—¡Sí, por desgracia! —respondió él con una sonrisa—; le debo diez mil francos… ¿Por qué me lo preguntas?
—Por nada. —Después, al cabo de un nuevo silencio—: Llevaba un brazalete precioso, el de la mano izquierda… Me habría gustado verlo de cerca.
Regresaban a casa. No dijo más. Sólo que al día siguiente, en el momento en que Maxime y su padre iban a salir juntos, se llevó al joven aparte y le habló bajito, con aire cohibido, con una linda sonrisa que pedía gracia. Él pareció sorprendido y se marchó, riendo con su aire maligno. Por la noche, trajo el brazalete de Sylvia, que su madre le había suplicado que le enseñase.
—Aquí está la cosa —dijo—. Uno se haría ladrón por usted, madrastra.
—¿No te vio cogerlo? —preguntó Renée, que examinaba ávidamente la joya.
—No creo… Se lo ha puesto ayer, no querrá seguramente ponérselo hoy.
Mientras tanto la joven se había acercado a la ventana. Se había puesto el brazalete. Tenía la muñeca un poco levantada, dándole lentas vueltas, arrobada, repitiendo:
—¡Oh! Muy bonito, bonitísimo… Sólo que las esmeraldas no me gustan mucho.
En ese momento entró Saccard, y como ella seguía con la muñeca levantada, a la blanca claridad de la ventana:
—¡Hombre! —exclamó asombrado—. ¡El brazalete de Sylvia!
—¿Conoce usted esta joya? —dijo ella, más incómoda que él, sin saber qué hacer con el brazo.
Saccard se había recobrado; amenazó a su hijo con el dedo, murmurando:
—¡Este pícaro lleva siempre fruta prohibida en los bolsillos!… Un día de estos nos traerá el brazo de la dama con el brazalete.
—¡Oh!, no soy yo —respondió Maxime con taimada cobardía—. Es Renée que ha querido verlo.
—¡Ah! —se contentó con decir el marido. Y miró a su vez la joya, repitiendo como su mujer—: Es muy bonito, bonitísimo.
Después se marchó tan tranquilo, y Renée regañó a Maxime por haberla vendido así. Pero ¡él afirmó que a su padre le traía sin cuidado! Entonces ella le devolvió el brazalete, añadiendo:
—Pasa por el joyero, y encárgame uno igualito, y di sólo que sustituyan las esmeraldas por zafiros.
Saccard no podía conservar mucho tiempo cerca de él una cosa o una persona sin querer venderla, sacar de ella cualquier beneficio. Su hijo no contaba aún veinte años y ya pensaba en utilizarlo. Un chico guapo, sobrino de un ministro, hijo de un gran financiero, debía de ser fácil de colocar. Era un poco joven, sí, pero siempre se podría buscarle una mujer y una dote, a reserva de dar largas a la boda, o de apresurarla, según los problemas de dinero en casa. Tuvo buena suerte. Encontró, en un consejo de vigilancia del que formaba parte, a un hombre alto y guapo, el señor De Mareuil, que, en dos días, le perteneció. El señor De Mareuil era un ex refinador de Le Havre, apellidado Bonnet. Tras haber amasado una gran fortuna, se había casado con una jovencita noble, también muy rica, que buscaba un imbécil de gran aspecto. Bonnet consiguió adoptar el apellido de su mujer, lo cual constituyó para él una primera satisfacción de orgullo; pero su matrimonio le había dado una ambición loca, y soñaba con pagarle a Héléne su nobleza adquiriendo una elevada posición política. Desde ese momento, metió dinero en los nuevos periódicos, compró grandes propiedades en lo más remoto de Nièvre, se preparó con todos los medios conocidos una candidatura para el Cuerpo legislativo. Hasta entonces, había fracasado, sin perder nada de su solemnidad. Era el cerebro más increíblemente huero que encontrarse pueda. Tenía una facha soberbia, la cara blanca y pensativa de un gran estadista; y, como escuchaba de forma maravillosa, con miradas profundas, una calma majestuosa en el rostro, se podía creer en un prodigioso laboreo interno de comprensión y deducción. Seguramente no pensaba en nada. Pero conseguía turbar a la gente, que no sabía si se las veía con un hombre superior o con un imbécil: el señor De Mareuil se aferró a Saccard como a una tabla de salvación. Sabía que iba a quedar libre una candidatura oficial en Nièvre, y deseaba ardientemente que el ministro lo nombrase; era su última baza. Por ello se entregó atado de pies y manos al hermano del ministro. Saccard, que olfateaba un buen negocio, lo indujo a la idea de una boda entre su hija Louise y Maxime. El otro se deshizo en efusiones, creyó haber sido el primero en tener la idea de esa boda, se consideró muy dichoso de entrar en la familia de un ministro y de entregar a Louise a un joven que parecía tener las más prometedoras esperanzas.
