La jauría (34 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La jauría
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Por fin reapareció el señor Hupel de la Noue. Había pasado un hombro por la estrecha abertura, y distinguió a la señora De Espanet que subía por fin a la tarima; aquellas damas, ya en su lugar para el primer cuadro, la esperaban sólo a ella. El prefecto se volvió, dando la espalda a los espectadores, y se le pudo ver charlando con la marquesa, a quien ocultaban las cortinas. Ahogó su voz, diciendo, con saludos lanzados con la punta de los dedos:

—Felicidades, marquesa. Su traje es delicioso.

—¡Tengo uno mucho más bonito debajo! —replicó impertinente la joven, que estalló en carcajadas en sus narices, tan divertido lo encontraba, así arrebujado en los cortinajes.

La audacia de esta broma asombró un instante al galante señor Hupel de la Noue; pero se recobró, y saboreando cada vez más la frase, a medida que profundizaba en ella:

—¡Ah! ¡Encantador! ¡Encantador! —murmuró con aire arrobado.

Dejó caer la punta de la cortina, fue a unirse al grupo de los hombres serios, con la intención de disfrutar de su obra. Ya no era el hombre desconcertado corriendo en pos del cinturón de hojas de la ninfa Eco. Estaba radiante, jadeaba, se enjugaba la frente. Seguía teniendo la manita blanca en la manga de su frac; y, además, el guante de su mano derecha estaba manchado de rojo, en la punta del pulgar; sin duda había metido el dedo en un tarro de pintura de una de las señoras. Sonreía, se abanicaba, murmuraba:

—Es adorable, fascinante, pasmosa.

—¿Quién? —preguntó Saccard.

—La marquesa. Figúrese que acaba de decirme… —Y contó la frase.

Opinaron que era todo un éxito. Aquellos caballeros se la repitieron. El digno señor Haffner, que se había acercado, no pudo dejar de aplaudirla. Entre tanto, un piano que pocas personas habían visto, empezó a tocar un vals. Se hizo entonces un gran silencio. El vals tenía volutas caprichosas, interminables; y siempre una frase muy dulce ascendía del teclado, se perdía en un trino de ruiseñores; después unas voces sordas la repetían, más lentamente. Era muy voluptuoso. Las señoras, con la cabeza un poco inclinada, sonreían. El piano, en cambio, había hecho desaparecer bruscamente la alegría del señor Hupel de la Noue. Miraba las cortinas de terciopelo rojo con aire ansioso, se decía que habría debido colocar él mismo a la señora De Espanet, como había colocado a las otras.

Las cortinas se abrieron suavemente, el piano reanudó en sordina el vals sensual. Un murmullo recorrió el salón, las damas se inclinaban, los hombres alargaban el cuello, mientras que la admiración se traducía aquí y allá por una palabra demasiado alta, un suspiro inconsciente, una risa ahogada. Eso duró cinco minutos largos, bajo el resplandor de las tres arañas.

El señor Hupel de la Noue, tranquilizado, sonreía beatífico a su poema. No pudo resistir a la tentación de repetir a las personas que lo rodeaban lo que él decía desde hacía un mes:

—Había pensado en hacerlo en verso… Pero, ¿verdad?, es más noble de líneas. —Después, mientras el vals iba y venía en un balanceo sin fin, dio explicaciones. Los Mignon y Charrier se habían acercado y lo escuchaban atentamente—. Conocen ustedes la historia, ¿verdad? El bello Narciso, hijo del río Cefiso y de la ninfa Liríope, desdeña el amor de la ninfa Eco… Eco era del séquito de Juno, a quien divertía con sus conversaciones mientras Júpiter vagaba por el mundo… Eco, hija del Aire y de la Tierra, como ustedes saben… —Y desfallecía ante la poesía de la fábula. Después, con tono mas íntimo—: He creído poder dar libre curso a mi imaginación… La ninfa Eco conduce al bello Narciso junto a Venus, a una gruta marina, para que la diosa lo inflame con sus fuegos. Pero la diosa se muestra impotente. El joven atestigua con su actitud que no ha sido tocado.

La explicación no era inútil, pues pocos espectadores, en el salón, comprendían el sentido exacto de los grupos. Cuando el prefecto hubo nombrado a sus personajes a media voz, los admiraron mas. Los Mignon y Charrier seguían abriendo unos ojos como platos. No habían entendido nada.

