—¿Cómo? ¿Qué quieres decir? —preguntó ella.
—¡Eh! ¡Caray! Que mi padre te la da con queso de una forma increíble… Me das pena, en serio; eres demasiado pánfila.
Y le contó lo que había oído en casa de Laure, cobardemente, taimadamente, saboreando un secreto gozo al descender a aquellas infamias. Le parecía vengarse de un vago insulto que le acababan de hacer. Su temperamento de chica se demoraba beatífico en esa denuncia, en esta palabrería cruel, sorprendida detrás de una puerta. No le ahorró nada a Renée, ni el dinero que su marido le había prestado con usura ni el que pensaba robarle, con ayuda de historias ridículas, con cuentos chinos. La joven lo escuchaba, palidísima, los labios apretados. De pie delante de la chimenea, agachaba un poco la cabeza, miraba el fuego. Su ropa de noche, aquel camisón que Maxime había calentado, se abría, dejaba ver blancuras inmóviles de estatua.
—Te digo todo esto —concluyó el joven— para que no parezcas boba… Pero harías mal en enfadarte con mi padre. No es malo. Tiene sus defectos, como todo el mundo… Hasta mañana, ¿no?
Seguía avanzando hacia la puerta. Renée lo detuvo, con un gesto brusco.
—¡Quédate! —gritó imperiosamente. Y cogiéndolo, atrayéndolo a sí, casi sentándoselo en las rodillas, delante del fuego, lo besó en los labios, diciendo—: ¡Ah, bueno! Sería demasiado idiota recatarnos ahora… ¿No sabes que desde ayer, desde que quisiste romper, no sé dónde tengo la cabeza? Estoy como una imbécil. Esta noche, en el baile, tenía una niebla delante de los ojos. Y es que ahora te necesito para vivir. Cuando te marches me quedaré vacía… No te rías, digo lo que siento. —Lo miraba con infinita ternura, como si no lo hubiera visto desde hacía tiempo—. Acertaste con la palabra: yo era una pánfila, tu padre me habría hecho hoy ver estrellas en pleno mediodía. ¡Qué sabía yo! Mientras me contaba su historia sólo oía un gran zumbido, y estaba tan abatida que me habría obligado a arrodillarme, si hubiera querido, para firmar sus papelotes. ¡Y me imaginaba que tenía remordimientos!… ¡En serio, hasta ese punto era tonta!… —Soltó una carcajada, destellos de locura brillaban en sus ojos. Continuó, abrazando más estrechamente a su amante—: ¿Es que hacemos algo malo nosotros? Nos amamos, nos divertimos como nos apetece. Todos hacen eso, ¿no?… Ya ves, tu padre no se recata por nada. Ama el dinero y lo coge donde lo encuentra. Tiene razón, eso me tranquiliza… Ante todo, no firmaré nada, y, además, tú volverás todas las noches. Tenía miedo de que no quisieras volver, ¿sabes?, por lo que te dije… Pero ya que no te importa… Por otra parte, le cerraré mi puerta, como comprenderás, ahora…
Se levantó, encendió la lámpara de noche. Maxime vacilaba, desesperado. Veía la tontería que había cometido, se reprochaba duramente haber hablado de más. ¿Cómo anunciar ahora su boda? La culpa era suya, la ruptura era ya un hecho; no tenía necesidad de volver a subir a esta habitación ni, sobre todo, de probar a la joven que su marido la timaba. Y no sabía muy bien a qué sentimiento acababa de obedecer, lo cual redoblaba su cólera contra sí mismo. Pero si por un instante se le ocurrió la idea de ser brutal por segunda vez, de marcharse, la visión de Renée, que dejaba caer sus zapatillas, le infundió una invencible cobardía. Tuvo miedo. Se quedó.