Louise tendría, decía su padre, un millón de dote. Contrahecha, fea y adorable, estaba condenada a morir joven; una enfermedad del pecho la minaba sordamente, le daba una alegría nerviosa, una gracia acariciadora. Las niñas enfermas envejecen pronto, se hacen mujeres antes de tiempo. Louise tenía una ingenuidad sensual, parecía nacida a los quince años, en plena pubertad. Cuando su padre, aquel coloso sano y bruto, la miraba, no podía creer que fuese su hija. Su madre, mientras vivió, era igualmente una mujer alta y fuerte; pero corrían sobre su memoria historias que explicaban el encanijamiento de aquella niña, sus trazas de bohemia millonaria, su fealdad viciosa y encantadora. Se decía que Héléne de Mareuil había muerto en el más vergonzoso desenfreno. Los placeres la habían roído como una úlcera, sin que su marido advirtiese la locura lúcida de su mujer, a quien habría debido encerrar en una casa de salud. Gestada en aquel vientre enfermo, Louise había salido con una sangre pobre, los miembros desviados, el cerebro atacado, la memoria ya llena de una vida sucia. A veces, creía recordar confusamente otra existencia, veía desarrollarse, en una sombra vaga, escenas extrañas, hombres y mujeres que se abrazaban, todo un drama carnal con el que se divertían sus curiosidades de niña. Era su madre que hablaba en ella. Su puerilidad continuaba aquel vicio. A medida que crecía, nada le extrañaba, se acordaba de todo, o mejor sabía todo, e iba hacia las cosas prohibidas con una seguridad de pulso que la hacía parecerse, en la vida, a una persona que regresa a casa tras una larga ausencia, y que no tiene sino que alargar el brazo para estar a sus anchas y disfrutar de la mansión. Aquella singular criatura cuyos malignos instintos halagaban los de Maxime, pero que además tenía una inocencia en su descaro, una picante mezcla de niñería y de atrevimiento, en esta segunda vida que revivía virgen con su ciencia y su vergüenza de mujer hecha y derecha, iba a acabar por agradar al joven y parecerle mucho más divertida incluso que Sylvia, corazón de usurero, hija de un honrado papelero, y horriblemente burguesa en el fondo.
La boda se concertó entre risas, y decidieron que dejarían crecer a los «chicos». Las dos familias vivían en estrecha amistad. El señor De Mareuil impulsaba su candidatura. Saccard acechaba a su presa. Quedó entendido que Maxime metería, en la canastilla de boda, su nombramiento de auditor del Consejo de Estado.
