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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

La jauría (20 page)

BOOK: La jauría
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Ésta se hallaba rodeada por un grupo de mujeres que reían muy fuerte, mientras el señor De Saffré había aprovechado el sitio que Maxime había dejado libre para deslizarse a su lado y decirle piropos de cochero. Después, el señor De Saffré, las mujeres, toda aquella gente había empezado a chillar, a golpearse los muslos, tanto que Renée, con los oídos destrozados, bostezando a su vez, se levantó diciendo a su compañero:

—Vámonos, ¡son demasiado idiotas!

Cuando salían entró el señor De Mussy. Pareció encantado de encontrar a Maxime, y sin fijarse en la mujer enmascarada que estaba con él:

—¡Ay, amigo mío! —murmuró con aire lánguido—, me matará. Sé que se encuentra mejor, pero me sigue cerrando su puerta. Dígale que me ha visto con los ojos llenos de lágrimas.

—Puede estar tranquilo, le daré el recado —dijo el joven con una risa singular. Y en la escalera—: ¿Qué, madrastra? ¿No te ha conmovido ese pobre chico?

Ella se encogió de hombros, sin responder. Abajo, en la acera, se detuvo antes de subir al simón, que los había esperado, mirando con aire vacilante hacia la Madeleine y el bulevar de los Italianos. Eran apenas las once y media, el bulevar estaba aún muy animado.

—Entonces, nos vamos a casa —murmuró con pena.

—A menos que quieras seguir un instante los bulevares en coche —respondió Maxime.

Aceptó. Su placer de mujer curiosa le estaba saliendo mal, y se desesperaba de volver así a casa, con una ilusión menos y un comienzo de jaqueca. Había creído durante mucho tiempo que un baile de actrices era terriblemente divertido. La primavera, como ocurre a veces en los últimos días de octubre, parecía haber regresado; la noche tenía tibiezas de mayo, y los escasos soplos fríos que pasaban ponían en la atmósfera una alegría más. Renée, con la cabeza en la portezuela, guardaba silencio, mirando el gentío, los cafés, los restaurantes, en una interminable fila que corría ante ella. Se había puesto muy seria, perdida en el fondo de esos vagos deseos que llenan las ensoñaciones femeninas. Aquella ancha acera barrida por los trajes de las mujeres, y donde las botas de los hombres sonaban con familiaridades especiales, aquel asfalto gris por donde le parecía que pasaba el galope de los placeres y los amores fáciles, despertaban sus deseos dormidos, le hacían olvidar aquel baile idiota del que salía, para dejarle entrever otras alegrías de más alto sabor. En las ventanas de los reservados de Brébant divisó sombras de mujeres sobre la blancura de las cortinas. Y Maxime le contó una historia muy atrevida, de un marido engañado que había sorprendido así, en una cortina, la sombra de su mujer en flagrante delito con la sombra de un amante. Ella apenas lo escuchaba. Él se aniñó, acabó por cogerle las manos, por reírse de ella, hablándole del pobre señor De Mussy.

Al volver, cuando pasaban por delante de Brébant:

—¿Sabes —dijo ella de repente— que el señor De Saffré me ha invitado a cenar esta noche?

—¡Oh!, habrías comido mal —replicó él riendo—. Saffré no tiene la menor imaginación culinaria. Está aún en la ensalada de bogavante.

—No, no; hablaba de ostras y de perdices frías… Pero me tuteaba, y eso me molestó… —Enmudeció, miró de nuevo al bulevar y agregó, tras un silencio, con aire desolado—: Lo peor es que tengo un hambre atroz.

—¿Cómo? ¿Tienes hambre? —exclamó el joven—. Pues muy sencillo, vamos a cenar juntos… ¿Quieres?