Al día siguiente, cuando Saccard fue a ver a su mujer para que firmara la escritura de cesión, ella le respondió tranquilamente que nada de eso, que había reflexionado. Por lo demás, no se permitió la menor alusión; se había jurado ser discreta, pues no quería crearse problemas, deseaba saborear en paz el rebrote de sus amores. Que el asunto de Charonne se arreglase como pudiera; su negativa a firmar no era sino una venganza; el resto le traía sin cuidado. Saccard estuvo a punto de encolerizarse. Todo su sueño se derrumbaba. Sus otros negocios iban de mal en peor. Se encontraba casi sin recursos, sosteniéndose por un milagro de equilibrio; esa misma mañana no había podido pagar la cuenta del panadero. Eso no le impedía preparar una espléndida fiesta para el tercer jueves de cuaresma. Experimentó, ante la negativa de Renée, esa cólera sorda de un hombre vigoroso detenido en su obra por el capricho de un niño. Con la escritura de cesión en el bolsillo contaba con acuñar moneda, mientras esperaba la indemnización. Después, cuando se hubo calmado un poco y se le despejó la mente, se extrañó del brusco viraje de su mujer; no cabía duda, la habían aconsejado. Se olió un amante. Fue un presentimiento tan claro que corrió a casa de su hermana, para interrogarla, preguntarle si sabía algo de la vida oculta de Renée. Sidonie se mostró muy agria. No perdonaba a su cuñada la afrenta que le había hecho al negarse a ver al señor De Saffré. Por eso, cuando comprendió, por las preguntas de su hermano, que éste acusaba a su mujer de tener un amante, exclamó que ella estaba segura. E incluso se ofreció a espiar a los «tortolillos». ¡Iba a ver esa cursi como se las gastaba ella! Saccard, de ordinario, no buscaba las verdades desagradables; sólo su interés lo obligaba a abrir unos ojos que tenía prudentemente cerrados. Aceptó el ofrecimiento de su hermana.
—Vamos, tranquilo, lo sabré todo —le dijo ella con una voz llena de compasión—. ¡Ah, pobre hermano mío! ¡Angèle no te hubiera traicionado nunca! ¡Un marido tan bueno, tan generoso! Estas muñecas parisienses no tienen corazón… ¡Y yo que no paro de darle buenos consejos!
Había baile de disfraces, en casa de los Saccard, el tercer jueves de cuaresma. Pero la gran curiosidad era el poema de
Los amores del bello Narciso y la ninfa Eco
, en tres cuadros, que aquellas señoras iban a representar. El autor del poema, el señor Hupel de la Noue, viajaba, desde hacía más de un mes, de su prefectura al palacete del parque Monceau, con el fin de vigilar los ensayos y de dar su opinión sobre el vestuario. Al principio había pensado en escribir su obra en verso, luego se había decidido por unos cuadros plásticos; era más noble, decía, más cercano a la belleza antigua.
Aquellas damas ya no dormían. Algunas de ellas cambiaban hasta tres veces de vestido. Hubo conferencias interminables presididas por el prefecto. Se discutió largamente, ante todo, el personaje de Narciso. ¿Lo representaría una mujer o un hombre? Por último, a instancias de Renée, se decidió que el papel se confiaría a Maxime; pero sería el único hombre, y todavía la señora De Lauwerens decía que jamás hubiera accedido a ello de no ser porque «el pequeño Maxime parecía una auténtica chica». Renée debía ser la ninfa Eco. La cuestión del vestuario fue mucho más laboriosa. Maxime le echó una buena mano al prefecto, que andaba de cabeza en medio de nueve mujeres, cuya loca imaginación amenazaba con comprometer gravemente la pureza de líneas de su obra. De haberles hecho caso, su Olimpo habría ido empolvado. La señora De Espanet quería a toda costa un traje de cola para tapar sus pies, un poco grandes; mientras que la señora De Haffner soñaba con vestirse con una piel de animal. El señor De Hupel de la Noue fue enérgico; hasta se enfadó una vez; estaba convencido, decía, de que si había renunciado a los versos era para escribir su poema «con telas sabiamente combinadas y actitudes elegidas entre las más bellas».