Entre tanto la fortuna de los Saccard parecía en su apogeo. Ardía en pleno París como una fogata colosal. Era la hora en que la jauría violenta llena un rincón del bosque con el ladrido de los perros, el restallar de los látigos, el llamear de las antorchas. Los apetitos desatados se contentaban al fin, en la imprudencia del triunfo, con el ruido de los barrios derribados y de las fortunas edificadas en seis meses. La ciudad no era ya sino un gran desenfreno de millones y de mujeres. El vicio, llegado de arriba, corría por los arroyos, se desplegaba en los estanques, ascendía en los surtidores de los jardines, para caer sobre los tejados, en lluvia fina y penetrante. Y parecía, de noche, cuando uno pasaba por los puentes, que el Sena arrastrase, en medio de la ciudad dormida, las basuras de la ciudad, migajas caídas de la mesa, lazos de encaje dejados en los divanes, cabelleras olvidadas en los simones, billetes de banco deslizados en los corpiños, todo cuanto la brutalidad del deseo y la satisfacción inmediata del instinto arrojan a la calle, tras haberlo roto y mancillado. Entonces, en el sueño febril de París, y mejor aún que en su búsqueda jadeante a plena luz, se notaba el desequilibrio cerebral, la pesadilla dorada y voluptuosa de una ciudad enloquecida por su oro y por su carne. Hasta medianoche los violines cantaban; después las ventanas se apagaban, y las sombras descendían sobre la ciudad. Era como una alcoba colosal donde se hubiera soplado la última bujía, apagado el último pudor. Ya sólo había, en el fondo de las tinieblas, un gran estertor de amor furioso y cansado; mientras, las Tullerías, a orillas del agua, alargaban sus brazos en la oscuridad, como para un enorme abrazo.
Saccard acababa de construir su palacete del parque Monceau en un solar robado a la Villa. Se había reservado, en el primer piso, un soberbio despacho, de palisandro y oro, con altas vitrinas de biblioteca, llenas de legajos, donde no se veía un libro; la caja de caudales, hundida en la pared, era profunda como una alcoba de hierro, grande como para que allí durmiesen los amores de mil millones. Su fortuna se dilataba allí, se desplegaba insolentemente. Todo parecía salirle bien. Cuando dejó la calle de Rivoli, aumentando su tren de vida, duplicando sus gastos, habló a sus familiares de considerables ganancias. Según él, su asociación con los señores Mignon y Charrier le aportaba enormes beneficios; sus especulaciones con los inmuebles iban aún mejor; en cuanto al Crédito Vitícola, era una vaca lechera inagotable. Tenía una forma de enumerar sus riquezas que aturdía a los oyentes y les impedía ver con claridad. Su gangueo de provenzal se redoblaba; disparaba, con sus frases cortas y sus gestos nerviosos, fuegos de artificio, en los que los millones ascendían como cohetes, y que terminaban por deslumbrar a los más incrédulos. A esta mímica turbulenta de hombre rico debía en buena parte la reputación de afortunado jugador que había adquirido. A decir verdad, nadie le conocía un capital neto y sólido. Sus diferentes socios, forzosamente al tanto de su situación respecto a ellos, se explicaban su fortuna colosal creyendo en su suerte absoluta en las otras especulaciones, las que ellos no conocían. Gastaba una barbaridad de dinero; el chorro de su caja continuaba, sin que se hubieran descubierto aún las fuentes de ese oro. Era la pura demencia, la furia del dinero, los puñados de luises tirados por las ventanas, la caja de caudales vaciada cada tarde hasta el último céntimo, que se llenaba por la noche sin saber cómo, y que jamás proporcionaba sumas más fuertes que cuando Saccard pretendía haber perdido las llaves.
En esta fortuna, que tenía los clamores y los desbordamientos de un torrente en invierno, la dote de Renée se encontraba sacudida, arrastrada, anegada. La joven, desconfiada los primeros días, deseosa de administrar sus bienes por sí misma, pronto se cansó de los negocios; después se sintió pobre al lado de su marido y, como las deudas la aplastaban, tuvo que recurrir a él, pedirle dinero prestado, atenerse a su voluntad. A cada nueva cuenta, que él pagaba con una sonrisa de hombre tierno con las debilidades humanas, ella se entregaba un poco más, le confiaba títulos de renta, lo autorizaba a vender esto o aquello. Cuando fueron a habitar en el palacete del parque Monceau, se encontraba ya casi enteramente despojada. Él había sustituido al Estado y le pasaba la renta de los cien mil francos procedentes de la calle de la Pépinière; por otra parte, le había hecho vender la finca de Sologne, para meter el dinero en un gran negocio, una soberbia inversión, decía. Ella no tenía pues entre las manos más que los terrenos de Charonne, que se negaba obstinadamente a enajenar, para no entristecer a la excelente ría Elisabeth. Y también en esto preparaba él un golpe genial, con la ayuda de su antiguo cómplice Larsonneau. Por lo demás, le estaba agradecida; si le había cogido su fortuna, le pagaba cinco o seis veces sus ingresos. La renta de los cien mil francos, unida al producto del dinero de Sologne, ascendía apenas a nueve o diez mil francos, lo justo para liquidar a su lencera y su zapatero. Le daba o daba por ella quince y veinte veces esa miseria. Habría trabajado ocho días para robarle cien francos, y la mantenía regiamente. Por ello, como todo el mundo, ella sentía respeto por la caja monumental de su marido, sin tratar de penetrar en la nada de ese río de oro que pasaba ante sus ojos, y al cual se arrojaba cada mañana.
