muy aprovechado.
Lo que Maxime adoraba era vivir entre las faldas, entre los trapos, entre los polvos de arroz de las mujeres. Seguía siendo un poco afeminado, con sus manos afiladas, su rostro imberbe, su cuello blanco y torneado. Renée lo consultaba gravemente sobre sus vestidos. Él conocía a los buenos artesanos de París, juzgaba a cada uno de ellos con una palabra, hablaba del sabor de los sombreros de éste y de la lógica de los trajes de aquél. A los diecisiete años, no había una modista en la que no hubiera profundizado, ni un zapatero cuyo corazón no hubiera estudiado y comprendido. Este extraño engendro, que durante las clases de inglés leía los prospectos que su perfumista le enviaba todos los viernes, habría defendido una brillante tesis sobre el Todo París mundano, clientela y proveedores incluidos, a la edad en que los chiquillos de provincias aún no se atreven a mirar a la cara a su criada. A menudo, cuando regresaba del liceo, llevaba en el tílburi un sombrero, una caja de jabones, una joya, encargados la víspera por su madrastra. Había siempre algún trozo de encaje almizclado rodando por sus bolsillos.