—El conjunto, señoras —repetía a cada nueva exigencia—; se olvidan ustedes del conjunto… No puedo, sin embargo, sacrificar la obra entera a los volantes que ustedes me piden.
Los conciliábulos se celebraban en el salón botón de oro. Pasaron allí tardes enteras decidiendo la forma de una falda. Worms fue convocado varias veces. Al final todo se arregló, se decidió el vestuario, aprendieron las posturas, y el señor Hupel de la Noue se declaró satisfecho. La elección del señor De Mareuil le había dado menos trabajo.
Los amores del bello Narciso y la ninfa Eco
iban a empezar a las once. Desde las diez y media el gran salón se encontraba lleno, y, como después había baile, allí estaban las mujeres, disfrazadas, sentadas en sillones dispuestos en semicírculo ante el improvisado teatro, una tarima oculta por dos anchas cortinas de terciopelo rojo con flecos de oro, que corrían por unas barras. Los hombres, detrás, estaban de pie, iban y venían. Los tapiceros habían dado a las diez los últimos martillazos. La tarima se alzaba al fondo del salón, ocupando todo un extremo de la larga galería. Se subía al teatro por el salón de fumar, convertido en saloncillo para las artistas. Amén de ello, en el primer piso, las señoras tenían a su disposición varias piezas, donde un ejército de doncellas preparaban los trajes de los diferentes cuadros.
Eran las once y media, y las cortinas no se abrían. Un gran murmullo llenaba el salón. Las filas de sillones ofrecían el más asombroso tropel de marquesas, de damas medievales, de lecheras, de españolas, de pastoras, de sultanas, mientras que la masa compacta de los fraques negros ponían una gran mancha oscura, al lado de aquellos reflejos de telas claras y hombros desnudos, con las chispas vivas de los destellos de las joyas. Sólo las mujeres iban disfrazadas. Hacía ya calor. Las tres arañas prendían el chorro de oro del salón.
Por fin, vieron al señor Hupel de la Noue salir por una abertura dispuesta a la izquierda de la tarima. Desde las ocho de la tarde ayudaba a las señoras. Su frac tenía, en la manga izquierda, tres dedos marcados en blanco, una manita femenina que se había posado allí, tras haber estado metida en una caja de polvos de arroz. ¡Pero el prefecto no pensaba en las miserias de su atavío! Tenía los ojos enormes, la cara abotargada y un poco pálida. No pareció ver a nadie. Y avanzando hacia Saccard, a quien reconoció en medio de un grupo de hombres serios, le dijo a media voz:
—¡Diantre! Su mujer ha perdido su cinturón de hojas… ¡Estamos aviados!
Juraba, habría pegado a la gente. Después, sin esperar respuesta, sin mirar nada, le volvió la espalda, se hundió entre los cortinajes, desapareció. Las señoras sonrieron ante la singular aparición de aquel caballero.
El grupo en el que se encontraba Saccard se había formado detrás de los últimos sillones. Incluso habían sacado un sillón de la fila para el barón de Gouraud, cuyas piernas se hinchaban desde hacía algún tiempo. Estaba allí el señor Toutin-Laroche, a quien el emperador acababa de llamar al Senado; el señor De Mareuil, cuya segunda elección la Cámara había tenido a bien validar; el señor Michelin, condecorado la víspera, y, algo hacia atrás, los Mignon y Charrier, uno de los cuales llevaba un grueso diamante en la corbata, mientras que el otro ostentaba uno aún más grueso en el dedo. Aquellos señores charlaban. Saccard los abandonó un instante para ir a intercambiar unas palabras en voz baja con su hermana, que acababa de entrar y de sentarse entre Louise de Mareuil y la señora Michelin. Sidonie iba de maga; Louise llevaba un fanfarrón vestido de paje, que le daba todo el aire de un chiquillo; la pequeña Michelin, de almea, sonreía amorosamente, con sus gasas bordadas con hilos de oro.