Lo dijo tan tranquilo, pero ella se negó al principio; aseguró que Céleste le había preparado un tentempié en el palacete. Mientras tanto, y no queriendo ir al Café Anglais, él había mandado detener el coche en la esquina de la calle Le Peletier, delante del restaurante del Café Riche; incluso había bajado ya, y como su madrastra vacilaba aún:

—Después de todo —dijo—, si tienes miedo de que te comprometa, dilo… Subiré al lado del cochero y te llevaré con tu marido.

Ella sonrió, bajó del simón con gestos de pájaro que teme mojarse las patas. Estaba radiante. Aquella acera que sentía bajo sus pies le calentaba los talones, le daba a flor de piel un delicioso escalofrío de miedo y de capricho satisfecho. Desde que el simón rodaba, sentía unas ganas locas de saltar a ella. La cruzó a pasitos, furtivamente, como si hubiera saboreado un placer más vivo al temer que la vieran. Su escapada se tornaba decididamente una aventura. Ciertamente, no lamentaba haber rechazado la invitación brutal del señor De Saffré. Pero habría vuelto a casa horriblemente a disgusto de no haber tenido Maxime la idea de hacerle probar la fruta prohibida. Éste subió la escalera con presteza, como si estuviera en su casa. Ella lo siguió resoplando un poco. Rondaban leves aromas de pescado y de caza, y la alfombra, que unas varillas de cobre tensaban sobre los peldaños, tenía un olor a polvo que redoblaba su emoción.

Cuando llegaron al entresuelo encontraron un camarero, de aire digno, que se pegó a la pared para dejarles paso.

—Charles —le dijo Maxime—, ¿nos servirá usted, verdad?… Dénos el salón blanco.

Charles se inclinó, subió algunos peldaños, abrió la puerta de un reservado. El gas estaba bajado, le pareció a Renée que penetraba en la media luz de un lugar sospechoso y encantador.

Un fragor continuo entraba por la ventana, de par en par, y sobre el techo, en los reflejos del café de abajo, pasaban las sombras rápidas de los paseantes. Pero, con un toque del pulgar, el camarero subió el gas. Las sombras del techo desaparecieron, el reservado se llenó de una luz cruda que cayó de plano sobre la cabeza de la joven. Se había echado ya la capucha hacia atrás. Los ricitos se habían despeinado un poco en el simón, pero la cinta azul no se había movido. Se puso a caminar, molesta por la forma en que Charles la miraba; tenía un guiño de ojos, un fruncir de párpados, para verla mejor, que significaba claramente: «He aquí una a quien aún no conozco».

—¿Qué le sirvo al señor? —preguntó en voz alta.

Maxime se volvió hacia Renée.

—La cena del señor De Saffré, ¿verdad? —dijo—. Ostras, una perdiz…

Y viendo sonreír al joven, Charles lo imitó, discretamente, murmurando:

—Entonces, la cena del miércoles, si le parece.

—La cena del miércoles… —repetía Maxime. Después, acordándose—: Sí, me da igual; dénos la cena del miércoles.

Cuando el camarero hubo salido, Renée cogió sus quevedos y dio curiosamente la vuelta al saloncito. Era una habitación cuadrada, blanca y oro, amueblada con coquetería de camarín. Amén de la mesa y las sillas, había un mueble bajo, una especie de consola, en la que se servía, y un ancho diván, una auténtica cama, que se encontraba colocado entre la chimenea y la ventana. Un reloj y dos candelabros Luis XVI guarnecían la chimenea de mármol blanco. Pero la curiosidad del reservado era el espejo, un hermoso espejo ventrudo que los diamantes de las señoras habían acribillado a nombres, a fechas, a versos desgraciados, a pensamientos prodigiosos y asombrosas confesiones. Renée creyó intuir una procacidad y no tuvo el valor de satisfacer su curiosidad. Miró el diván, experimentó una nueva turbación, se puso, con el fin de disimular, a mirar el techo y la araña de cobre dorado, de cinco reverberos. Pero el malestar que sentía era delicioso. Mientras alzaba la frente, como para estudiar la cornisa, seria y con los quevedos en la mano, disfrutaba hondamente con aquel mobiliario equívoco, que veía a su alrededor; con aquel espejo claro y cínico, cuya pureza, apenas arrugada por aquellas patas de mosca indecentes, había servido para atusar tantos moños postizos; con aquel diván, que le chocaba por su anchura; con la mesa, con la propia alfombra, donde volvía a hallar el olor de la escalera, un vago olor a polvo penetrante y como religioso.