En la tarima, entre las cortinas de terciopelo rojo, se abría una gruta. El decorado estaba hecho con una seda tendida con grandes pliegues rígidos, imitando las anfractuosidades de la roca, sobre la cual estaban pintados conchas, peces, grandes hierbas marinas. El suelo, accidentado, subía en forma de cerro, y se hallaba recubierto por la misma seda, donde el decorador había representado una fina arena constelada de perlas y de lentejuelas de plata. Era un reducto de diosa. Allí, en lo alto del cerro, la señora De Lauwerens, de Venus, estaba de pie; un poco gruesa, llevando sus mallas rosa con la dignidad de una duquesa del Olimpo, había comprendido su personaje como soberana del amor, con grandes ojos severos y devoradores. Detrás de ella, sin mostrar más que su cabeza maliciosa, sus alas y su carcajada, la pequeña señora Daste prestaba su sonrisa al personaje amable de Cupido. Después, a un lado del cerro, las tres Gracias, las señoras de Guende, Teissiére y de Meinhold, todas de muselina, se sonreían, se enlazaban, como en el grupo de Pradier; mientras que, del otro lado, la marquesa de Espanet y la señora Haffner, envueltas en la misma oleada de encajes, cogidas por la cintura, los cabellos enmarañados, ponían un rincón atrevido en el cuadro, un recuerdo de Lesbos, que el señor Hupel de la Norte explicaba en voz más baja, sólo a los hombres, diciendo que había querido mostrar con eso el poderío de Venus. Bajo el cerro, la condesa Vanska hacía de Voluptuosidad; se estiraba, retorcida por un postrer espasmo, los ojos entreabiertos y lánguidos, como cansada; muy morena, había soltado su cabellera negra, y su túnica estriada de llamas leonadas mostraba trozos de su piel ardiente. La gama de los trajes, del blanco de nieve del velo de Venus al rojo oscuro de la túnica de la Voluptuosidad, era suave, de un rosa general, de un tono de carne. Y bajo el rayo eléctrico, ingeniosamente dirigido sobre el escenario por una de las ventanas del jardín, la gasa, los encajes, todas aquellas telas ligeras y transparentes se fundían tan bien con los hombros y las mallas, que aquellas blancuras rosadas vivían, y ya no se sabía si aquellas señoras no habían llevado la verdad plástica hasta desnudarse del todo. Eso no era sino la apoteosis: el drama transcurría en el primer plano. A la izquierda, Renée, la ninfa Eco, tendía los brazos hacia la gran diosa, volviendo a medias la cabeza hacia Narciso, suplicante, como invitándolo a mirar a Venus, cuya sola visión enciende terribles fuegos; pero Narciso, a la derecha, hacía un gesto de rechazo, se tapaba los ojos con la mano, y permanecía con una frialdad de hielo. Los trajes de estos dos personajes le habían costado sobre todo un trabajo infinito a la imaginación del señor Hupel de la Noue. Narciso, de semidiós merodeador de bosques, llevaba un traje de cazador ideal: mallas verdosas, corta túnica ceñida, rama de roble en los cabellos. El traje de la ninfa Eco era, por sí solo, todo una alegoría: tenía algo de los grandes árboles y los grandes montes, de los lugares resonantes donde las voces de la Tierra y del Aire se responden; era roca por el raso blanco de la falda, espesura por las hojas de la cintura, cielo puro por la nube de gasa azul del corpiño. Y los grupos conservaban una inmovilidad de estatuas, la nota camal del Olimpo cantaba en el deslumbramiento del ancho rayo, mientras el piano continuaba con su queja de amor agudo, entrecortada por hondos suspiros. En general la opinión fue que Maxime estaba admirablemente bien formado. En su gesto de rechazo, resaltaba la cadera derecha, que fue muy admirada. Pero todos los elogios fueron para la expresión del rostro de Renée. Según la frase del señor Hupel de la Noue, era «el dolor del deseo insatisfecho». Tenía una sonrisa aguda que pretendía volverse humilde, mendigaba su presa con súplicas de loba hambrienta que sólo a medias oculta sus dientes. El primer cuadro salió bien, salvo la loca de Adeline, que se movía y apenas contenía unas irresistibles ganas de reír. Después las cortinas se cerraron, el piano enmudeció.