En el parque Monceau, fue la crisis loca, el triunfo fulgurante. Los Saccard doblaron el número de carruajes y de troncos; tuvieron un ejército de criados, a quienes vistieron con librea azul oscura, calzones crema y chaleco de listas negras y amarillas, colores un poco severos que el financiero había elegido para parecer totalmente serio, uno de sus sueños más acariciados. Pusieron su lujo en la fachada y abrieron las cortinas, los días de grandes cenas. La ráfaga de viento de la vida contemporánea, que había hecho batirlas puertas del primer piso de la calle de Rivoli, se había convertido, en el palacete, en un verdadero huracán que amenazaba con llevarse los tabiques. En medio de aquellos aposentos principescos, a lo largo de las barandillas doradas, sobre las alfombras de alta lana, en aquel mágico palacio de nuevo rico, se arrastraba el olor de Mabille, danzaban los contoneos de las cuadrillas de moda, toda la época pasaba con su risa loca e idiota, su eterna hambre y su eterna sed. Era la casa equívoca del placer mundano, del placer impudente que arranca las ventanas para imponer a los transeúntes en las confidencias de las alcobas. El marido y la mujer vivían allí libremente, ante los ojos del servicio. Se habían repartido la vivienda, acampaban en ella, sin tener pinta de estar en su casa, como arrojados, al final de un viaje tumultuoso y ensordecedor, a algún regio hotel amueblado, donde sólo habían tenido el tiempo de deshacer sus baúles, para correr más de prisa a los placeres de una ciudad nueva. Se alojaban allí por la noche, sin permanecer en casa más que los días de grandes cenas, arrastrados por una carrera continua a través de París, volviendo a veces para una hora, como quien entra en una habitación de hotel, entre dos excursiones. Renée se sentía allí más inquieta, mas nerviosa; sus faldas de seda se deslizaban con silbidos de culebra sobre las espesas alfombras, a lo largo del raso de los confidentes; la irritaban los imbéciles dorados que la rodeaban, los altos techos vacíos donde sólo quedaban, tras las noches de fiesta, las risas de jóvenes bobos y las sentencias de viejos bribones; y habría deseado, para llenar ese lujo, para poblar ese resplandor, una diversión soberbia que su curiosidad buscaban en vano por todos los rincones del palacete, en la salita del color de sol, en el invernadero de carnosa vegetación. En cuanto a Saccard, palpaba su sueño; recibía a las altas finanzas, al señor Toutin-Laroche, al señor De Lauwerens; recibía también a los grandes políticos, al barón de Gouraud, al diputado Haffner; su hermano, el ministro, había tenido a bien ir dos o tres veces a consolidar su posición con su presencia. No obstante, como su mujer, sentía ansiedades nerviosas, una inquietud que daba a su risa un extraño sonido de vidrios rotos. Se volvía tan turbulento, tan agitado, que sus conocidos decían de él: «¡Ese diablo de Saccard! Gana demasiado dinero, ¡se volverá loco!». En 1860 lo habían condecorado, a consecuencia de un misterioso favor que le había hecho al prefecto, sirviendo de testaferro a una dama en una venta de terrenos.