Después, cuando por fin tuvo que bajar los ojos:

—¿Qué es esa cena del miércoles? —preguntó a Maxime.

—Nada —respondió él—; una apuesta que uno de mis amigos ha perdido.

En cualquier otro sitio le habría dicho, sin vacilar, que había cenado el miércoles con una dama, encontrada en el bulevar. Pero desde que había entrado en el reservado la trataba, instintivamente, como mujer a la que hay que agradar, sin excitar sus celos. Ella no insistió, por lo demás; fue a acodarse en la barandilla de la ventana, donde él la siguió. A sus espaldas, Charles entraba y salía, con un ruido de vajilla y de cubertería.

Aún no era medianoche. Abajo, en el bulevar, París rugía, prolongaba el ardiente día, antes de decidirse a irse a la cama. Las filas de árboles marcaban, con una línea confusa, la blancura de las aceras y el vago negror de la calzada, donde pasaban los carruajes con sus rápidos faroles. En los dos bordes de esta franja oscura, los quioscos de los vendedores de periódicos, de trecho en trecho, se encendían, semejantes a grandes faroles venecianos, altos y extravagantemente abigarrados, colocados regularmente en el suelo, para alguna iluminación colosal. Pero a esas horas su sordo resplandor se perdía en el brillo de los escaparates vecinos. Ni un cierre estaba echado, las aceras se extendían sin una lista de sombra, bajo una lluvia de rayos que las iluminaba con un polvo de oro, con la claridad cálida y brillante de pleno día. Maxime enseñó a Renée, frente a ellos, el Café Anglais, cuyas ventanas relucían. Las altas ramas de los árboles les estorbaban un poco, por lo demás, para ver las casas y la acera opuestas. Se inclinaron, miraron debajo de ellos. Era un continuo ir y venir; pasaban paseantes en grupos; algunas profesionales, de dos en dos, arrastraban la falda, que levantaban de vez en cuando, con lánguido movimiento, lanzando a su alrededor miradas cansadas y sonrientes. Bajo la propia ventana, el Café Riche adelantaba sus mesas en el sol de sus arañas, cuyo resplandor se extendía hasta el centro de la calzada; y en el centro de ese ardiente foco era donde veían, sobre todo, las caras pálidas y las risas desvaídas de los transeúntes. Alrededor de los veladores bebían mujeres mezcladas con hombres. Ellas llevaban trajes vistosos, media melena; se contoneaban en las sillas, con palabras altas que el ruido impedía oír. Renée se fijó especialmente en una, sola en una mesa, vestida con un traje de un azul metálico, guarnecido de guipur blanco; apuraba, a pequeños tragos, un vaso de cerveza, medio echada hacia atrás, las manos sobre el vientre, con una pinta de espera pesada y resignada. Los que caminaban se perdían lentamente entre la multitud, y la joven, interesada en ellos, los seguía con la mirada, iba de una punta del bulevar a la otra, a las lejanías tumultuosas y confusas de la avenida, llenas del hormigueo negro de los paseantes, donde la claridad no era sino destellos. Y el desfile pasaba sin fin, con una regularidad cansina, gente extrañamente mezclada y siempre la misma, en medio de los colores vivos, de los agujeros en las tinieblas, entre el mágico barullo de mil llamas danzarinas, que salían como una oleada de las tiendas, coloreaban los transparentes de ventanas y quioscos, corrían sobre las fachadas en las varillas, en las letras, en los dibujos de fuego, salpicando de estrellas la sombra, deslizándose sobre la calzada, continuamente. El ensordecedor ruido ascendía con un clamor, con un ronquido prolongado, monótono, como una nota de órgano que acompañase la eterna procesión de pequeñas muñecas mecánicas. Renée creyó, por un momento, que acababa de producirse un accidente. Una riada de personas se movía a la izquierda, un poco más allá del pasaje de la ópera. Pero, al coger sus quevedos, reconoció la parada de los ómnibus; había mucha gente en la acera, de pie, esperando, precipitándose en cuanto llegaba un carruaje. Oyó la voz ruda del cobrador llamando los números, luego los tintineos del contador le llegaban con repiques cristalinos. Se detuvo en los anuncios de un quiosco, crudamente coloreados como las estampas de Epinal; había allí, sobre un cuadrado, en un marco amarillo y verde, una cabeza de diablo riendo, con el pelo erizado, reclamo de un sombrerero, que ella no entendió. Cada cinco minutos pasaba el ómnibus de Batignolles, con sus faroles rojos y su caja amarilla, doblando por la esquina de la calle Le Peletier, sacudiendo la casa con su estruendo; y ella veía a los hombres de la imperial, rostros fatigados que se alzaban y los miraban, a ella y a Maxime, con la mirada curiosa de los hambrientos al pegar el ojo a una cerradura.