Entonces todos aplaudieron discretamente, y se reanudaron las conversaciones. Un gran soplo de amor, de deseo contenido, había venido de las desnudeces de la tarima, recorría el salón, donde las mujeres languidecían aún más en sus asientos, mientras que los hombres se hablaban bajito, al oído, con sonrisas. Era un cuchicheo de alcoba, un semisilencio de placenteras compañías, un anhelo de voluptuosidad apenas formulado con un temblor de labios; y, en las miradas mudas, que se encontraban en medio de este arrobamiento de buen tono, había el atrevimiento brutal de los amores ofrecidos y aceptados de un vistazo.

Se juzgaban sin parar las perfecciones de aquellas damas. Sus trajes adquirían una importancia casi tan grande como sus hombros. Cuando los Mignon y Charrier quisieron interrogar al señor Hupel de la Noue, quedaron sorprendidísimos al no verlo ya a su lado; se había hundido detrás de la tarima.

—Le estaba contando, guapita —dijo Sidonie, reanudando una conversación interrumpida por el primer cuadro—, que había recibido una carta de Londres, ¿sabe?, sobre el asunto de los tres mil millones… La persona a la que encargué que hiciera investigaciones me escribe que cree haber encontrado el recibo del banquero. Inglaterra pagó, al parecer… Estoy enferma desde esta mañana.

En efecto, estaba más amarilla que de costumbre, con su traje de maga constelado de estrellas. Y como la señora Michelin no la escuchaba, continuó en voz más baja, murmurando que Inglaterra no podía haber pagado y que decididamente iría en persona a Londres.

—El traje de Narciso era muy bonito, ¿verdad? —preguntó Louise a la señora Michelin.

Esta sonrió. Miraba al barón de Couraud, que parecía muy remozado en su sillón. Sidonie, viendo a donde iban sus ojos, se inclinó, le cuchicheó al oído, para que la niña no la oyera:

—¿Es que ha cumplido?

—Sí —respondió la joven, lánguida, representando de maravilla su papel de almea—. Escogí la casa de Louveciennes, y he recibido las escrituras de propiedad de manos de su administrador… Pero hemos roto, ya no lo veo.

Louise tenía una especial finura de oído para captar lo que querían ocultarle. Miró al barón de Couraud con su osadía de paje, y dijo tranquilamente a la señora Michelin:

—¿No opina usted que es horrible, el barón? —Después añadió, muerta de risa—: ¡Oiga! Habrían debido confiarle el papel de Narciso. Estaría delicioso con mallas verde manzana.

La visión de Venus, de aquel voluptuoso rincón del Olimpo, había reanimado, en efecto, al viejo senador. Revolvía los ojos, encantado, se daba media vuelta para felicitar a Saccard. En el barullo que llenaba el salón, el grupo de hombres serios continuaba charlando de negocios, de política. El señor Haffner dijo que acababa de ser nombrado presidente de un jurado encargado de solucionar los problemas de las indemnizaciones. Entonces se entabló una conversación sobre las obras de París, sobre el bulevar del Príncipe Eugenio, del que se empezaba a hablar seriamente entre el público. Saccard aprovechó la ocasión, habló de una persona a quien él conocía, de un propietario a quien sin duda iban a expropiar. Y miraba a la cara a aquellos señores. El barón meneó suavemente la cabeza; el señor Toutin-Laroche llevó las cosas hasta declarar que nada más desagradable que verse expropiado; el señor Michelin aprobaba, bizqueaba más, mirando su condecoración.

—Las indemnizaciones nunca serán demasiado altas —concluyó doctamente el señor De Mareuil, que quería estar agradable con Saccard.

Se habían entendido. Pero los Mignon y Charrier sacaron a colación sus propios negocios. Contaban con retirarse próximamente, sin duda a Langres, decían, aunque conservando un alojamiento en París. Hicieron sonreír a aquellos caballeros cuando contaron que, tras haber rematado la construcción de su magnífico hotel del bulevar Malesherbes, lo habían encontrado tan bonito que no habían podido resistir las ganas de venderlo. Sus brillantes debían de ser, sin duda, un consuelo que se habían permitido. Saccard reía de mal grado; sus antiguos socios acababan de obtener enormes beneficios con un negocio en el que él había representado el papel de un primo. Y como el entreacto se alargaba, frases de elogio sobre los pechos de Venus y sobre el traje de la ninfa Eco entrecortaban la conversación de los hombres serios.