—¿Sabes algo? —preguntó bajito Saccard a su hermana.
—No, todavía nada —respondió—. Pero el galán debe de estar aquí… Los pescaré esta noche, puedes estar tranquilo.
—Avísame en seguida, ¿eh?
Y Saccard, volviéndose a derecha e izquierda, piropeó a Louise y a la señora Michelin. Comparó a la una con una hurí del profeta; a la otra, con un valido de Enrique III. Gracias a su acento provenzal parecía que cantaba de arrobo toda su persona menuda y estridente. Cuando regresó al grupo de los hombres serios, el señor De Mareuil se lo llevó aparte y le habló de la boda de sus hijos. Nada había cambiado, al domingo siguiente se firmarían las capitulaciones.
—Perfectamente —dijo Saccard—. E incluso pienso anunciar esta noche la boda a nuestros amigos, si usted no ve ningún inconveniente. Espero para hacerlo a mi hermano el ministro, que me ha prometido venir.
El nuevo diputado quedó encantado. Mientras tanto, el señor Toutin-Laroche elevaba la voz, como presa de viva indignación.
—Sí, caballeros —les decía al señor Michelin a los dos contratistas que se acercaban—, tuve la ingenuidad de permitir que se mezclara mi nombre en semejante asunto. —Y como Saccard y Mareuil se reunían con ellos—: Les estaba contando a estos caballeros la deplorable aventura de la Sociedad General de los Puertos de Marruecos, ¿sabe, Saccard?
Éste no rechistó. La sociedad en cuestión acababa de hundirse con un espantoso estruendo. Unos accionistas demasiado curiosos habían querido saber cómo andaba la fundación de los famosos puestos comerciales en el litoral del Mediterráneo, y una investigación judicial había demostrado que los puertos de Marruecos sólo existían en los planos de los ingenieros, unos planos preciosos, colgados de las paredes de las oficinas de la sociedad. Desde ese momento, el señor Toutin-Laroche gritaba más fuerte que los accionistas, indignándose, pretendiendo que le devolvieran su nombre limpio de toda mancha. Y armó tal escándalo que el gobierno, para calmar a aquel hombre útil y rehabilitarlo ante la opinión, se decidió a enviarlo al Senado. Así fue como pescó el escaño tan ambicionado, en un asunto que había estado a punto de llevarlo a los tribunales.
—Es usted muy bueno al ocuparse de eso —dijo Saccard—. Puede mostrar usted su gran obra, el Crédito Vitícola, esa casa que ha salido victoriosa de todas las crisis.
—Sí —murmuró Mareuil—, eso responde a todo.
El Crédito Vitícola, en efecto, acababa de salir de graves aprietos, cuidadosamente ocultados. Un ministro muy cariñoso con esa institución financiera, que tenía a la Villa de París agarrada por el cuello, había inventado un golpe de alza del que el señor Toutin-Laroche se había servido maravillosamente. Nada le lisonjeaba más que los elogios a la prosperidad del Crédito Vitícola. De ordinario los instigaba. Dio las gracias al señor De Mareuil con una mirada e, inclinándose hacia el barón de Gouraud, sobre el sillón del cual se apoyaba familiarmente, le preguntó:
—¿Está usted bien? ¿No tiene demasiado calor?
El barón soltó un ligero gruñido.
—Está hecho un cascajo, un auténtico cascajo —añadió el señor Toutin-Laroche a media voz, volviéndose hacia aquellos caballeros.
El señor Michelin sonreía, cerraba de vez en cuando los párpados, con un movimiento suave, para ver su cintita roja. Los Mignon y Charrier, plantados resueltamente sobre sus grandes pies, parecían mucho más a sus anchas en sus fraques desde que llevaban brillantes. Entre tanto era casi medianoche, los reunidos se impacientaban; no se permitían murmurar, pero los abanicos se agitaban más nerviosamente, y el ruido de las conversaciones crecía.