—¡Ah! —dijo ella—. ¡A estas horas el parque Monceau duerme tan tranquilo!

Fue la única frase que pronunció. Se quedaron allí unos veinte minutos, silenciosos, abandonándose a la embriaguez de los ruidos y los resplandores. Después, puesta la mesa, fueron a sentarse, y como ella parecía incómoda con la presencia del camarero, él lo despidió.

—Déjenos… Llamaré para el postre.

Ella tenía en las mejillas un leve rubor y sus ojos brillaban; daba la impresión de que acababa de correr. Traía de la ventana un poco del jaleo y de la animación del bulevar. No quiso que su compañero cerrara los postigos.

—¡Qué va!, es la orquesta —decía ella, cuando él se quejaba del ruido—. ¿No opinas que es una música muy divertida? Acompañará muy bien nuestras ostras y nuestra perdiz.

Sus treinta años se rejuvenecían con la escapada. Tenía movimientos vivos, una pizca de fiebre, y aquel reservado, aquel mano a mano con un joven entre el guirigay de la calle, la fustigaban, le daban un aire de doncella. Atacó las ostras con decisión. Maxime no tenía hambre, la miraba devorar sonriendo.

—¡Diablos! —murmuró—, habrías sido una excelente comilona.

Ella se detuvo, enojada por comer tan deprisa.

—¿Opinas que tengo hambre? ¡Qué quieres! Es esa hora de baile idiota que me abrió el apetito… ¡Ah!, pobre amigo mío, ¡te compadezco por vivir en ese mundo!

—Sabes perfectamente —dijo— que te he prometido dejar a Sylvia y a Laure de Aurigny el día que tus amigas quieran venir a cenar conmigo.

Ella hizo un gesto soberbio.

—¡Pues claro! Me lo creo. Somos mucho más divertidas que esas damas, confiésalo… Si una de nosotras abrumara a un amante como tu Sylvia y tu Laure de Aurigny deben de abrumaros, ¡la pobrecita no conservaría ese amante ni una semana!… Nunca quieres escucharme. Prueba, un día de éstos.

Maxime, para no llamar al camarero, se levantó, recogió las conchas de las ostras y trajo la perdiz, que estaba en la consola. La mesa tenía el lujo de los grandes restaurantes. Sobre el mantel adamascado pasaba un soplo de adorable desenfreno, y Renée paseaba sus finas manos del tenedor al cuchillo, del plato al vaso, con leves estremecimientos de gusto. Bebió vino blanco sin agua, ella que ordinariamente bebía agua apenas teñida. Maxime, de pie, mientras le servía con cómicas complacencias, la servilleta al brazo, prosiguió:

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