Al cabo de media hora larga, el señor Hupel de la Noue reapareció. Caminaba en pleno éxito, y el desorden de sus ropas crecía. Al dirigirse a su sitio, se encontró con el señor De Mussy. Le estrechó la mano al pasar; después volvió sobre sus pasos para preguntarle:

—¿No conoce usted la frase de la marquesa?

Y se la contó, sin esperar la respuesta. Cada vez ahondaba más en ella, la comentaba, acababa encontrándola de una exquisita ingenuidad: «¡Tengo uno mucho más bonito debajo!». ¡Había sido tan espontáneo!

Pero el señor De Mussy no fue de esta opinión. Consideró indecente la frase. Acababa de ser destinado a la embajada de Inglaterra, donde el ministro le había dicho que era de rigor un porte severo. Se negaba a dirigir el cotillón, se aviejaba, no hablaba ya de su amor por Renée, a quien saludaba gravemente cuando se la encontraba.

El señor Hupel de la Noue se unía al grupo formado tras el sillón del barón, cuando el piano inició una marcha triunfal. Sonoros acordes simultáneos, tocados a plomo sobre las teclas, iniciaban un gran canto, en el cual, a veces, sonaban fragores metálicos. Después de cada frase, una nota más alta se reanudaba, acentuando el ritmo. Era brutal y alegre.

—Van a ver ustedes —murmuró el señor Hupel de la Noue—; he llevado quizá un poco lejos la licencia poética; pero creo que la audacia me ha salido bien… La ninfa Eco, viendo que Venus carece de poder sobre el bello Narciso, lo conduce junto a Plutón, dios de las riquezas y de los metales preciosos… Tras la tentación de la carne, la tentación del oro.

—Es clásico —respondió el seco el señor Toutin-Laroche, con amable sonrisa—. Usted conoce su época, señor prefecto.

Las cortinas se abrían, el piano tocaba más fuerte. Fue un deslumbramiento. El rayo eléctrico caía sobre un esplendor llameante, en el cual los espectadores no vieron al principio sino una hoguera, en la que parecían fundirse lingotes de oro y piedras preciosas. Una nueva gruta se abría; pero ésta no era el fresco reducto de Venus, bañado por la ola muriente sobre una fina arena sembrada de perlas; debía de encontrarse en el centro de la tierra, en una capa ardiente y profunda, grieta del infierno antiguo, hendidura de una mina de metales en fusión habitada por Plutón. La seda, imitando roca, mostraba anchos filones metálicos, coladas que eran como las venas del viejo mundo, que acarreaban las riquezas incalculables de la vida eterna del suelo. En tierra, por un atrevido anacronismo del señor Hupel de la Noue, había profusión de monedas de veinte francos; luises extendidos, luises amontonados, un pulular de luises que ascendían. En lo alto de ese montón de oro, la señora De Guende, de Plutón, estaba sentada, Plutón hembra, Plutón mostrando sus pechos, entre las grandes láminas de su traje, tomadas de todos los metales. Alrededor del dios se agrupaban, de pie, semiacostadas, unidas en racimo, o floreciendo apartadas, las eflorescencias mágicas de aquella gruta, donde los califas de las Mil y uno noches habían vaciado su tesoro: la señora Haffner, de Oro, con una falda tiesa y resplandeciente de obispo; la señora De Espanet, de Plata, reluciente como un claro de luna; la señora De Lauwerens, de un azul ardiente, de Zafiro, teniendo a su lado a la menuda la señora Daste, una Turquesa sonriente, que azuleaba tiernamente; después se desgranaban la Esmeralda, la señora de Meinhold, y el Topacio, la señora Teissiére; y, más abajo, la condesa Vanska prestaba su ardor sombrío al Coral, extendida, los brazos alzados, cargados de colgantes rojos, semejante a un pólipo monstruoso y adorable, que mostraba carnes femeninas en nácares rosa y entreabiertos de conchas. Aquellas damas llevaban collares, brazaletes, aderezos completos, hechos cada uno con la piedra preciosa que el personaje representaba. Fueron muy admiradas las originales joyas de las señoras de Espanet y Haffner, compuestas únicamente por moneditas de oro y moneditas de plata nuevas. Después, en primer plano el drama seguía siendo el mismo: la ninfa Eco tentaba al bello Narciso, que seguía rechazándola con el gesto. Y los ojos de los espectadores se acostumbraban con arrobo a aquel agujero abierto sobre las entrañas inflamadas del globo, a aquel montón de oro sobre el cual se arrellanaba la riqueza de un mundo.

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